Miguel Grau, visto por Jorge Basadre

Nació Miguel Grau en Piura, tie­rra de hombres bravos y patriotas, el 27 de julio de 1834. Su padre, Juan Manuel Grau y Berrio, nacido en Cartagena, Co­lombia, el 15 de agosto de 1799, luchó por la independencia del Perú en el ejército de Sucre y estuvo en Junín y Ayacucho y llegó a ser más tarde empleado de la aduana de Paita. Pa­dres de Juan Manuel fueron Francisco Grau y Girona, natural de Sitges, Cataluña, y Mariana Josefa Casiana Berrio y Pérez, de Cartagena, hija, a su vez, de un fiscal de la Audiencia de Nueva Granada. La madre del almirante fue Luisa Seminario y del Castillo, piurana, hija de Fernando Seminario y Jaime y María Joaquina del Castillo y Talledo.

A los nueve años Miguel Grau hizo un viaje a Buenaven­tura en un bergantín particular que naufragó. Aprendió, pues, primero en la vida que en los libros. Fue un colegial taciturno, distraído. Tenía once años cuando empezó a trabajar en la marina mercante. Allí fue desde grumete hasta piloto. Co­noció Panamá, las Marquesas, Sandwich, la Sociedad, Bur­deos, Río de Janeiro, Hong Kong, Macao, Singapur, San Fran­cisco, Nueva York. Supo de las galletas rancias, del agua podrida, de la carne salada, del escorbuto, del incendio, del temporal, del naufragio, de las peleas y de las juergas en los puertos. Había carecido de infancia; pero la suya fue una auténtica juventud aventurera.

En 1854, este joven lobo de mar quiso ser guardiamarina. Apenas egresado de la Escuela Naval, sirvió en el vapor Rímac, luego en el pailebot Vigilante y posteriormente en el Ucayali y en la fragata Apurímac. Co­mo alférez de fragata participó en la sublevación vivanquista de 1857 y por ello fue separado del servicio. De este modo, la aptitud para la juvenil rebeldía sirve para explicar la rí­gida disciplina de su madurez. Fue uno de los asaltantes a la casa de Castilla. De vuelta a la marina mercante, hizo la carrera a la China y a la India. Sólo en 1863 reingresó al servi­cio de la Armada nacional como teniente segundo y segundo comandante del vapor Lerzundi.

Partió a Inglaterra a recibir la corbeta Unión, como capitán y entonces se produjo el episodio de su prisión. Trajo a su buque hasta Valparaíso ven­ciendo un gran temporal; y en aquel puerto tuvo que afrontar, además, recién ascendido, un conflicto de conciencia. Para que no se plegara a las fuerzas de la insurrección, el gobierno de Pezet mandó como emisario, ante Grau, a su propio padre; pero, a pesar de todo, la Unión se puso al lado de quienes querían, en nombre del honor nacional, la guerra con España. En ella participó Grau como actor en la Jornada de Abtao. Cuando el Dictador Prado quiso entregar al marino nortea­mericano Tucker el mando de la escuadra que debía ir a Fi­lipinas, Grau, como muchos otros marinos peruanos renunció y fue tomado preso. Lo defendió Luciano Benjamín Cisneros, y después de ser absuelto por el tribunal el 10 de febrero de 1867, se retiró por segunda vez de la Armada.

Llegó, caso único en la compañía inglesa de vapores, a mandar un barco de dicha compañía, el Puno. En 1868 vestía de nuevo el uniforme de marino peruano como comandante del Huáscar. Defendió al gobierno legal en 1872, apresó en 1874 al barco pierolista sublevado Talismán, fue miembro conspicuo del Partido Civil y en 1876 representante a Congreso por la provincia de Paita. En los años inmediatamente anteriores a la guerra con Chile, quizá recelos políticos lo convirtieron en marino de tierra: agregado al Ministerio de Guerra y Marina, vocal de la junta revisora de las ordenanzas navales. Comandante General de Marina en 1877, la memoria que ele­vó al gobierno al dejar este cargo reveló laboriosidad y perspicacia para plantear útiles reformas.

