La última queja de Grau: ¡Estas son las órdenes que dan!

El historiador y marino Fernando Romero Pintado destaca en un brillante ensayo incluido en el homenaje editorial que la Marina de Guerra rindió a Grau las condiciones en las que el héroe de Angamos tuvo que librar su lucha por la dignidad del Perú.

Incontenible, trágica, se presentó en 1879 la guerra con la vecina República de Chile. Para entender sus resultados es preciso recordar el estado financiero en que se encontraba el Perú. Habíamos entrado al papel moneda. Y como consecuencia de ello bajó el tipo de cambio. Que resultó un fracaso el proyectado estanco del salitre en el que se fundaban esperanzas de mejoría nacional. Que las emisiones de billetes fiscales se sucedían unas a otras. Que Dreyfus había presentado un reclamo desprestigiando hasta último grado nuestro crédito.

En resumen, que nos azotaban la bancarrota, los déficits presupuestales, el papel moneda y las crecidas deudas interna y externa. Sin embargo, había optimismo respecto al resultado de la guerra, optimismo que se basaba, sobre todo, en la pretendida potencia de nuestra Marina de Guerra. Esto era una equivocación de las muchas con que entramos a la contienda.

En efecto, la Escuadra chilena aventajaba a la peruana en tonelaje total, en número de naves y cañones a flote, en calidad y cantidad de transportes, en desplazamiento máximo de unidades, en espesor de blindaje, en flota mercante, en edad de las naves, en modernidad de elementos. Sólo teníamos a nuestro favor la mayor velocidad de tres buques peruanos y la mejor preparación profesional de nuestros jefes y oficiales.

La última ventaja se anulaba con la pésima calidad de los tripulantes nacionales, reclutas enganchados para la campaña, inexpertos, sin haber sido nunca entrenados. Todavía resultábamos en peor situación si consideramos que las naves habían sido construidas para una guerra con el Perú, y eran homogéneas en mayor grado que las nuestras. Que la Marina chilena, no obstante, lo exiguo del presupuesto de su Nación, fue atendida con regularidad por su gobierno y, por último, que mientras la escuadra enemiga estuvo lista para actuar desde antes de la declaratoria de guerra, la «Independencia» tenía sus calderas en tierra; el «Huáscar» estaba desarmado, las calderas de la «Unión«, «Atahualpa» y «Manco Cápac» se encontraban en mal estado y el «Chalaco«, la «Oroya» y la «Limeña» necesitaban reparación. Un hecho concreto demuestra bien la situación de la Escuadra peruana al iniciarse las hostilidades: en el primer encuentro de la campaña naval, los estopines (cargas de artillería) de la «Unión» fallaron y hubo que utilizar fósforos. Los tubos de las calderas reventaron por docenas. Entró agua a las hornillas. De las 25 libras de presión que normalmente debía levantar el vapor, sólo podía alcanzarse 16. Pero el pueblo había pedido que los buques salieran a campaña. Y salieron.

En las juntas de los primeros días de mayo (las que al principio fueron muy extrañas, pues asistían a ellas civiles sin cargo oficial y periodistas) hubo quien expresó la opinión de que el «Huáscar» solo podía batirse con cualquier nave enemiga. El Capitán de Navío Miguel Grau, Néstor en el consejo y Aquiles en la lid, dijo la verdad, según refiere Paz Soldán:

«El Comandante Grau manifestó la necesidad de demorar la expedición al sur para que se hiciera, cuando menos, ligeros ejercicios de cañón y maniobra. Dijo que la fragata Independencia, con motivo de los trabajos que se hacían en ella, no había hecho ningún ejercicio de cañón y que la marinería apenas conocía sus principales obligaciones, por ser de reciente formación, que el «Huáscar«, aunque era el buque más expedito de la Escuadra, estaba muy lejos de poseer la disciplina y práctica indispensables para el caso de un combate, que era peligroso ensayarse con el enemigo en tales circunstancias. Como uno de los concurrentes hablara del gran poder del «Huáscar«, el Comandante Grau replicó:

«Señores, es preciso que no nos formemos ilusiones. El «Huáscar» es, sin duda, un buque muy fuerte pero nunca podrá contrarrestar a uno solo de los blindados chilenos, pues mientras aquel tiene una coraza de cuatro pulgadas y media y dos cañones de 300 libras, estos tienen una coraza uniforme de nueve pulgadas y seis cañones de 250 libras, a lo cual hay que agregar que por el momento no tiene el monitor balas aceradas (únicas capaces de perforar un blindaje) ni marinería siquiera medianamente expedita, en cambio de lo bien provistos que se hallan los buques enemigos, así de pertrechos como de la gente apropiada para el caso; no siendo de poca importancia la ventaja en estos de tener doble hélice, lo que les permite ejecutar sus movimientos sin perder su posición y con suma rapidez». «A pesar de todo (agregó) el Huáscar, si llegase el caso, cumpliría con su deber, aun cuando tuviera la seguridad de su sacrificio».

