El temor chileno a los torpedos fantasmas

El  historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna nos habla del temor que infundió en su escuadra la existencia de torpedos de guía eléctrica por parte del Perú y, enseguida, de los sucesos del 10 de julio de 1879, cuando el «Huáscar» se atrevió a incursionar en el bloqueado puerto de Iquique llegando a tener en jaque al transporte «Matías Cousiño» y a la cañonera «Magallanes». Vicuña es mezquino hasta la náusea con Grau, el caballeroso marino siempre dispuesto a evitar muertes inútiles.

EI «temible y temido» «Huáscar al mando de Grau, según lo reconoce, a duras penas, el mezquino Vicuña.

 

«Hemos referido en el capítulo precedente cómo la cañonera peruana Pilcomayo había regresado a Arica, de su excursión al sur, el 8 de julio de 1879 a las 2 de la tarde. Pues bien. Obedeciendo a un plan probablemente concertado de antemano, el Huáscar se presentó en esa bahía a las 9 de la noche de ese mismo día.

El Chalaco llegó a su turno, a la mañana siguiente (9 de julio), con el ordinario y acostumbrado pasavante. Sin novedad. Regresaba ahora el más que temible, temido monitor peruano transformado en la dársena del Callao y en su dique.

Se le había quitado su falsa amura de combate y su palo trinquete para acelerar su marcha, puesto que venía a hacer, desde que se hallaba viudo de la Independencia y desahuciado de la compañía del «San Lorenzo» y de todos los buques turcos de Voltaire, una guerra de asaltos y de fugas. Traía un solo palo para el velamen, y en su popa se veía el trípode de su cronómetro majiscal que a la distancia presentaba el aspecto de un mastelero trincado y era su señal más saliente para conocerlo desde lejos.

Se lo había además pintado de plomo, el color de las aves de la noche, asemejándose así al solita-rio guairabo de nuestro clima, que se place por la noche a orillas de los charcos. Entraba a la verdad en las miras de los suspicaces peruanos hacer en tierra alianza con la camanchaca y en el mar con sus sombras.

El Huáscar había salido del Callao el 6 de julio a las 4 de la mañana, y en 96 horas de navegación llegaba a Arica, tocando en las islas de Chincha. Y i cosa curiosa! así como el 21 de mayo la prensa de Santiago anunciaba que la escuadra enemiga, cuya aparición en Iquique produjo el memorable combate de ese día, salía del Callao, los diarios de la capital y de Valparaíso anunciaron el 8 de julio, el mismo día del arribo del Huáscar a Arica, que quedaba en el Callao «completamente listo y con sus fondos pintados para hacerse al mar».

De modo que se tenía siempre conocimiento oportuno de lo que iba a suceder, pero, en el hecho, se echaba el pronóstico y el aviso a los rincones. Dos horas después del arribo del monitor a Arica, quedaba resuelta, en efecto, una de aquellas empresas de la noche a que venía destinado; y apenas hubo rellenado sus carboneras, hizo rumbo solitario al sur a la 1 y 35 de la tarde del 9 de julio, proponiéndose llegar a la medianoche del mismo día de su partida a la rada desapercibida que bloqueaban como espectros nuestros buques. A las 8 y media de la noche se avisaba desde Pisagua por telégrafo que había pasado franco a su destino.

El plan de los peruanos de Arica no podía ser mejor combinado, porque desde hacía algún tiempo acontecían en el bloqueo de Iquique, de suyo descabellado, las cosas más inverosímiles y más grotescas que era dable. Vamos con imparcialidad a narrarlas.

Plano de los torpedos inventados por el estadounidense John Louis Lay durante la Guerra de Secesión.

En los primeros días de julio, y cuando el contralmirante regresaba de Antofagasta, el comandante don Aureliano Sánchez, que hacía de ordinario la guardia de la bahía interior en el Abtao, creyó divisar desde su cubierta, con el auxilio del anteojo, los preparativos de una expedición de torpedos que se alistaba en la playa del Colorado; y en efecto, su vista no le engañaba porque los peruanos habían traído dos torpedos Lay, probablemente por el camino de hierro de Pisagua.