Los ascensos obtenidos por Grau se escalonaron a través de las siguientes fechas: el 14 de marzo de 1854, guardiamarina; el 4 de marzo de 1856, alférez de fragata; el 13 de setiembre de 1863, teniente segun­do; el. 4 de diciembre de 1863, teniente primero graduado; el 8 de enero de 1864, teniente primero efectivo; el 31 de marzo de 1865, capitán de corbeta; el 22 de julio de 1865, capitán de fragata; el 25 de julio de 1868, capitán de navío graduado; el 23 de abril de 1873, capitán de navío efectivo; el 27 de agosto de 1879, contralmirante.

En las reuniones celebradas en Palacio de Gobierno al estallar la guerra, Grau expresó claramente cuál era la desproporción de fuerzas entre las escuadras peruana y chilena. El Huáscar tenía una coraza de cuatro y media pulgadas de espesor y los blindados enemigos, una coraza de nueve; carecía de balas aceradas para perforar el blindaje; sólo contaba con una hélice mientras los blindados chilenos poseían dos cada uno, con notoria ventaja para sus movimientos.

Desde el punto de vista de su organización, la marina peruana fraccionada al principio de la guerra en tres divisiones bajo el mando de Grau, García y Carrillo, no tenía la unidad de la de Chile; y ésta contaba con un número más cuantioso de personal nacional en las tripulaciones que habían recibido, además, mayor entrenamiento en el manejo de la artillería.

El 31 de agosto recibió Grau en Arica este último grado de Contralmirante y con él espadas, joyas, medallas. Una car­ta del primero de septiembre a su esposa desde Arica, sólo contiene, sin embargo, encargos familiares y recuerdos a sus hijos. A solas con su paisano y antiguo amigo Montero, después de la ceremonia, dijo: “Todo esto está muy bien; pero ¿cuándo llegan las granadas Palliser para mi buque?”. Antes de partir por última vez, envió a su esposa varios objetos de valor y recibió los últimos auxilios de la Religión. Y porque no se concibe a Grau sobreviviéndose a sí mismo, cumplió su mensaje al morir. El poeta José Gálvez lo ha dicho:

Tenías que caer por nuestras culpas

y para ser ejemplo,

porque el destino escoge

las víctimas más puras

y así redime castigando pueblos

en el dolor de los que son mejores.

Efigie de Grau

Como del carbón sale el diamante, así de la negrura de esta guerra sale Grau.

La posteridad ha indultado a su generación infausta por­que a ella perteneció el comandante del Huáscar. Olvida de­sastres y miserias y la mira con envidia porque le vio y le admiró.

Nada es un hombre en sí y lo que él puede representar lo ponen quienes lo interpretan. Hombres y hechos derivan grandeza permanente sólo de su asimilación con eternas ideas de justicia, de belleza o de dignidad, con un pueblo o con una época. Hablar de Grau, es evocar una figura que lentamente va perdiendo para los peruanos su ligamento exclusivo con los acontecimientos dentro de los cuales se desenvolvió, para to­mar los caracteres de un arquetipo. El Perú no lució durante la guerra de la Independencia, al lado de los muchos heroísmos encomiables, un gran héroe simbólico; y las luchas intestinas republicanas están demasiado cerca para que los perso­najes en ellas surgidos se limpien todavía de todas las contra­dictorias pasiones entonces desatadas y de los intereses que de ellas se derivan. Ante Grau, en cambio, no obstante su cercanía en el tiempo y las violencias a que estuvo unido, la opinión extranjera acata este homenaje y a él se asocia con respeto evidente.

Los técnicos nacionales y extranjeros ad­miraron desde que empezó la guerra entre el Perú y Chile al comandante del Huáscar. Los poetas más diversos desde los románticos o post-románticos de su hora hasta algunos de los más jóvenes y de las más iconoclastas escuelas nuevas, lo cantan. González Prada mismo en sus páginas, a la vez mar­móreas y venenosas y tan ávidas de exhibir huesos y máscaras, puso un inusitado calor de simpatía humana y orgullo patriótico, raro en tan contradictorio escritor, cuando de Grau escribió como si estuviera grabando sus palabras. A los niños se les puede enseñar el culto de este nombre sin que de él emanen impuras influencias. Sobre un pedestal de fuego desgarradoramente patético en el que, por las culpas de unos y las faltas de otros, se iba a producir el holocausto de la Patria, aparece sencilla y serena la figura del piurano modesto que era también un cristiano viejo y un criollo auténtico.