Después de esta junta hubo otras. Planteado el peligro de perder la Plaza de Arica y con ella el Ejército de Operaciones que dependía del mar, el Comandante Grau varió su opinión en el consejo del 13 de mayo. Esa noche habló de la necesidad de salir a aquel puerto con la mayor premura, sin esperar que se montaran en los fuertes los cañones de a 30o que el Comandante Aurelio García García opinaba que se colocaran antes de llevar la Escuadra. Pensaba el futuro héroe de Angamos que los ejercicios de entrenamiento del personal podrían realizarse después de efectuar el viaje a Arica. Aprobado el plan, la Escuadra fue preparada. El Capitán de Navío don Miguel Grau había sido nombrado Comandante de la Primera División, formada por los acorazados. Es decir, se encargaba a su pericia y experiencia lo más valioso de la Armada. Se le sabía resuelto, de un valor ciego, profundamente conocedor de los buques, puertos y marinos, enemigos y propios. Era un hecho indiscutible que, además, tenía habilidad, era enérgico y nunca perdía la calma. El 16 de mayo de 1879, colocadas en su sitio las calderas de la «Independencia«, salieron del Callao esa nave, el Huáscar, Manco Cápac, Atahualpa y los transportes Limeña, Oroya y Chalaco, conduciendo a Arica al Presidente de la República y tropa. El convoy sólo llegó intacto hasta la Isla San Lorenzo.

Los monitores pequeños se regresaron de allí al fondeadero por su mal estado y lento andar. Los restantes alcanzaron sus respectivos destinos el día 20. Entonces comenzó la campaña loca del monitor, condenado de antemano a pronta pérdida por las empresas arriesgadísimas a que se le enviaba, sin tener en cuenta la superioridad naval enemiga, sin atender las solicitaciones de su comandante (quien pedía se le dejara entrenar a su dotación), confiando sólo en la suerte y la idoneidad del Capitán de Navío Grau. Así comenzó a parecer, «más que una nave, un ser viviente con vuelo de águila, vista de lince y astucia de zorro. Merced al Huáscar, el mundo, que sigue la causa de los vencedores, olvidaba nuestros desastres y nos quemaba incienso«.

El 21 de mayo trabó el buque su primer combate de esta guerra. Ese día entró el «Huáscar» a Iquique y cañoneose dos horas con la Esmeralda infructuosamente porque sus proyectiles no alcanzaban el blanco, debido a la pésima calidad de los artilleros. Entonces, con esa sangre fría y aplomo tan suyos, con esa maestría para ejecutar operaciones de guerra que siempre demostró el Comandante Grau, se fue sobre la corbeta con el espolón embistiéndola tres veces.

«Los tres asaltos (dice el Coronel Ekdhal) fueron ejecutados con harta destreza y después de cada choque hizo retroceder a su buque con admirable prontitud«.

«La Esmeralda«, luego de batirse valientemente, se hundió partida en dos, mientras en la cubierta del monitor quedaba tendido el cuerpo del Comandante «Arturo Prat«, compañero del vencedor en el combate de Abtao.

«Señor Carbajal (ordenó el Comandante) tenga cuidado con el cuerpo de ese jefe». Luego, corno en la psicología de Don Miguel Grau predominó siempre el afecto sobre la idea, sin acordarse del principio básico que enseña «actuar en la guerra como en la guerra«, dejó que mandara su sentido humanitario y arrió los botes para salvar a los náufragos de la corbeta.

Fernando Romero Pintado: Uno de los mejores trazos biográficos del peruano del milenio.