Como se sabe, estos torpedos son propiamente de bahía, y obran a corta distancia, siendo manejados desde tierra por medio de alambres que les imprimen dirección y llevan al propio tiempo a su proa la chispa eléctrica que produce la ignición (Estos dos torpedos fueron encontrados en Iquique y uno ha sido exhibido en la Exposición de Santiago.)

«Para el efecto, decía una carta publicada en «El Ferrocarril» de 7 de julio, han traído todo lo necesario, adecuado al fin que se proponen; tienen torpedos y uno que los aplique y que no es peruano».

Pero aunque los peruanos hicieron circular astutamente la falsa voz de que el mismo capitán Lay, inventor de esta ingeniosa máquina de guerra en Estados Unidos, había venido a Iquique para usarla, era evidente para los hombres de mar experimentados en cosas de guerra, que, salvo algunas sencillas precauciones, no había motivo para mirar esos aparatos con ojos de pánico.

La experiencia adquirida más tarde en la guerra del Pacífico y el resultado de los últimos ensayos en Europa, donde los torpedos aislados se miran casi como estorbos, ha confirmado plenamente la exactitud de este aserto, no menos que la organización definitiva dada posteriormente por las naciones navales a este aparato de guerra, que sólo es peligroso cuando obra, como las escuadras de buques, en conjunto y conforme a disposiciones fijas y científicas.

Preciso es confesar, sin embargo, que salvo dos o tres excepciones de pechos animosos y de espíritus claros y tranquilos, se apoderó de los marinos bloqueadores de Iquique, junto con un falso concepto de la eficacia de los torpedos, un temor sombrío e irreflexivo de sus efectos. Un escritor chileno, que por aquel tiempo visitó la escuadra, volvió a Santiago diciendo ingeniosamente que la escuadra quedaba infestada de una epidemia, antes desconocida, que él denominaba «torpeditis».

En consecuencia de esta alarma, el contralmirante, desde su regreso de Antofagasta el 3 de julio, estadía que no duró sino unas pocas horas, dejó ordenado en Iquique que los buques bloqueadores abandonasen por la noche la rada y volteasen en la parte exterior de esta con las precauciones debidas.

Cuando el Blanco volvió al sur el 5 de julio quedaron, en efecto, sosteniendo el bloqueo, sólo cuatro buques:el Cochrane, comandante Simpson, la Magallanes, comandante Latorre, el Abtao, capitán Sánchez y el transporte Matías Cousiño, capitán Castelton, natural de Hamburgo y chileno de corazón.

Sabían esto los peruanos como sabían que nuestros buques ejecutaban en notable dispersión y alejamiento la ronda de la noche; y avisados probablemente en Arica, mediante el telégrafo, idearon un ataque nocturno que daría de seguro por resultado la pérdida de uno o más de nuestros barcos, sin posible socorro.

El Huáscar iba a desempeñar en la abierta bahía de Iquique la misión del caballo de Troya. Deslizándose entre las sombras, muy pegado a la costa, con el escandallo en la mano, con todas sus luces apagadas y el silencio de una tumba puesta a flote, como empujado por invisible espíritu, se acercó el Huáscar a medianoche, dando pruebas inequívocas su experto comandante de conocer su deber también como los arrecifes que con su quilla medía y evitaba a palmos.