El heroísmo es, en la mayor parte de los casos, una ola fulgurante que se alza brusca e inspirada ante la presión de un momento decisivo. Bernard Shaw dijo que representa la única forma de lograr la fama sin tener habilidad. La gloria de Grau no es sólo la del 8 de octubre. Es, muchos días y semanas y meses antes, cosa cotidiana, tarea menuda y traba­jo sin cesar. Existe la versión de que, al estallar la guerra, por el efecto deletéreo de conspiraciones y revueltas, desor­den administrativo y escasez económica, la disciplina de la escuadra no era la mejor que podía ser; y que los marineros criaban aves domésticas para su negocio particular en la torre del monitor. Acaso eso no fuera completamente cierto; pero si es fidedigno que Grau tuvo que dedicar bastante tiempo a hacer ejercicios y maniobras con su gente, la mayor par­te de la cual era colecticia; y es exacto también que el espolo­nazo del Huáscar a la Esmeralda resultó de la falta de puntería, más tarde superada. Ésta es la modalidad de la obra de Grau, que recibe el más vivo elogio en la publicación técnica francesa de la época titulada el Bulletin de la Reunión des Officiers. Al estudiar lo que hizo, preciso es recordar con qué elementos trabajó y cabe preguntar qué hubiera sido del Pe­rú con Grau en un barco como el Cochrane o el Blanco Encalada.

Enseñando con el diario ejemplo, que es la mejor mane­ra como el jefe siempre puede enseñar, Grau acabó por hacer del Huáscar no sólo el mejor barco de la marina peruana sino la espada única y el solo escudo del Perú que detuvo la invasión durante seis meses largos y ello fue porque no sólo Grau tuvo coraje sino además el don de organizar y disciplinar a los suyos, la destreza para tomar la iniciativa, la exac­titud para conocer y medir cada situación, el don para el mando sin los cuales la bravura mayor y los conocimientos más profundos pueden resultar estériles. La variedad de sus recursos fue grande, utilizando el espolón con la Esmeralda, empleando la velocidad para esquivar al Blanco Encalada, capturando con la Unión al transporte Rímac y enfrentándose en Antofagasta a varios barcos y a la artillería del puerto.

El heroísmo en Grau fue, así, resultado de su eficacia, parte integrante de ella, como el fuego sale del calor. No emergió, por cierto, como cosa recóndita o desapercibida para su pueblo. Con un instinto profundo, sus contemporáneos vieron en él a quien iba a representarlos ante la historia, ante sus hijos, ante los hijos de sus hijos y ante la posteridad lejana. Pero cuando conoció así la gloria más apoteósica antes de haber muerto como pocos hombres la han conocido, Grau no se cegó ni se embriagó. Más allá de la vanidad y de la ilusión, diríase resignado a los secretos y mandatos del destino, lejos de todo gesto pasajero, de toda preocupación superficial. Ni los sueños ni las veleidades de los débiles turbaron su tranquilidad taciturna. Tampoco el frenesí de los violentos, ni las angustias de los sórdidos. No corrió por egoísta impulso para cautivar a la gloria; ni, cuando ella vino, se cohibió ante ella. Nada había de inaccesible o de afectado en este paladín que acumuló hazañas con la bonachona sencillez de padre de familia que exhala en los retratos su curtido ros­tro de patillas negras.

Al regresar a su patria después de ha­cer lo increíble frente a los homenajes estentóreos y a los elogios retóricos exclamó: “Yo no soy sino un pobre marino que trata de servir a su patria”. Y en otra ocasión en el ban­quete que le fue ofrecido en el Club Nacional dijo en un brindis: “Todo lo que puedo ofrecer en retribución de estas manifestaciones abrumadoras es que si el Huáscar no regresa triunfante al Callao tampoco yo regresaré”.

