El Huáscar es pequeño frente a nuestros blindados

Esta crónica sobre el monitor «Huáscar» después del combate de Angamos fue publicada el 23 de octubre de 1879 por el publicista Enrique Montt en «El Mercurio» de Valparaíso. Como se verá, el supuesto cronista inventa una escena teatral para describir, con los tonos de una leyenda cursi, los últimos momentos de Arturo Prat casi en brazos de Miguel Grau.

Miguel Grau: el cronista chileno lo «describe» llorando ante la muerte de Prat. El colmo del patriotismo.

En un rincón, hacia el lado de babor, vimos el lecho de Grau: este rincón, que se puede de­cir era el departamento de dor­mitorio, estaba sencillamente arreglado; a la derecha, el lecho colocado sobre una especie de aparador o cómoda que le servía de catre; al lado y cerca de la ca­becera, un humilde lavatorio de palo de álamo barnizado de ne­gro; el suelo estaba tapizado con un encerado de regular calidad; una elegante espada, quizás la de Grau o la de Bulnes -no alcan­zamos a preguntarlo- colgaba de la pared junto con otras armas; por el piso se veían desparrama­das las hachas de abordaje, sa­bles mohosos y algunas lozas del servicio particular y doméstico del comandante del “Huáscar”. Frente al lecho y tocando con la escala para subir a cubierta, ob­servamos varias ropas y un ser­vicio de té; todo esto había per­tenecido a Grau y era de su uso ordinario.

Se nos refiere que recién fue tomado por nosotros el monitor, estaban colgados a la cabecera del lecho del comandante los retratos de su señora esposa, de sus hijos y de Prat.

En el torno de la cámara hay un largo sofá de forma semi­circular, tapizado de granate y con sus asientos separados por brazos a manera de escaño de iglesia. Algunos asientos están tan despedazados que les falta el respaldo; todo el tapiz está man­chado de sangre: los dos grana­tes, el del tapiz y el de sangre, el primero más claro y el segundo más oscuro, forman un conjun­to repugnante y aterrador. En el último de esos asientos, el que está más cerca al dormitorio del comandante, fue en el que arrojó Prat el último suspiro de su su­blime agonía. La sangre del sol­dado mártir, esa sangre sagrada, cubre casi completamente ese asiento; solo uno que otro pe­dazo del tapiz no ha sido regado con ella.

Los últimos instantes, las úl­timas palabras del héroe de Iquique, han permanecido hasta este momento en el misterio. Pero hoy un rayo de luz ha caído so­bre esas sombras, y todo se sabe. Prat, pálido, moribundo, inmó­vil, sostenido por los brazos del comandante del “Huáscar”, em­puñaba aún con nerviosos dedos la espada de Chile. La sangre le bañaba por completo; se había caído un cadáver; sin embargo, su corazón, el corazón del he­roísmo, latía aún.

El comandante del “Huáscar” le dijo:

-Dadme vuestra espada, co­mandante; no os la recibo como de un vencido, sino como de un moribundo.

Los dedos del héroe se apre­taron con más fuerza en la em­puñadura del arma y su cabeza se movió levemente en señal de negativa.

Grau lloró. Veía agonizar a un héroe.

-Yo me encargaré -le dijo, conmovido hasta lo más pro­fundo del alma- de lo que se os ofrezca para vuestra familia; de­cidme.

El héroe abrió sus ojos ya me­dio cerrados por la muerte.

-¿Y la “Esmeralda?, preguntó a su caballeresco enemigo.

-Se ha hundido.

-¿Y su bandera?

-Al tope.

El héroe cerró para siempre los ojos; su esposa, su madre, sus hijos, su familia, todos sus cari­ños personales, fueron en sus úl­timos momentos la “Esmeralda” y la bandera de la “Esmeralda”.

En ese gran día del 21 de mayo fueron llevados a la cáma­ra del comandante del “Huáscar” 27 heridos; se comprenderá por esto el origen de la sangre que bañaba todos los asientos. En uno de los que está al pie de un grueso madero que cae vertical­mente desde la techumbre, Grau tenía costumbre descansar. Era su asiento predilecto. Al frente, sobre el borde de la parte infe­rior de la escala, se ve una gran mancha de sangre, mezclada con algunos cabellos que se han pe­gado en tan horrible amasijo (mezcla).

Entrando, a la derecha de la cámara, hay unos cajones que sirven para guardar las bande­ras. Ahora se encuentran ahí la que las señoras de Trujillo obse­quiaron a Grau y la que algunas señoras de Santiago han obse­quiado al “Huáscar”. La que las señoras de Cochabamba obse­quiaron al comodoro peruano, según se nos dijo, ha quedado en Arica. La de combate, que hacía flamear el monitor, ha sido de­positada en la iglesia del Espíritu Santo. Una de la vieja y gloriosa “Esmeralda” fue encontrada en la cámara y permanece ahí.