De esta suerte logró entrarse a la bahía interior a medianoche, sin ser percibido, y pudo mandar un oficial a tierra por noticias. Cupo esta comisión al teniente don Fermín Díaz Canseco, oficial de mar bastante distinguido y familiarizado con las marinas de Europa a cuyo bordo hiciera sus estudios. Desembarcado con felicidad por medio de señales, convenidas o no de antemano, y la extinción de todas las luces de gas de la población, tomó lengua el capitán Grau de la dispersión de los buques más o menos del sitio que a esas horas ocupaban. Y enseguida, embarcando su emisario, se hizo el monitor al mar en busca de nocturnas aventuras y fortunas. La posición que en ese momento ocupaban los cuatro buques bloqueadores no podía ser más favorable para sus intentos.

El Matías Cousiño, que tenía varias lanchas a su costado, para proveer de carbón a la escuadra, se había colocado tras de la isla de Iquique que cierra su rada por el sur.

Pero el Abtao se corrió esa noche al norte hasta enfrentar Punta Piedras, mientras que el Cochrane, tomando rumbo opuesto, se hallaba situado frente a Punta Gruesa, trece millas al sur, hora y media larga de navegación para recobrar su fondeadero con el escaso andar que a la sazón tenía. Sólo la animosa y vigilante Magallanes rondaba cerca de la boca del puerto, lista para cualquier evento.

El comandante Grau creyó, por tanto, llegada para él su hora de aventura, y en efecto, tal lo parecía desde que su único competidor estaba positivamente ausente. Y el hecho lo confirmó pronto en su esperanza.

Eran las dos y media de la mañana cuando el indefenso transporte carbonero vio llegar sobre su proa un buque a todo vapor, y equivocándolo con el Cochrane, su capitán se puso a dar voces que tuvieran cuidado y no lo echaran a pique.

Pero a su bocina respondió eco, desconocido que decía, como cosa de otro mundo y en inglés:

Capitán Castelton, arríe sus botes y embarque su gente que voy a echarlo a pique.

Creyó el capitán del Matías Cousiño que aquello era una visión, cual la de los cuentos que en su niñez oyera en su nebulosa madre patria, pero le sacó en el acto de su pasmo el ágil monitor que girando en torno suyo comenzó a dispararle una serie de bombas a veinte metros de distancia. El primer cañonazo, según la cuenta que se llevó en tierra, resonó a las 2:45 de la mañana.

Al propio tiempo, el comandante del Huáscar preguntaba de viva voz y con cierto apremio e insistencia por el Abtao, pues esta parecía la presa señalada de preferencia por las autoridades de Iquique a sus cañones; y tanto pudo esto en su ánimo que después de su combate con la Magallanes, insistió en que se había batido con aquel buque y aun que lo había echado a pique.

Acribillado, entretanto, el transporte carbonero, sin averías aparentes, juzgó tal vez el comandante del Huáscar que era presa de más codicia llevarlo íntegro a Arica, y suspendiendo un instante el fuego, arrió un bote y pidió al capitán Castelton le enviase una espía para remolcarlo.

Eran las tres de la mañana y se hallaban los dos barcos ocupados en esta silenciosa y lenta operación de mar, ejecutada por uno de ellos con evidente mala gana, cuando apareció en la densa oscuridad de la noche una luz, luego una sombra y enseguida un vívido lampo.

¡Es el Cochrane!, gritaron los del monitor. Y soltando la soga de la indefensa y ya rendida presa, ciñeron la caña a estribor, y con esto comenzó el ágil barco a virar mar afuera, proa al oeste.

Más al pasar frente al inoportuno huésped que lo había saludado con un balazo, el comandante del Huáscar reconoció a la Magallanes (que equivoca con la Abtao) e incontinenti se lanza a todo vapor sobre ella. El halcón que huía del águila había encontrado a la golondrina.

Comenzó entonces uno de los combates más singulares, más pintorescos y por parte del débil, más heroico, de que existe memoria en los anales del Pacífico.

El comandante Latorre había sentido en su puesto de vigilancia los imprudentes cañonazos del Huáscar para intimidar al Matías Cousiño, y con el oído enseñado del marino, comprendió en el acto que se trataba de un asalto y que era el Huáscar el que con sus gruesas piezas estaba ejecutándolo.