En un autógrafo publicado en Buenos Aires en la colec­ción de Lagomaggiore, un año antes de la guerra, había él elogiado el aporte que dentro de la civilización humana repre­senta la marina y había propuesto que cuando la autonomía y las instituciones de nuestras Repúblicas fueran amenazadas quedasen unificadas todas las fuerzas navales de ellas bajo el mismo pabellón concluyendo con estas palabras que resultaron irónicas: “A la presente generación toca preparar el camino de la preponderancia americana”. Su deber fue, de pronto, matar y destruir; pero al cumplirlo supo tener una nobleza de caballero antiguo. Y así, contra las duras exigencias de la guerra y contra las recias pasiones del momento envió con una carta admirable a doña Carmela Carvajal de Prat las reliquias dejadas por su esposo, contendor suyo; sal­vó a los chilenos náufragos de la Esmeralda y perdonó al Matías Cousiño, evitó la destrucción de las poblaciones inermes; desdeñó la lucha con barcos inferiores.

Sobre la sangre puso luz. Se hizo grandemente temible sin cometer un solo acto ilegal o cruel. Sus victorias resultaron buenas acciones. Sig­nificando él tanto para el adversario, éste no lo pudo odiar. En pleno delirio patriótico, poco después de la muerte de Prat y antes de Angamos, pudo Vicuña Mackenna llamarle en San­tiago hombre formado por sí mismo, cuyos grados habían sido ganados mandando buques, cuyo nombre estaba lleno de probidad y juicio, para luego decir que era brillante pilo­to, hombre de valor, navegante eximio, hidalgo corazón; y para recordar, por último, que, aún careciendo de fortuna, viajó a Chile en 1878 a llevarse los restos de su padre fallecido en Valparaíso.

Por todo ello, resulta Grau, tan excepcional: precisamen­te por haber estado formado nada más y nada menos que por las mejores y más simples virtudes que pueden pedirse a un varón cabal. Cuéntase entre ellas, por cierto, el amor a su tierra que es ingénito en todo ser bien nacido. Igualmente, el espíritu cívico del buen ciudadano. Asimismo, la abnega­ción del verdadero patriota que no sólo cumple su deber si­no que por él se inmola cuando es necesario. Al lado de ella tuvo la modestia que, en la gente de bien, no está reñida con la altiva dignidad. Y por otra parte, encarna el dominio o maestría que todo profesional aspira a obtener en su oficio o vocación. Enlaza así las más altas cualidades castrenses, con las mejores virtudes de la vida civil. Honrado en el ca­marote y en la torre de comando, lo es también en el salón y en el hogar. Es buen marino y, asimismo, buen esposo. Carece de los vicios hispanoamericanos de la improvisación, el desorden, la exageración, la sensualidad, la mezquindad y de aquel otro que Bolívar señaló cuando dijo que el talento sin probidad es azote de América.

Con él en nuestra historia, tan llena de abismos y a la vez bordeada de cumbres, renace la estirpe de los hombres que hizo posible el dominio del suelo duro y áspero, la creación de un Perú legendario y la gran aventura de la Independencia del continente; la raza que justifica nuestra existencia como pueblo libre; la gente que nos dio temprano un sitio de ho­nor en el mundo y que a veces −esperamos que equivocada­mente− suele parecer extinguida o puesta de lado por la ca­terva vociferante y audaz de los enanos, por la desmoraliza­ción de los débiles y por el aprovecharse de los malos. Por eso, Grau expresa las potencialidades que, a pesar de todo, hay en nuestras gentes; nos da un incorruptible tesoro espi­ritual: hierro de heroísmo, plata de aptitud, oro de bondad. Y, como todos los grandes de esta América para la que la Historia es sólo prólogo, puede ser llamado Adelantado, Funda­dor, Padre.

 

Fuente:

Basadre, Jorge. 1968-70. Historia de la República del Perú. 6ta. ed. Tomo VIII. Lima: Editorial Universitaria.