Abandonamos la cámara del comandante y atravesamos has­ta llegar a la de los oficiales. Por todas partes íbamos mirando, a derecha e izquierda, enormes agujeros dejados por balas y gra­nadas que habían traspasado al monitor. Todo no era sino un campo de sangrientas ruinas, de instrumentos desparrama­dos, sables y hachas de abordaje y pistolas tendidas por el suelo, vidrieras rotas, lozas quebradas, puertas y tabiques completa­mente perforados. El genio de la destrucción y de la muerte había batido sus negras alas en todas esas cámaras. Al entrar a la de los oficiales y cerca de la de Grau, en el techo, se notan algunos tablones despedazados y una ligera capa de polvo de ho­llín que los cubre.

En efecto, el «Huáscar» se veia diminuto ante sus concertados cazadores, los blindados «Cochrane» y Blanco Encalada».

-¿Qué es eso?, preguntamos a nuestro guía.

-Este es uno de los lugares, nos contestó, que había comen­zado a incendiarse cuando el “Huáscar” fue entregado por sus defensores.

-Pero apenas se ha ennegreci­do la madera.

-Sí, señor. El incendio parece que solo fue ocurrencia de últi­ma hora, y no hubo ninguno que lo llevara a cabo con resolución. En otras dos partes, que luego le mostraré, han querido también incendiar, pero las huellas que estos incendios han dejado son tan ligeras como la que usted está viendo.

¿Y fue cierto que los peruanos antes de rendirse abrieron las válvulas del buque?

-Así dicen, señor, pero yo creo que luego las cerraron.

-El suelo está completamente seco, le dije a mi guía.

-En efecto, señor, no se conoce en nada que se ha­yan abierto las válvulas y haya entrado el agua hasta tres pies de altura, como se dijo.

Las paredes superiores del departamento de la ma­quinaria se ven perforadas al sesgo, de babor a estribor, por una granada de a tres­cientas, pero, por felicidad, la máquina ha escapado y se encuentra completamente intacta.

Las averías con que ha quedado el monitor son tan innumerables como espan­tosas. Subamos a la cubier­ta y pasemos al castillo de proa; una granada lo ha perfo­rado de banda a banda, dejan­do en cada uno de los costados de babor y estribor un agujero cilíndrico como de doce pulga­das de diámetro. Tiene muchas otras averías, se ven las señales de las balas de ametralladoras y de otros cañones de mayor cali­bre. El castillo de proa es la parte del buque que se puede decir ha salvado mejor, y está completa­mente despedazada. Las pun­terías de nuestros marinos han sido magníficas; no hay tiro per­dido. El comodoro Riveros, hoy vencedor en Angamos, hablaba con completa exactitud cuando decía en su parte oficial al Go­bierno esta frase que a primera vista puede parecer hiperbólica:

“La tripulación de mi buque se ha batido con tanta serenidad como si estuviera apuntando en un tiro al blanco”.

Salimos del castillo de proa, y caminando unos cuantos pasos por el medio de la cubierta, lle­gamos a la formidable torre de la batería.

Esta tiene un blindaje de cin­co y medio pulgadas de fierro forjado y el mismo número de teack. Sin embargo, dos grana­das de a trescientos la han perfo­rado como si fuera de queso, se­gún la expresión de nuestro guía. Una de ellas ha penetrado cerca de cubierta por el costado de ba­bor y la otra en la parte alta por el costado de estribor, un poco ha­cia la popa. Esta granada ha pe­netrado fundiendo el blindaje y ha ido a chocar en el lomo de uno de los cañones de las baterías.

En esta torre fue donde murió el teniente Rodríguez; asomaba la cabeza por arriba para dirigir la puntería de los cañones cuando una granada de las nuestras se la voló al pasar oblicuamente.

Dos pasos más hacia la popa y nos encontramos con la torre del comandante. Una bala de a trescientos penetró por estri­bor, y según el decir de algunos marineros, fue la que acabó con la vida del comandante Grau. Por babor otra enorme bala ha traspasado el blindaje y ha ido a reventar matando al segundo comandante. Toda la torre ha quedado en un estado desastro­so. Parece que los artilleros de nuestras baterías la hubieran elegido de blanco. Por esto es por lo que todos los que subían a ella g hacerse cargo del mando del monitor caían atrave­sados en mil partes por las balas chilenas. Sobre la cu­bierta se ven innumerables señales de tiros de ametra­lladoras.

Nos ocupábamos en exa­minar esta despedazada torre, cuando vimos venir hacia ella a una elegante jo­ven, hermosa y rubia como un ángel.