En consecuencia, hizo tocar zafarrancho de combate, ciñó su timón hacia el sitio de los fogonazos, y mientras a distancia casi culpable se mantenía inmóvil el Abtao y vacilaba el Cochrane, se arrojó impávido a la pelea.

Para cualquier espíritu que no se hubiese sentido entonado por el heroísmo del deber, que en la guerra es el honor, el intento del comandante Latorre habría sido una empresa temeraria, porque era evidente que solo el Huáscar podía intentar a esas horas y en aquel sitio tan audaz golpe de mano. Pero en hombres del temple ya probado del comandante de la Magallanes, su avance en la incierta oscuridad del piélago era sólo una simple maniobra de combate: hay marinos para quienes el fulgor del cañón es resplandeciente faro, y en esa escuela se había formado el capitán Latorre junto con Condell y con Prat.

Al divisar, entretanto, el comandante Grau a la distancia a la Magallanes y sus destellos, no pudo imaginarse que su sombra fuera otra que la del Cochrane y huyó hacia el oeste, por un corto trecho, según vimos. Pero al deslizarse de soslayo sobre la frágil cañonera, la tomó por el Abtao y se lanzó sobre ella con el impulso de toda su máquina para partirla.

Comenzó entonces el combate de espolón y de quites, el primero que se librara probablemente en estos mares y tal vez en los del universo, porque las tres arremetidas del monitor de hierro contra la inmóvil Esmeralda habían sido sólo el degüello de la víctima atada en el altar.

Benjamín Vicuña Mackenna, 1831 – 1886.

 

 

La lucha era cien veces desigual; acero contra madera, blindaje espeso contra quilla quebradiza, mayor celeridad en el andar en la proporción de doce millas contra nueve. Pero el diminuto barco chileno, tomando asidero y firmeza en su doble hélice, podía girar sobre su propio centro como el caballo criollo que, lanzado a la carrera y detenido de ímpetu, describe veloz círculo en el aire sobre sus corvas traseras.

Por una maniobra de esa naturaleza, destreza de jinete, la cañonera sacó el cuerpo libre al monitor a la primera embestida, y enseguida, comenzó la brega, como en la vara.

Se hubiera dicho que aquellos dos barcos sueltos en la oscuridad de la noche y arrojándose espesa granizada de balas desde las cofas y la cubierta eran dos monstruos de fuegos corriendo paralelos, y si la palabra es permitida, mancornados en su furia.

La táctica del acorazado respecto de su adversario era una sola: ¡partirlo! La de la cañonera, una sola también: quitarle el cuerpo y acribillarlo a dentelladas al zafársele.

«Tenía aquello, escribía uno de los tripulantes de la Magallanes, algo de sublime y de grotesco: ver pelear a un león con un quiltro». Y así era la verdad, porque el combate nocturno del Huáscar se asemejaba a esas riñas de las sombras en que enojados canes suelen precipitarse los unos sobre los otros, mordiéndose y ladrando a medida que corren y se escapan por el huerto: pelea de perros.

Por tres veces, alejándose hacia la alta mar, y corriendo a distancias que variaban entre cien y doscientos metros paralelos, el Huáscar embistió, en efecto, a la cañonera, y pasó franco por su popa disparando los gruesos cañones de su torre, sus ametralladoras, sus rifles y sus revólveres: era una pelea cuerpo a cuerpo.

A semejanza de esos castillos de fuego que suelen encenderse en densa noche para los regocijos populares, los dos buques combatientes ardían como ascuas vivas, iluminando sus candentes cofas con siniestros reflejos las aguas profundas y calladas.

Y entretanto, ¿por qué el Cochrane no llegaba al resplandor y al estrépito de la heroica resistencia?

¿Por qué el débil Abtao no venía a participar en el combate?

¿Se habían olvidado por ventura en esa noche los que los comandaban que bajo sus quillas yacía, acusadora y no vengada, la Esmeralda?

