El combate de Angamos narrado por un historiador Chileno

 

El «Blanco Encalada” y el «Cochrane» arremetiendo contra el «Huáscar» en el episodio final del combate de Punta Angamos

 

Gonzalo Bulnes Pinto publicó en 1911 «Guerra del Pacífico: de Antofagasta a Tarapacá», la primera entrega de una obra monumental de 2,100 páginas y tres tomos que propone un punto de vista bastante menos mezquino que el de algunos de sus colegas historiadores (Vicuña Mackenna, Barros Arana, por citar dos ejemplos).

Grau entró en la noche del 7 de octubre a la bahía de Antofagasta, dejando a la “Unión” fuera del puerto, en observación, mientras él reconocía los buques fondeados en la rada, con la esperanza de encontrar alguno de los nuestros y aplicarle torpedos. Permaneció cerca de dos horas y después continuó al norte con la “Unión”.

A poco andar los vigías dieron simultáneamente la alarma en los dos campos. Los centinelas de Riveros avisaron que se percibían dos humos, y lo mismo dijeron los de las naves peruanas. En el primer momento Grau creyó que pudieran ser transportes y se acercó a reconocerlos, pero al ver que fijaban el derrotero en su dirección sospechó la realidad y se alejó.

Eran entre las 3 y 4 de la mañana. A cada momento se afianzaba en ambos campos la convicción de que los buques eran enemigos. Los albores del amanecer disiparon toda duda. Riveros vio que las naves que corrían delante de él tenían las características que le había comunicado el día anterior el ministro Sotomayor: el “Huáscar” pintado de plomo, color de mar, sin falcas, con sus cofas blindadas, apenas perceptible sobre la línea de agua; la “Unión” del mismo color, envuelta en cadenas a manera de blindaje, y con sus cofas también blindadas. No había duda, eran ellos, los buques que habían recorrido impunemente nuestras costas mientras la escuadra chilena estaba enclavada delante de Iquique, o con sus calderas obs­truidas. Un ¡hurra! resonó a bordo de nuestras naves y la persecución se inició.

Toda duda había desaparecido también para Grau, pero confiaba en el andar del Huáscar y en su for­tuna, que tantas veces le había pro­porcionado el medio de escapar en lances iguales. Pudo creer que éste sería uno más: un laurel más en la ruidosa celebridad de su carrera.

García y García, Comandante de la Unión, que tenía plena con­fianza de escapar a cualquiera per­secución, pues su buque andaba trece millas por hora, maniobraba para colocarse como cebo delante de Riveros y desviar así la atención del Huáscar que, momento a momento, se alejaba de nuestro blindado.

Esta situación se mantuvo hasta las 7.30 a.m., hora en que los vigías peruanos gritaron que se veían, al norte, uno, dos, tres humos que se aproximaban en veloz carrera a la playa, en dirección vertical al rumbo que ellos llevaban. Era Latorre, el audaz y formidable jefe que se presentaba en la hora de la esperanza para Grau como la sombra del desastre.

Latorre había permanecido esa noche en crucero frente a Meji­llones ocupando el centro de su línea; la “O’Higgins” y el “Loa” sus alas. La distancia inicial de ella era a 20 kilómetros, menos que más, de la costa. El que dio aviso que se divisaban humos al sur fue el “Loa”. Cuando se vieron ya claramente los buques enemi­gos, Latorre ordenó por señales a Montt y a Molinas que salieran en persecución de la “Unión”, la “in­fiel consorte” del “Huáscar”, como la llama Vicuña Mackenna, la que manifiestamente se apartaba de él con rumbo al norte, con un an­dar de 13 y hasta de 14 millas por hora. Mientras tanto él, Latorre, enfrente ya del enemigo que había tenido tan cerca en Iquique, corría valientemente con rumbo fijo a la costa a cortarle el paso. El “Huás­car” navegaba en esa dirección con todo el poder de su máquina.

