Grau: El excelso marino civilista

El 29 de julio de 1934, con ocasión de celebrarse un siglo del nacimiento de Miguel Grau Seminario, José de la Riva Agüero y Osma fue invitado a pronunciar un discurso alusivo. Gobernaba el país el general Oscar Benavides y Riva Agüero no dudó en recordar la personalidad políticamente conservadora del héroe de Angamos. Estas fueron sus palabras.

 

José de la Riva Agüero y Osma: discurso emocionado e impregnado de su conservadurismo.

 

Señoras y señores:

Un escritor, compatriota nuestro, del cual me separan esenciales e infinitas divergencias ideológicas, pero a quien nadie puede negar vigor y contundencia de expresión, González Prada, tratando este mismo asunto del elogio de Grau, ritualidad y piedra de toque de todo sincero peruanismo, formula reflexiones que aquí no pecan de su exageración consuetudinaria, y que quiero reproducir, porque se ajustan a mi propósito:

«Necesitábamos, dice, el sacrificio de los buenos, para borrar el oprobio (deshonra) de los malos. En la guerra con Chile, no solo derramamos la sangre: exhibimos la lepra«.

Y agrega en otro lugar:

«Antes de recordar acciones y ensalzar nombres, convendría pensar, en estos momentos, por qué caímos al abismo, cuando podíamos estar de pie sobre la cumbre«.

Como el amor patrio no consiste en adular y paliar los peores instintos del país, y en engañarnos recíprocamente, sino al contrario en reconocer los defectos generales, y exhortar y proceder a su enmienda, yo suscribo las palabras citadas; y confieso la tremenda responsabilidad solidaria de las generaciones que nos antecedieron en el pasado siglo, cuyos vicios y cuyo desconcierto, apenas atenuados, se han trasmitido a las presentes.

Dejémonos de tímidos y nocivos eufemismos. Reuniendo a los males de la decadencia española los de la inferioridad y degeneración indígena, el Perú, mimado un tiempo de la fortuna, madrugó a la libertad, con índole aún más desfavorable que otras naciones sudamericanas; niño malcriado, veleidoso y pródigo, sin dotes de gobierno y sin la necesaria energía.

La corrección ha sido posible y es hacedera pero difícil, contrastada, llena de angustias y retrocesos. Adoptamos, por fatalidad del extendido mal ejemplo forastero y por irreflexión de los fautores (cómplice) y debilidad de los cabecillas, el régimen que era el menos adecuado para contrarrestar las dolencias de nuestra complexión, agravando en la práctica, y como de propósito, sus inconvenientes.

Y la discontinuidad e irregularidad pavorosa de todas las funciones del Estado; la ruina del concepto de autoridad, la socavación de todo respeto, la condescendencia con toda la informalidad, el endiosamiento de toda rebeldía; el inaudito desenfreno de la prensa, que adquirió la fama de ser la más procaz (atrevida) de América; la escandalosa impunidad de los delitos, así públicos como privados, resultando unas veces del cohecho (soborno), y otras de no menos vergonzosa lenidad (blandura), condujeron el cuerpo social hasta los extremos límites de la anarquía y la descomposición compatibles con una mísera vida, ataviada por afeites de mentida y endeble elegancia.

En esta prolongada disolución, eclipsadas las ideas de orden, abolidas las tradiciones de disciplina, substituidas por desdicha con brutales y tiránicos arrebatos efímeros; perdido el rumbo de la organización racional; encandecidos, en delirio, los feroces rencores de banderías, se abultaron en proporción monstruosa las siniestras propensiones (predilección) de las distintas razas, y de sus castas o mestizajes.

Fueron los unos vanidosos y perezosos, manirrotos, fanfarrones y envidiosos, o soeces, libertinos y venales; fueron los otros blandos, negligentes y serviles; y los demás, taimados, fraudulentos y perjuros.

Y cuando alguien pretendía mejorarlos y concertarlos, haciéndoles al borde del abismo parar la ronda orgiástica, y volviéndolos a la observancia de la ley y la verdad, se concitó; como recompensa infalible, el odio, la sucia calumnia, el destierro, el aislamiento, o la muerte a traición. A duras penas se contaba el diminuto número de justos que Dios exige a la Biblia para perdonar a las ciudades malditas.

Movía la podredumbre, y por cuarta vez, en nuestra breve historia republicana, vino, aparejado por mano extranjera, el cauterio del desastre. Tenía que sobrevenir; desde hacía cuarenta años, los peruanos expertos lo vaticinaban.

Fue su pretexto acelerador y ocasional un tratado de alianza; porque, en hora de antevisión y viriles acuerdos, habíamos pretendido seguir un plan de política exterior, con miras precautorias de equilibrio defensivo.