Pero el comandante Latorre contaba en su obstinada defensa con ver llegar de un momento a otro al poderoso acorazado que guardaba el puerto; y cobraba bríos en su peligrosísima, ineludible situación. Sus balas, como las de la Esmeralda, eran impotentes  contra las escamas de hierro de la bestia marítima, al paso que el monitor tenía a su elección para hundirle su quilla o sus bombas: era una pelea sin retirada.

Por fortuna, y gracias a la certera puntería del sereno segundo de la Magallanes, el teniente don Cenobio Molina, que luchaba ya con los asomos de temprana muerte adquirida en el servicio, logró aquella acertar una bala con su colisa de 115, cuya huella lleva el último todavía en sus espesos flancos.

Y ese disparo, según opinión del mismo modesto adalid de aquel raro combate, lo salvó; porque viéndose así herido en parte vulnerable, el comandante peruano perdió su habitual calma y en lugar de describir el arco de círculo que su posición le prescribía en la posición en que se hallaba a la distancia escasa de ochenta metros, tomó la diagonal y se abalanzó como enojado toro contra el garrochador.

«Volvió el Huáscar, dice el cirujano del buque, describiendo este supremo momento, ciego sobre nosotros con el objeto de partimos con el espolón».

Pero la visual había sido evidentemente mal tomada, y el monitor pasó rozando la popa de la afortunada cañonera «a tiro de escupo«, según el rudo decir de uno de sus tripulantes (el guardián Brito, gran afecto a Baco, pero valiente y fiel marino que acompaña actualmente a Latorre en el Cochrane).

Al atravesar como una flecha a 8 metros de la popa de la cañonera a cuyo costado de estribor el Huáscar llevó todos sus asaltos, intenta este volver por la cuarta vez en el espacio de tres cuartos de hora; pero como detenido por mano impalpable se quedó un instante indeciso sobre su hélice, y enseguida cerrando su caña con robusto brazo a babor, se puso el buque peruano en precipitada fuga.

¿Qué había acontecido? El prudente capitán Grau, vuelto a su reposo, había apercibido entre la bruma de la densa noche lejanos destellos de señales. Era el Cochrane que al fin llegaba. La Magallanes estaba por consiguiente salvada y había vencido a su terrible adversario salvando juntamente al Matías Cousiño. Los disparos de cañón del monitor habían sido sólo trece contados en tierra, y el último se dejó oír a las cuatro y veinte minutos de la mañana.

El monitor fue en consecuencia perseguido hasta más allá de Pisagua por el Cochrane y la Magallanes, y al llegar a Arica su jefe pudo contar, legítimamente tal vez, eximias peripecias de navegante y aun la leyenda fantástica del hombre de mar.

Pero la porción del heroísmo que sus compatriotas falsamente le atribuyeron haciéndole contralmirante por aquel hecho de armas, cupo exclusivamente al débil esquife que le quitó su presa y le obligó a irse con un fracaso más y una perforación en las costillas. La empresa del Huáscar fue en efecto definida, si bien con alguna ponderación, como una fuga por sus propios parciales, y el siguiente telegrama del general Daza a su jefe de Estado Mayor así lo acredita por entero.

 

«Arica, julio 10.

5.30 A.M.

Señor general Jofré:

Huáscar entró a Iquique a las dos de la mañana. No encontró a nadie, mandó botes con oficiales a pedir datos a tierra, y con ellos fue en pos del enemigo; tropezó con el Abtao y un transporte y les dio once cañonazos. Abtao entró a Iquique como pidiendo remolque. Huáscar perseguido por la escuadra, pero fuera de peligro, altura Pisagua«.

Por el contrario, la hermosa conducta del oficial chileno, que juzga por sí mismo este hecho de guerra como el más digno de recordarse de su brillantísima carrera, recibió de su jefe, al regresar este a la bahía bloqueada, una semana más tarde, la merecida confirmación de aquel aserto que enseguida copiamos:

 «Iquique, julio 17 de 1879.

