La muerte de Leoncio Prado

El capitán chileno Rafael Benavente, a órdenes del bárbaro coronel Alejandro Gorostiaga, le narró al historiador Nicanor Molinare la manera en que, según él, murió Leoncio Prado.

Se trata de una historia con reverberancias de leyenda que aquí reproducimos con las dudas de rigor porque pinta a un ejército de ocupación inverosímilmente considerado y compasivo (cuando todos sabemos que Gorostiaga hizo fusilar de rodillas y por la espalda a los sobrevivientes capturados de la batalla de Huamachuco) y porque podría encubrir un hecho que Abelardo Gamarra, cronista de la resistencia, cuenta en su libro «La batalla de Huamachuco y sus desastres», editado en Lima en 1886: que Leoncio Prado, herido malamente en una pierna y digno hasta el final, fue asesinado con un disparo en la cara por órdenes del sanguinario Gorostiaga.

 

Coronel Leoncio Prado Gutiérrez (Huánuco, 24 de agosto de 1853 – Huamachuco, 15 de julio de 1883)

 

Gorostiaga, montado en su caballo y envuelto en su poncho verde de Castilla, en la plaza, miraba desfilar sus tropas. Entre los ayudantes que lo acompañaban, se encontraba su servidor.

Capitán Recávente «díjome mi jefe«, pase al cuartel de artillería y diga a Fuentecilla si ha cumplido fe orden que le di.

«Saludé y partí en demanda de mi objetivo».

Los artilleros se alojaban en la casa como quien dice Ahumada con Plaza; no tenía que andar sino cuadra y media.

Fuentecilla estaba listo para marchar; lo noté pensativo.

«Mi mayor, dice mi coronel si ya cumplió usted su orden«.

Fuentecilla sorprendido, casi fastidiado, me respondió:

¿Sabe usted, compañero, cuál orden es esa?

«No sospecho – respondí».

«La de fusilar a Pradito, amigo mío».

Y el bravo y bondadoso mayor Fuentecilla clavó la vista en el suelo, movió nerviosamente los hombros, se retorció con rabia los bigotes y agregó:

¡Qué diablos!

¿Por qué se me obliga a mí a cumplir tan tremenda orden?

«Y durante breves, instantes dice el capitán Benavente, nos miramos con indecible angustia. El subteniente Ramírez, de Zapadores, que vigilaba los cañones tomados al enemigo, estaba también con nosotros».

A ninguno de los tres se nos ocurría cómo salir de aquel durísimo trance; al fin, Fuentécilla exclamó:

Qué hacer, hay que cumplir la orden cueste lo que cueste: compañeros, hablemos con Pradito.

En este momento, el subteniente Ramírez, un niño de 18 años que tenia fama y reputación de valiente y que en la batalla se había conducido como un león, dijo:

«Mi mayor, yo lo sacaré del apuro. Déjeme a mí, yo hablaré con mi coronel Prado y le comunicaré la orden».

Bien, subteniente contestó Fuentecilla. 

Hable usted con Pradito y dígale que por orden del coronel Gorostiaga se le va a fusilar.

Y luego agregó:

Entremos los tres a la pieza«.

«Leoncio Prado (Pradito), como todos le nombraban, cuando penetramos a su cuarto. Tomaba un frugal desayuno: su asistente, él «compaleJosé, le había servido un “ulpo» a la chilena (una especie de mazamorra hecha con harina de trigo tostado), con harina tostada, en una lanchita de su caramayola».

«Mi coronel, buenos días, señor»: le dijo Ramírez.

«A la orden, compañero«, respondió con llaneza y urbanidad Pradito.

«Una mala noticia le traigo».

¿Qué será?

¿Qué me van a fusilar?

Observa Pradito; y continuó sorbiendo (beber aspirando) su «ulpo«.

«Sí, pero en cinco minutos más«, replicó Ramírez secamente.

«¡Vaya! dijo Pradito y, sin parar de comer «ulpo«, mascando, se quedó; nos quedamos en silencio por algunos segundos».

Fuentecilla, esforzándose, agregó:

Sí, mi compañero, mala, muy mala noticia.

Así es: respondió Pradito. Paciencia agregó, ¿qué hacer? ¿Con qué me van a fusilar?

Sí, compañero, tengo el sentimiento de confirmar lo que le ha dicho el subteniente Ramírez.

Va usted a ser fusilado … tiene usted 10 minutos… el tiempo necesario para que se prepare…

«Mi mayor», dijo entonces:

Prado, desearía hablar con el coronel Gorostiaga«. “No hay inconveniente”, contestó Fuentecilla, y me enrío a mí para comunicar al jefe los deseos del prisionero.

Tomé mi caballo y partí a escape.

Gorostiaga permanecía en d mismo lugar de la plaza, donde yo lo había dejado. Le comuniqué los deseos del prisionero, contestándome el coronel Gorostiaga, quien hizo un gesto indefinido, quizá de pena o de desagrado: Capitán… diga que me he ido… que hace una hora que partí…

«Aquello era horroroso; yo no había ido a la campaña a tomar  parte en semejantes escenas».