Suponía ese plan, como toda acción diplomática considerable, requisitos fundamentales que faltaron muy luego: vigilancia, persistencia en las determinaciones, cierta estabilidad gubernativa y cierta solvencia fiscal para los aprestos que la prudencia demandaba.

Si nada se lograba de todo ello; si no se obtenía o se abandonaba la adhesión prevista del mayor Estado participante en los tratos, o si Bolivia en fin no se conformaba con las circunspectas directivas del Perú, habría podido llana y oportunamente rescindirse el pacto, como lo sugería el ministro peruano que lo firmó, o subordinarse con resolución el casus foederis (motivo de la alianza) a la cabal retractación de la actitud de Daza.

De cualquier modo, aquel plan diplomático requería continuidad en las negociaciones y armamentos; porque no hay política externa decorosa, digna siquiera de tal nombre, desprovista de elementos de fuerza y sin activa tradición de cancillería. Pero persuadir de semejantes necesidades al mayor número de nuestros dirigentes, entonces y siempre ofuscados por rencillas intestinas y combinaciones hacendarías, era como hablar de poesía y metafísica a encarnizados jugadores, que en los bancos del garito (casa de juego no autorizada) altercan sobre el envite.

Al comenzar el año fatídico de 1879, el Perú se hallaba inerme, su erario en quiebra y en escombros, la paz interna amenazada de una catástrofe. Abiertas a las hostilidades, en el mes de abril, el Ministro de Hacienda, Izcue, pidió a las cámaras la votación de una serie de impuestos extraordinarios para costear la guerra.

Contaminados los legisladores del pánico que en la opinión del Perú, casi indemne a la sazón de tributos,habían infundido a toda tasa regular egoísmos y propaganda partidarias, y no obstante la cumplida refutación que de ellas había hecho Manuel Pardo el año anterior, en su último discurso, la víspera de su asesinato, desoyeron las nobles y solemnes enseñanzas del testamento financiero de su difunto caudillo; y en circunstancias tan críticas y premiosas, dejaron de lado los impuestos, y se limitaron, siguiendo la vulgar línea dela menor resistencia, a incrementar en un tercio la emisión del papel moneda, despeñando el cambio exterior, como nunca indispensable.

El rasgo pinta la pequeñez y el apocamiento de aquel medio. El que había de redimirlos a todos estaba a punto de salir a campaña, sabedor de su trágico sino. Quien medite con alguna penetración sobre el encadenamiento de los sucesos humanos, advertirá que, no sólo en lo religioso, sino en lo terrenal y secular, se cumplen las severas leyes del sacrificio y la purificación por la sangre, la expiación por el dolor, la propiciación del holocausto inocente y la comunicación de méritos de los mártires.

Los pueblos como los individuos, infractores de los preceptos eternos, impetran el perdón desde el seno del sufrimiento, pero no lo consiguen sino cuando los escogidos se inmolan, y desciende sobre la muchedumbre pecadora el cruento rocío regenerador de la víctima inculpable. Ese fue el ministerio altísimo, envidiable y misterioso, que tocó a los grandes caídos de nuestra guerra; y más que a nadie a Grau, el primero de ellos. Como es de regla, sus propias virtudes lo designaban. De honradez y desinterés proverbiales, modesto dentro de su inmensa valía, reservado y silencioso entre la algazara de sus revueltos contemporáneos; magnánimo, compasivo y tierno, pero inquebrantable en el deber, y exigente y riguroso en la disciplina; católico sincero, ferviente y practicante; afectuosísimo en sus relaciones familiares; dechado de lealtad como amigo y como político, como marido y como padre, era una muda acusación contra la estragada y frívola mayoría.

Nació de una familia de vehementes antibolivaristas. Fue su padre un bravo militar cartagenero, de origen catalán y conexiones panameñas, Juan Manuel Grau, que nunca hizo armas contra el Perú; y que nacionalizado peruano se estableció en Piura en 1828. El hijo, Miguel marino desde la niñez, era alférez de la fragata Apurímac, cuando la escuadra se plegó al movimiento del jefe conservador Vivanco. Miguel Grau lo siguió en toda la campaña, por su simpatía a su persona y a sus doctrinas, que eran las de, su padre. Mas siete años después, cuando el General Vivanco, fatigado y tímido, firmaba, como ministro del Presidente Pezet, un tratado desdoroso con la expedición española, nuestro joven héroe, Capitán de la corbeta Unión , lo desconoció, en compañía de otros antiguos derechistas; y se sumó con dos buques al pronunciamiento de Prado, que representaba entonces el genuino nacionalismo. En vano Pezet y Vivanco enviaron a su encuentro hasta Valparaíso a su padre anciano y adorado para que le instara no desamparar al gobierno y al partido que tan gravemente erraban.