 

 

Abordaje y muerte de Prat

-¿Dónde está el sitio en que cayó Prat?
preguntaba al compañero con quien ve­nía del brazo, y dirigiendo la vista a todas partes con vivo interés.

-Helo ahí, señorita, le respondimos nosotros y se lo mostramos.

Ella lo contempló largo rato con santo recogimiento; vimos dos lágrimas que mojaban sus pestañas de oro; se dominó. En­seguida nos dijo:

-¿Pudiera tomarse una astillita de este sitio?

Nos acercamos a la torre del comandante y con gran trabajo pudimos sacar una muy peque­ña. La madera de teack es exce­sivamente dura.

-Gracias, caballero, nos dijo ella al tomarla; la voy a guardar aquí, cerca del corazón, donde todo Chile guarda y guardará eternamente el recuerdo del hé­roe.

Esta escena, grande por su sencillez, nos conmovió. -He ahí la justa apoteosis que principia, * nos dijimos en nuestro interior.

La chimenea, que se encuen­tra un poco más adelante, cami­nando hacia popa, ha quedado como un armero. De sur a nor­te, de este a oeste, se encuentra completamente perforada. Nos parece que no admite compos­tura y se tendrá que hacerla de nuevo. Las balas la han atrave­sado como si fuera de papel. Las roturas son tan grandes que se le divisan desde la explanada, esto es, a dos cuadras más o menos de distancia.

Toda la obra muerta, es decir, todo lo que está sobre la línea de flotación, se encuentra comple­tamente despedazada. Nos refe­ría un amigo, oficial del “Blanco Encalada” y que se halló a bordo, al pie de su cañón, en el combate de Punta Angamos; nos refería, decíamos, que más de una bala le habían metido al “Huáscar” en la misma boca de sus caño­nes. En efecto, en el costado de estribor hemos visto sobre la cu­bierta de este buque un pequeño cañón de a veinte partido hasta la mitad por una bala que le ha entrado por la boca.

Perforación y destrozo absoluto en la torre de mando del monitor. La imagen pertenece al archivo naval chileno.

La banderilla de la cubierta está tan hecha pedazos en algu­nas partes que parece que la hu­bieran roto con hachas y no con balas.

Lleguemos ahora al castillo de popa, que es lo único que nos falta, por haberle hecho una visi­ta a todo el buque. Sus tabiques, como los del de proa, están des­pedazados y agujereados por to­das partes. Sin embargo, su cielo ha quedado en buen estado.

Hemos visitado el “Blanco Encalada” y no le hemos visto ninguna avería. Parece que las balas han temido ir a estrellarse contra esa mole gigantesca. Solo dos de las balas disparadas por el “Huáscar” fueron a dar cerca de nuestro blindado, aunque no le pegaron directamente: una de ellas pasó por lo alto del palo trinquete cerca de las cofas, en la proa, y la otra rebotó y saltó de babor a estribor, yendo a caer fuera del buque.

El “Cochrane”, como se sabe, sacó tres balazos del combate: uno atravesó cerca de la línea de flotación y pasó por la sala de armas, y los otros dos fueron de menos consideración.

¿Cómo fue que el “Huáscar”, batiéndose a veinticinco metros de distancia, apuntó tan po­cos tiros cuando tenía un doble blanco que el que se nos presen­taba a nosotros? Un oficial nos lo explicó de la siguiente manera:

El “Huáscar” tenía malas punterías; además le había­mos descompuesto la torre de las baterías, de tal manera que para hacer fuego tenía que dar­se vuelta y ponerle el costado del cañón a nuestros blindados. Esto lo hacía tardar. Pero, en fin, su pésima puntería tuvo la culpa de todo.

Las nuestras eran tan buenas que no se escaparon de ellas ni siquiera los anteojos de buque del comandante Grau. En una casa particular de este puerto hemos visto y hemos examinado esta prenda escapada del nau­fragio del combate. Los vidrios están rotos y un pedazo de casco de granada se ha encajado en el cartucho de cuero que sirve para guardarlos. Sobre la tapa están en letras doradas las dos inicia­les del nombre y del apellido del comandante peruano.

Antes de terminar, diremos una palabra sobre el aspecto del “Huáscar”. Es severo y humilde, y no puede ser de otra manera, puesto que todo el buque estaba completamente desmantelado, y sólo se divisan de lejos el palo mayor, la chimenea y la torre de las baterías. El “Huáscar” es pe­queño y no se le puede comparar en ninguna manera con ninguno de nuestros blindados, los cuales a su lado son enormes mons­truos.

Hoy en este buque todo es movimiento y animación. Un centenar de obreros, instrumen­tos en mano, trabajan febrilmen­te en la reparación de las averías. ¡Quiera Dios que cuanto antes esté pronto para hacerse a la mar!

ENRIQUE MONTT

Valparaíso, octubre 23 de 1879