Hay quien, con espíritu práctico, ha criticado la magnanimidad que tuvieron con sus enemigos el Comandante Grau y los demás marinos peruanos durante la Guerra del Pacífico. Se ha dicho que tal sentimiento privó al Perú de legítimos triunfos. Es cierto. Sin embargo, pensemos que, si el Comandante Grau hubiera «explotado con dureza las magníficas oportunidades que se le presentaron», sería más grande como militar pero más pequeño como hombre. Y es el calibre de este el que hay que buscar siempre en los humanos cubiertos por cualquier ropaje. Siendo crueles, fusilando náufragos como la Covadonga en Punta Gruesa, pudimos arrastrar a la muerte en nuestra caída a miles de enemigos. Pero no hubiéramos ganado la guerra que de antemano estaba perdida. Habiendo sido, en cambio, como fuimos, magnánimos, hemos resultado más nobles en nuestra derrota que el enemigo en su victoria. Y bien puede cambiarse por las vidas, que dejamos de sacrificar, el grito de Uribe, salvado de las aguas por los peruanos, al pisar la cubierta del Huáscar:  ¡Viva el Perú generoso!. O los términos de la carta de la viuda de Prat al héroe, al agradecerle a este el pésame y el envío de las prendas personales de aquel que, con nobleza altísima, recogió el Comandante Grau de la cubierta de su buque.

Perdimos la guerra por nuestra inmoralidad administrativa, por nuestra petulante falta de previsión. Pero, ya se ha dicho, de ello nos redimen los gestos heroicos de nuestros hombres de mar y soldados. También hay honor en merecer los elogios del enemigo. El gran marino peruano los recogió en la gloria. El día de la catástrofe de Angamos, Benjamín Vicuña Mackena escribió lo siguiente:

«Hubiéramos querido, ciertamente, tener al Huáscar, y no ha sido otra la ambición patriótica de nuestras almas durante seis meses. Pero habríamos querido tenerlo con su bizarro jefe. Así como ha sido, nuestra victoria paréceme incompleta o más bien mutilada. Y el ufano monitor vencido, entrando a las aguas; de Mejillones sin el alma y sin el brazo que lo condujera al asalto, remolcado precisamente por el buque a cuya tripulación diera plazo magnánimo para salvarse hace tres meses, paréceme una sepultura encerrada dentro de glorioso trofeo». Bulnes, por su parte, se expresó así:

«Todo elogio que se haga del caballeroso marino está justificado. Sirvió a su patria con valor, con destreza y con humanidad. Imprimió a sus acciones una nota caballeresca. Cumplía su deber sin arrogancia. Jamás se encuentra bajo su pluma una injuria ni su buque ahondó inútilmente los males de la guerra. Pudo destruir poblaciones inermes y no lo hizo. Dio pruebas de una actitud inteligente en la campaña y mucha serenidad en el peligro. Alma elevada, templada en la fragua del deber, Grau enalteció el nombre de su país y envolvió en un marco de grandeza el fin del poder naval del Perú«.

Terminado el combate de Iquique el Huáscar siguió al sur. Iba solo porque habíamos perdido la Independencia, la mejor nave de la Armada, el mismo día que hundimos la Esmeralda. Como lo prometió pocos días después el Comandante More, que lo fue de la malograda fragata, pagó con su vida en Arica el desastre de su nave. En su correría el Comandante Grau apresó tres transportes salvando la vida a sus tripulantes.

Entró a Pabellón de Pica, Mejillones (de Bolivia), Cobija, Tocopilla y Patillos. Destruyó elementos de movilidad, tomó presas rompió el cable de Antofagasta, atemorizó al enemigo, suspendiendo el ataque «por consideración a no lastimar intereses neutrales y gente indefensa». En su regreso al norte burló con hábil maniobra la persecución del Cochrane, Blanco y Magallanes. Y al principio de junio llegó al Callao, donde fue enviado a hacer ligeras reparaciones a su nave.

Teniendo en cuenta la facilidad con que los limeños nos entusiasmamos, y lo dados que somos a festejar y ensalzar a las personas de valía, puede imaginarse las manifestaciones de afecto de que el Comandante Grau sería objeto en el Callao y Lima al regresar de su primera correría, y el incienso que le quemaron durante el mes que el «Huáscar» permaneció en el puerto. Pero su firme cabeza no era propensa a ningún mareo, ni aún el de la gloria. Consagrado a su hogar, su esposa y sus hijos, a quienes ahora quería más, con el presentimiento de un epílogo que no podía tardar, siguió sencillo, sereno y humilde. Contestando los brindis que se hicieron en uno de los muchos banquetes dados en su honor, dijo una vez: Todo lo que puedo ofrecer en retribución de estas manifestaciones abrumadoras es que si el «Huáscar no regresa triunfante al Callao tampoco yo regresaré«.