Grau prefirió el honor de su patria a sus mandatarios y caudillo, y a los ruegos de su idolatrado y moribundo padre.

A poco se divorció del régimen liberal de Prado. Protestó contra el nombramiento del Contralmirante norteamericano Tucker como director de la Armada Peruana. Su grande amigo Manuel Pardo, secretario de hacienda de la Dictadura, pudo obtener que no se pronunciara.

Sometido a juicio sin embargo por su resistencia, fue absuelto a los seis meses, y optó por pedir permiso y navegar en la marina mercante, hasta que en 1868, gobernando Balta, se reincorporó en la flota de guerra, y tomó por primera vez el mando del monitor «Huáscar«, que había de ser el pedestal de su fama y de su muerte.

1934: el desfile que precedió a la ceremonia. Lo que se ve es parte de la plaza San Martín.

Ardoroso civilista, amigo íntimo y confidente de Pardo, fue su principal apoyo en la escuadra cuando la revolución de los Gutiérrez y las sucesivas de todo, el borrascoso fulgurante período.

Diputado luego por Paita y miembro conspicuo de la mayoría pardista, desempeñaba hacia 1878 en la Marina las vagas tareas de Agregado al Ministerio y Vocal de la Junta Revisora, y a la postre Comandante General.

En la sesión del Congreso del 17 de noviembre al día siguiente del asesinato de Pardo, fue de los que votaron las medidas extraordinarias y la suspensión de las garantías individuales, y declararon a la patria en peligro.

A principios de 1879, el 14 de febrero, en la sala capitular del Convento de Santo Domingo, la asamblea del Partido Civil reorganizado elegía a Grau como uno de sus directores.

Pocos meses le quedaban por vivir, 8 apenas; pero fueron los más fecundos e insignes de su bien empleada existencia. Las fechas de esta epopeya deben atarse en la memoria de todos peruanos.

En la noche del 16 mayo zarpaban del Callao al frente de la primera división de la escuadra, llevando al Presidente y tropas de refuerzo para Arica; el 21, había  roto el bloqueo de Iquique, abordado y hundido la «Esmeralda«; y el 26 bombardeaba las baterías de Antofagasta, cuartel general del ejercito chileno.

A pesar de la inferioridad enorme de las fuerzas navales peruanas, acrecida todavía con la pérdida de la «Independencia«,  Grau se paseaba impávido por las costas septentrionales de Chile, quemaba las lanchas de sus puertos, apresaba sus buques de carga, y con sin par osadía y: destreza burlaba la persecución, de los gruesos blindados enemigos.

El sábado 7 de junio estaba de regreso en el Callao, tras afortunadísima y victoriosa expedición. Él nos inspiraba en la guerra marítima el empuje, la iniciativa, la audacia, el incesante espíritu ofensivo, que es prenda y clave triunfo, o cuando menos desvío y dilación de la derrota.

Por eso desafiaba a los que no eran en conjunto más de tres veces superiores. Sólo en él se cifraban todas las esperanzas Peruanas y de nuestros aliados. Era el alma y el brazo, la espada eficaz y la milagrosa ami 1 denodado ariete valladar del Perú. Venía ahora a reparar su  nave, para acometer aún más difíciles empresas ; y permaneció en el  Callao y Lima poco menos de un mes. En la madrugada del 6 de julio partía al sur, habiéndose despedido de su familia por vez postrera. Bien comprendía que le iba a ser imposible, con su esfuerzo y su débil barco, atajar indefinidamente el ineluctable curso de los hechos.

Presentía su destino, y se resignaba intrépido. Así se lo comunicaba a sus amigos y a su, habitual confesor el canónigo Roca. No era más heroico Régulo cuando, cerrando los ojos de los llantos de los suyos, sólo atento a la patria y a la honra, salía impertérrito de Roma, conociendo su suerte. El 8 de julio llegaba a Arica. En el amanecer del 10, sorprendía a la flota chilena bloqueadora de Iquique, rendía y perdonaba al «Matías Consiño«, atacaba a la «Magallanes«; y cuando acudieron el blindado «Cochrane» y otras embarcaciones, se abrió paso a viva fuerza entre la armada enemiga.

En Antofagasta se apoderó de una fragata, entró en Chañaral y Caldera, y el 23 capturó el transporte «Rimac«, que conducía el escuadrón de Bulnes, llamado, en recuerdo de la anterior guerra, Carabineros de Yungay. Cañoneó una vez más impunemente el cuartel general de Antofagasta, el 28 de agosto, acallándole sus baterías; y a principios de octubre, avanzó a hostilizar, el Huasco, Coquimbo y Tongoy.

De allí regresaba cuando, en la clara aunque aciaga mañana del 8 de octubre, frente a la Punta de Angamos y la bahía de Mejillones, se vio rodeado por toda la escuadra de Chile.