Pradito, a todo esto, continuaba tranquilo, impasible.

“Durante mi breve ausencia había conversado Pradito con Fuentecilla y Ramírez; cuando entré a la pieza y avisé que Gorostiaga había partido, exclamó:

«Verdad, señores, creí tener derecho a que se me fusilara en la plaza y con los honores. Debido a mi rango, porque soy coronel y pertenezco al ejército regular del Perú...«

«Usted señor coronel, será fusilado aquí, en su propia camilla, en esta pieza, respondió Fuentecilla, con calmada y emocionante voz».

Está bien.

Y dígame, mayor,

¿tiene Usted papel?

Proporcióneme una hoja de su cartera, quiero escribir a mi padre.

Y con soberana calma, sin afectación, sin que su rostro sufriera alteración alguna, agregó:

Capitán, ¿tiene Ud. lápiz?.

Y vo, profundamente emocionado, le pasé un pequeñísimo lapicito que con religioso respeto conservo todavía, en memoria de aquel hombre extraordinario y bravo.

Pradito lo miró casi sonriente y, sentado en su pobrísimo lecho, escribió con la tranquilidad más asombrosa, la siguiente carta:

Huamachuco, julio 15 de 1883.

 Señor Mariano Ignacio Prado – Colombia:

«Mi queridísimo padre. Estoy herido y prisionero; hoy a las (¿qué hora es?, pregunto. Las ocho y veinticinco, contestó Fuentecilla) ocho y media debo ser fusilado por el delito de haber defendido a mi patria. Lo saluda su hijo que no lo olvida».

Leoncio Prado.

Los soldados que iban a cumplir la orden con el sentenciado estaban ahí, eran 2.

«Pradito«, sin perder la calma, dijo:

«¿No sería mejor que me fusilaran 4 hombres?».

«No hay inconveniente, compañero, contestó Fuentecilla«.

Un momento después, «Pradito» tomando en sus manos el cachuchito de lata y la cuchara y dando a esta unos golpecitos para limpiarla, de la harina seca, restos del “ulpo» que tenia pegado, habló así a la tropa:

Ustedes me van a hacer el favor de apuntar aquí. Y señaló la frente, sobre los ojos.

«Cuando con esta cuchara haga una señal así  y pegue 3  golpes con esta lanchita, ustedes hacen fuego. Y aquel bravo soldado, sin la menor emoción sin recriminación alguna, se alistaba de ese modo para morir».

La pieza era chica; al frente, al pie de su cama, a 3 metros de distancia, se colocaron los 4 tiradores, 3 soldados y 1 cabo de artillería armados de carabina Winchester; la boca de los cañones a la altura de los pies de la camilla.

«En este momento, cuando ya los tiradores estaban en su puesto, fue cuando nos abrazó diciéndonos: ¡ADIÓS, COMPAÑEROS!».

«Nos retiramos, saliendo de la pieza; pero volvimos inmediatamente. A pesar de lo espantoso de aquel suplicio, como aquel hombre nos atraía, creimos un deber presenciar su muerte, acompañarle en aquel durísimo trance; y aguardar sus últimos momentos, conservándolos para la historia; ¡qué hombre tan sereno y tan valiente!«.

Nos colocamos tras de los 4 soldados; las lágrimas nublaron mi vista.

¡Todos lloramos, todos, menos Pradito!

Tomó la cuchara, le pegó un golpecito para limpiarla, enderezó un poco más el cuerpo, se irguió (levantar y poner derecho una cosa); saludó masónicamente con la cuchara, pegó pausadamente los 3 golpes prometidos, sonó una descarga y, dulcemente, expiró en aras a su patriotismo, por su nación, por el Perú, el hombre más alentado que he conocido, el heroico coronel Leoncio Prado».

¡El cabo avanzó dándole un balazo en el pecho, para cumplir con la ley, acabó de apagar así los latidas de aquel gran corazón que palpitó  para servir a su patria!

Así murió este hombre extraordinario: expiró con estoica frialdad y en medio de la admiración y de las lágrimas de sus enemigos que se hacen un deber en confesar su altivez, su heroico valor.

Los restos de Leoncio Prado se depositaron cerca del nicho del coronel don Gaspar Calderón, huamachuquino y benemérito a la patria en la época magna.

La mortaja del valiente fue su uniforme.

General Alejandro Gorostiaga Orrego (La Serena, 12 de mayo de 1840-Santiago, 30 de octubre de 1912).

 

Fuente:

  • La batalla de Huamachuco y sus desastres Abelardo Gamarra (1886).
  • Hildedrandt en sus Trece:  N°3 N°132 .
  • es.wikipedia.org

Dedicado: al doctor Guillermo Calderon Falero y Doña Rosa.