Reparado a medias, salió el Huáscar y del 18 al 25 de julio hizo su segunda excursión. Entró a Antofagasta, Chañaral, Caldera, Huasco, Carrizal Bajo, Pan de Azúcar e Iquique, batiéndose en ese puerto con el Cochrane, Abtao y Magallanes. Como en la ocasión anterior, destruyo lanchas y medios de movilidad y apresó transportes. Entre ellos el Rímac, tomado en compañía de la Unión, espléndido vapor que llevaba a bordo víveres, carbón, armas, pertrechos, animales y 258 hombres de tropa del «Carabineros de Yungay«. Por el valor material y moral de la presa, esta captura tuvo enorme resonancia. Ella ponía en ridículo al alto comando y la marina enemiga, la última tan superior en fuerza a la nuestra, pero incapaz de contener las audacias de los marinos peruanos. En Chile el gabinete fue interpelado y cayó. El Capitán de Navío Riveros reemplazó al Almirante Revolledo en el mando de la escuadra enemiga. El mes de agosto el Comandante Grau reinició sus excursiones a las costas chilenas. El día 1° salió con el Rímac, capeó dos temporales haciendo carbón en la mar durante uno de ellos y continuó viaje solo. Visitó Caldera, Taltal, Cobija, Tocopilla, Blanco Encalada y Cobre. Dos veces combatió en Antofagasta. La primera cuando los torpedos Lay que lanzó contra los buques chilenos casi hunden su propia nave. La segunda, cuando se batió contra el Magallanes, Abtao, Limarí y los fuertes de tierra, disparando, según dice un chileno, «con segura intención de dañar sólo los buques que le hacían fuego». Destruyó lanchas, atemorizó al enemigo y huyó con habilidad de fuerzas superiores.

Desde el comienzo de la guerra Arica fue el centro avanzado de operaciones del Perú. Puerto magnífico, cómodo y abrigado, ofrecía los recursos naturales de los valles de Lluta y Azapa, a más de los de Tacna, a cualquier ejército situado en las cercanías. Además, siendo la rada más cercana a la capital de Bolivia, sirvió automáticamente de lazo estratégico de unión entre los aliados, llegando a ser la arteria aorta del organismo peruano-boliviano.

Cuando comprendiese tardíamente en Lima que la guerra era inevitable, el gobierno mandó a Arica ciertos elementos de combate que permitieron organizarla como base naval del sur. El Prefecto Zapata fue encargado de los trabajos militares en el mes de febrero. Pero a mediados de abril llegó al puerto el Contralmirante Lizardo Montero, nombrado jefe de la plaza, que debía hacerse cargo de las faenas por realizar. Como conforme transcurría el tiempo afluían soldados y elementos a Arica, el antiguo y rico puerto comercial habíase transformado rápidamente en plaza guerrera. Así lo advertía el Capitán de Navío Grau, quien llegaba al puerto el 31 de agosto de 1879, a las 17.00 horas, conduciendo el bravío Huáscar, siempre dócil a su voz.

¡Arica! … Quizás la clara inteligencia del héroe intuiría desde entonces en lo que iba a terminar el hermoso puerto. Las baterías del norte y el este enseñaban las bocas de sus cañones viejos y expectantes. En el Morro ondeaba el pabellón peruano. Veíase chato y macizo todavía porque sólo más tarde habría de elevarse a alturas inmateriales para que en él subieran a la gloria el anciano Bolognesi y los heroicos defensores de «el último cartucho».

El Manco Cápac, llegado el día 7 de ese mes al mando del Capitán de Navío Camilo Carrillo, estaba fondeado al norte del puerto, preparándose para abrir sus válvulas de inundación nueve meses más tarde, después de batirse como fiera acorralada. Entre los fuertes y la población discurrían los soldados. Cholos heroicos vestidos con uniformes de loneta blanca que no podían cambiar porque sólo poseían el que, sucio y rotoso, cubría sus cuerpos. Zambos que guardaban su munición en los bolsillos y entre la manta pues no tenían cartucheras. Indios foráneos calzados con ojotas, con potos prendidos al cinturón, porque tampoco había zapatos y cantimploras.