Impuesto detalladamente de los sucesos ocurridos en la no-che del 9 al lo del corriente, y del combate que por más de media hora sostuvo Ud. contra el monitor peruano Huáscar, y del resultado obtenido, cumplo con el grato deber de felicitar a Ud. y por su conducto a los oficiales bajo sus órdenes, por su bizarro comportamiento durante la acción.

 Dios guarde a Ud.

Juan Williams Rebolledo».

 

La Magallanes disparó durante los tres cuartos de hora que se batió con el Huáscar 2,400 tiros de rifle y 310 disparos de revólver, lo que prueba que el combate tuvo en realidad lugar a toca penoles. Fueron, sin embargo, tan inciertas las punterías del monitor en la oscuridad de la noche que sólo una granada de a 300 dañó un tanto el palo trinquete de la diestra cañonera. En cuanto a bajas, sólo tuvo cuatro heridos que pronto se recobraron.

Fue también digna de especial recomendación en aquel lance la conducta entusiasta y patriótica del capitán Castelton del Matías Cousiño, porque si bien es cierto que debió su vida a la salvación de su buque a la notoria humanidad del comandante Grau, se dio sin embargo trazas para evitar caer en sus manos, no obstante haber sido abandonado por la mayor parte de la tripulación que huyó en sus botes.

El capitán Augusto Castelton es hijo de un soldado inglés y nieto de otro que perdió la vida en Waterloo. Pero él naciera en Hamburgo por el mes de octubre de 1838 y comenzó el aprendizaje del mar a la antigua usanza, es decir, desde el grumete a pie descalzo hasta el capitán de altos y el contramaestre, el piloto y el capitán.

Después de haber navegado en todos los mares y en diferentes condiciones, tomó servicio en 1859 en la Compañía carbonífera de Lota, y desde entonces mandaba su fiel Matías, siendo el decano de los servidores de esa empresa.

En 1875 condujo él mismo el buque a Inglaterra, donde, con excepción del casco, fue reno-vado totalmente con el costo de 95,000 pesos. El capitán Castelton es casado con una señorita de Talcahuano, y de esta manera se ha hecho dos veces chileno, por la mujer y por la pólvora, estos dos grandes reguladores de la alterosa maquinaria que se llama el mundo.

No contento el entusiasta capitán Castelton con enviarnos una interesante copia de su diario, ha venido a Santiago a hacernos una visita (junio 25) para completar nuestros datos. La admiración del bravo marino chileno hamburgués por el comandante Latorre no tiene límites y asegura que sólo a él debe la salvación de su buque. Pero no por esto deja de reconocer que antes lo salvara la generosidad del capitán Grau.

Además, este último hecho lo tenía reconocido el capitán Castelton por una carta y regalo de gratitud que envió al comandante Grau y que este contestó en excelente inglés.

En cuanto a las balas, y averías generales de aquel combate a tientas, verdadera gallina ciega del mar, fueron afortunadamente muy pocas. Los heridos no pasaron de siete repartidos de esta manera: uno en el Matías Cousiño, cuatro en la Magallanes y dos en el mejor resguardado Huáscar, al paso que la cañonera chilena recibió sólo un pequeño daño en su arboladura, y el trasporte cuatro balazos, de los cuales uno lo bandeó por la popa dejando mal herido un marinero. Las punterías del monitor peruano fueron esta vez peores, si era dable, que las del 26 de mayo en Antofagasta. Estaba visto.

El Huáscar era un buque de espolón, simple y temeroso proyectil, que una bala bien disparada podía desviar en su trayecto y dejarlo inerme y perdido como aconteció algo más tarde en Antofagasta y frente a Angamos.

 

*Cañonera chilena «Magallanes» sorprendida por Grau la madrugada del 10 de julio de 1879 en el «bloqueado» puerto de Iquique.