Grau se había metido teme­rariamente en el peligro. Es pro­bable que en el primer momento no se diera cuenta de su gravedad creyendo que sólo tenía delante de sí  al “Blanco” cuyo andar era de 8 a 9 millas por hora, es decir una y media a dos menos que el “Huáscar”. Si hubiese comprendido que en el camino de su derrotero al norte lo aguardaba el “Cochrane”, antes de ser visto por este habría podido burlar la persecución poniendo su proa mar afuera hasta dejar el “Blanco” perdido de vista y llegar por cuarta o quinta vez en triunfal carrera a Arica, y aun ahora mismo cuando ya sus vigías le anunciaron tres humos a la vista, todavía le era posible inclinarse al oeste, separado como estaba del “Cochrane” por una distancia no menor de 8,000 metros que a este no era fácil suprimir desde que el andar de ambos no tenía una dife­rencia mayor de V2 a % de milla por hora. Lanzado ya en la fatal y vertiginosa carrera pegado a la costa, el momento de huir había pasado, pero en cambio le que­daba una operación digna de alto renombre: embestir al “Cochra­ne” con el espolón para disminuir la desequivalencia del material, pues si ese elemento de combate no igualaba los buques, en cierto modo los equilibraba, y le propor­cionaba, en último caso, el pres­tigio de una hazaña que habría dado un día de gloria a la marina del Perú.

Grau no intentó ese grande y salvador recurso, sino que fiado en su excelente máquina seguía deslizándose como una sombra por la línea de la costa, cuando el “Cochrane” le salía de atravieso para cruzar el camino. Acortada la distancia a 3,000 metros el “Huáscar” rompió los fuegos, con sus piezas de a 300, con excelentes punterías. La primera andanada de Latorre pasó por encima de la chimenea del “Cochrane” sin tocarlo; un cañonazo de la segunda dio en el pescante de proa que sirve para levantar el ancla, el que en términos marineros se llama “pescante del pescador”. El tercero rasmilló el blindaje de la batería produciendo una gran conmoción en la nave. La máquina despidió un chorro de vapor, y Latorre, que hasta ese momento permanecía en el puente sin hacer caso de los disparos, ordenando acortar la distancia, y no contestar para no perder tiempo, creyó que ese cañonazo le había destrozado la máquina, y que necesitaba apurarse y disparar antes que el enemigo le ganase mayor espacio. Por este temor cambió de táctica y rompió los fuegos. Eran las 9:40 a.m.; la distancia 2,000 a 2,200 metros.

Según las versiones peruanas el primer cañonazo de los diestros artilleros chilenos dio en la torre de combate destrozando a 12 hombres. El segundo cortó el guardín o cadena que da dirección al timón dejando el buque sin gobierno durante un momento, mientras el personal arreglaba la rueda de repuesto que había cerca o en la cámara del Comandante; el tercero o cuarto disparo dio en la torre de mando pulverizando a Grau y matando por efecto de la conmoción a su ayudante don Diego Ferré que estaba en un compartimento bajo desde donde aquel le transmitía sus órdenes al través de una reja de madera situada a sus pies. El efecto del proyectil en el cuerpo de Grau fue espantoso. Literalmente voló hecho pedazos no quedando en aquel sitio del infortunado y glorioso marino sino un pie, y los dientes incrustados en el forro de madera de ese compartimento. Ese disparo y otro más que recibió la torre de mando destrozaron el telégrafo de la máquina, y la rueda de gobierno de la embarcación. Si pudiera aceptarse que un artillero diestro pone el proyectil donde quiere, diríase que esta vez los del “Cochrane” estaban destruyendo metódicamente los elementos directivos del enemigo; el Comandante, los telégrafos, la rueda de combate, los guardines del timón, sin herir el buque en su parte vital, dejándole intactos sus organismos fundamentales. Esta era la situación del “Huáscar” media hora después de empeñada la lucha.

Sus tiros habían perdido la seguridad de los primeros momentos. Se dijo entonces que los artilleros ingleses se desconcertaron al ver la seguridad con que Latorre soportó sus disparos sin responder, al principio de la acción. Bien puede haber influido esa circunstancia ya que la victoria en realidad no es otra cosa que dominar la moral del adversario, y también que esos artilleros hubieran sufrido los terribles efectos de las granadas Palliser y Shrapnell que sembraban la muerte en el monitor. Sea una u otra la causa es lo cierto que los tiros peruanos eran menos certeros ahora que se había acortado la distancia.