Pero ese día, no obstante, tanta miseria, la ciudad estaba en fiesta patriótica. Esperaba al marino epónimo para abrazarlo y bendecirlo. Así era siempre que él llegaba al puerto; la población deliraba de gozo para resarcirse de las horas angustiosas que pasaba en su ausencia, pensando, con trágica intuición, que un día cualquiera se le negaría a aguardar en vano. Además, el 31 de agosto que estamos tratando, hubo una razón más para felicitar al ídolo: el Congreso de la Nación, haciéndole justicia, lo había ascendido a Contralmirante.

Durante los días que siguen al del desembarco, el flamante Contralmirante se niega a colocar las presillas de su grado porque considera que todavía no las merece. Pero continúa recibiendo felicitaciones, valiosísimas espadas, joyas, medallas y demás ofrendas que le envían los pueblos del Perú y Bolivia. Nada de ello lo perturba. Su infinita modestia puede aquilatarse leyendo la misiva que dirigió a su esposa el 1° de setiembre, en medio del bullicio y las fiestas en su honor. En ella se concreta a manifestarle su tierno amor, a hacerle recomendaciones y encargos familiares y a recordar a los niños. Apenas si dice que tiene muchas cartas de felicitación que contestar.

Y así era en efecto. Le llegan epístolas de admiradores de tierras extrañas, lo alaban los diarios europeos en las reseñas de la campaña, los marinos argentinos le dirigen sincero mensaje (…los héroes del mar son tan escasos como las guerras marítimas. Parecía que, con los Nelson, Gravina, los Brown se había cerrado el glorioso catálogo…). Pero él sigue humilde. Ni siquiera, lo turba la torpe e insidiosa alabanza de quienes le susurran que será el próximo presidente del Perú. Jamás pensó en la banda como último entorchado. Habíase reservado para más alto destino.

Sobre los honores, le interesaba el éxito de su misión. Por eso pidió le permitieran limpiar los fondos del Huáscar. Por eso, también, Montero pudo referir más tarde que al quedarse solos el Contralmirante Grau y él, uno de esos apoteósicos días de Arica, después de recibir un valioso presente, aquel exclamó:

Sí, todo esto está muy bien. Pero ¿cuándo llegan las granadas Palliser para mi buque…?. No habrían de llegar. Tampoco los cuatro meses de sueldo y las prendas de vestuario que se adeudaban a la guarnición del monitor…

 

El camarote del Miguel Grau en la de guerra del guano y del salitre

 

El héroe comprendía que escalando la gloria marchaba a la muerte. Que la situación no podía seguir indefinidamente igual. Conocía las medidas adoptadas en Chile para terminar con el monitor. Sin embargo, no flaqueó un momento. Desatendido en su solicitud de meter el buque a dique, se preparó para salir de Arica por última vez con estoica resignación. «Sé que llevo al Huáscar al sacrificio», dijo. Pero se hizo a la mar. Antes escribió a los suyos, envió los objetos de valor que tenía a bordo y recibió los sacramentos. Bien comprendía que se iba a entregar en holocausto. Pero, como los semidioses griegos, afrontaba valerosamente su inexorable destino.

Partió el 1° de octubre con la Unión. Entró a Sarco. Llegó cerca de Valparaíso y regresó a Coquimbo. El 6 tuvo el Huáscar una descompostura en la máquina. Otra el 7. A las 00:00 hs. del 8 llegó a Antofagasta. Calma chicha peligrosa del mar; nadie sabía dónde se encontraban las fuerzas enemigas. Era que se estaba cerrando un anillo de hierro en torno al monitor. Al amanecer del día antedicho el Contralmirante se encontró ante el semicírculo de muerte del sur: Blanco Encalada, Covadonga y Matías Cousiño.

Navegaban tratando de interponerse entre la tierra y la división para echar a los nuestros al oeste. Lo lograron. Siguieron tras ellos perezosamente, saboreando ya el triunfo. A las 7:15 hs. apareció el semicírculo oriental a los ojos peruanos: Cochrane, O’Higgins y Loa. Comprendió todo lo que iba a pasar. Entonces exclamó:

«Estas son las órdenes que dan… «.

Fue el único reproche que pronunciaron sus labios en el transcurso de esos seis meses de ciega obediencia al más absurdo de los planes de guerra naval. Ordenó a la Unión que se retirara, salvando así esa nave para que pudiera realizar más tarde su espléndida ruptura del bloqueo de Arica. Luego se preparó a morir tan virilmente como había vivido.

 

Arte y diseño: Hilda Casaretto Sánchez de Matallana