La imponderable desigualdad numérica, de contra 5, aceleró el combate: duró menos de dos horas.

A poco de rotos los fuegos, quedó arrasada la torre del Comandante del «Huáscar«. El cuerpo de Grau voló en pedazos. A su lado murieron sucesivamente su ayudante Diego Ferré, su segundo) el Capitán Elías Aguirre y el Teniente Melitón Rodriguez, y cayeron con gravísimas heridas el Teniente Enrique Palacios y el Capitán Melitón  Carvajal que vive aún hoy, en ancianidad gloriosa y en el supremo grado de nuestra Marina, último sobreviviente de la soberbia gesta.

Al sucumbir, sin intermisión, se transmitían el finando de la nave indomable. Un cañonazo derribó la bandera; y volvió a izarse al tope, saludada por los hurras de la diezmada tripulación.

Al fin, al valeroso Teniente Pedro Gárezon, a quien correspondió la dirección en postrer lugar, dio orden de abrir las válvulas; y el «Huáscar«, deshecho el timón e inutilizadas todas las piezas, se sumergía cuando fue tomado por los chilenos.

Habíamos perdido por completo el dominio del mar; lo que, en un país de la configuración del nuestro, significa perder la guerra. Siguieron los actos restantes del luctuoso drama; y se ofrecieron sacrificios innumerables, entre los cuales el más digno de parangonarse con el de Grau es el de Bologne-se La tierra no fue estéril a la lluvia sangrienta.

Después del aflictivo y despiadado pacto de Ancón, y de espantosas convulsiones que parecieron retrotraernos a los más negros días del pretorianismo anárquico, la desgracia y la miseria ejercitaron su virtud curativa.

Aparecieron generaciones laboriosas y animosas; el Perú se acostumbró a vivir del propio trabajo; renacieron, modernizados y depurados, el ejército y la marina; y se aquietaron las pasiones revolucionarias. Ese era el espectáculo alentador que nuestra juventud contemplaba en el primer decenio del presente siglo. Pero pronto arreciaron la presunción y el agio, e hicieron recaer en los antiguos males. Prevalecieron, como otrora, las tentaciones de los desmesurados empréstitos y las fantásticas obras públicas. Ala sombra de tan ficticia exaltación de la prosperidad todo lo infestó de nuevo el lucro ilícito. Rebrotaron los empleados infinitos, y los sueldos y comisiones extravagantes; reverdecieron las llagas; retoñaron la corrupción y el parasitismo en forma gigantesca; y los jóvenes se despertaron al discernimiento mirando ensalzada la impudicia y befada la honradez. La enervación del festín crapuloso ‘y la vocería del beodo motín los movieron a olvidar la defensa de las fronteras, El empeño con que nos esforzamos, desde hace tiempo, en reparar las calamidades de ese reciente alud devastador no es todavía bastante. Notad cómo el Peru de hoy se asemeja a ratos congojosamente al anterior a la guerra.

También corno entonces, la Providencia nos ha deparado tesoros de yacimientos minerales en nuestros desiertos limites,y nos emplaza para que esta vez sepamos utilizarlos y defenderlos mejor.

Una racha de egoísmo, un momento de descuido, una pausa de cansancio o negligencia en la acción reconstructora; y perderemos como antaño nuestra seguridad naval relativa, el puesto que a nuestra marina compete después de la definitiva contienda del 79, y que es el segundo en el Pacífico Meridional.

Han vuelto sobre todo a exacerbarse las sediciosas divisiones internas, anuncio y causa de cuitada debilidad ante el extranjero. La ponzoña de la calumnia se vierte a raudales, para enloquecer a las turbas ignorantes, trastocando responsabilidades o acumulándolas en un solo platillo, y denostando con miserables fábulas a regiones y ciudades enteras, como a esta materna capital, a clases sociales íntegras y a antiguos partidos políticos, sin las salvedades y excepciones que la más elemental justicia exige, y sin recordar que, pese a quienquiera, porque la verdad histórica es inviolable e intangible, el pasado irrevocable, y nadie puede hacer que lo que fue no haya sido, en los días de la magna prueba, los dos máximos héroes, los dos supremos adalides y redentores del Perú, fueron Grau, el excelso marino civilista, y Bolognesi, el sublime anciano limeño.

En este centenario para hacernos dignos de la bendita herencia, juremos todos trabajar por la salvación del Perú con la austeridad , la pureza de miras, la abnegación  y el valor que nos dio  tan magnifico ejemplo.

He dicho.

 

 

Miguel Grau bajo la luz de quien era la encarnación de la  derecha peruana

Fuente:

Hildebrandt en sus trece, 11 setiembre del 2015, pag. 26-27