La destrucción de los aparatos de gobierno privó de dirección al barco enemigo. El “Huáscar” tenía una pequeña torcedura en el espolón, que inclinaba su rumbo a la derecha, cuando los aparatos directivos no desarrollaban toda su eficacia. No sabría asegurar si era un defecto orgánico de construcción o desperfecto causado por sus operaciones navales antes de la campaña actual o en ella.

La situación del “Huáscar” era esa después de la destrucción de su rueda de gobierno, de los guardines del timón y de los telégrafos de la máquina. Había perdido la dirección y estaba sujeto a ese defecto que lo arrastraba a la derecha. Viéndolo girar en esa forma Latorre interpretó el movimiento como si fuera para vararse o agredir con el espolón, y, acto continuo, con la resuelta entereza propia de este eminente jefe, le arremetió valientemente para herirlo en la misma forma, pero erró el golpe y el monitor pasó a menos de doscientos metros de su quilla presentándole como blanco la aleta sobre la cual disparó por banda el “Cochrane”, haciéndole un terrible efecto con sus granadas. El “Huáscar”, que ya había conseguido restablecer su gobierno, puso proa al norte seguido de cerca por su implacable contrario.

Cuando ocurría esto, el combate duraba cerca de una hora. La tripulación estaba desmoralizada. Dos marineros subieron a cubierta y arriaron el estandarte que flameaba en el pico de mesana. Latorre gritó a sus artilleros: suspender los fuegos. Pero casi instantáneamente, con diferencia de minuto y medio a dos minutos, se vio salir de la torre de combate un oficial e izar con sus manos la insignia que se acababa de bajar. Entre los oficiales que cayeron prisioneros uno fue el teniente don Enrique Palacios, y la tripulación del “Cochrane” creyó reconocer en él al que había levantado la bandera, lo que hizo que la oficialidad chilena honrase especialmente a ese valeroso joven que tenía 19 heridas cuando el “Huáscar” se rindió definitivamente. Se le dio el camarote del segundo Comandante del “Cochrane” y se le rodeó de consideraciones.

No es extraño que tal cosa sucediera a bordo del “Huáscar” porque la muerte se había cebado en las cabezas y propiamente la tripulación carecía de jefes. Después de la muerte de Grau correspondió el mando al capitán don Elias Aguirre, quien, no pudiendo ocupar la torre de mando por estar destrozada, se trasladó a la de combate desde donde dirigía la maniobra. Allí lo alcanzó un proyectil que lo hizo pedazos. Tomó el puesto vacante el oficial de más graduación, el capitán don Melitón Carvajal y un casco de granada lo hirió gravemente y fue conducido a la enfermería. A Carvajal sucedió el teniente don Pedro Gárezon. Es imposible que una tripulación mezclada como era la del “Huáscar”, en que el 15 por ciento a lo menos se componía de extranjeros, tuviese esa unidad granítica que se traduce en el heroísmo por el deber y en el sacrificio por la patria.

El “Huáscar” que seguía corriendo con rumbo al norte cañoneado por el “Cochrane”, volvió a repetir ese movimiento semi-giratorio, que había estado a punto de producir un encuentro al espolón un momento antes. Latorre, atribuyéndole al mismo propósito, se preparó para embestirla como la vez anterior, pero en ese instante llegaba el “Blanco” al sitio del combate, y Riveros, ansioso de tomar parte en él, quiso efectuar por el opuesto lado el movimiento de embestida con el ariete que se preparaba a ejecutar el “Cochrane”, de tal manera que el impetuoso Comandante en Jefe se interpuso entre este y el enemigo viéndose obligados los blindados chilenos a efectuar una evolución giratoria en sentido contrario para no chocarse la que dio tiempo al “Huáscar” de alejarse, de 200 metros a que se encontraba entonces, a 1,200. Vueltos los blindados a su común derrotero, o sea a la estela del “Huáscar”, lo persiguieron de cerca, batiéndose los dos a la vez. El monitor no pudo resistir más. El “Cochrane” navegaba tan cerca de su aleta de estribor que se oían los gritos de la marinería que decían: “¡Estamos rendidos!”. Latorre les ordenó parar la máquina y obedecieron. El pabellón se arrió. Inmediatamente se echaron botes al agua. El primero fue del “Cochrane”, tripulado por algunos soldados para tomar posesión de la embarcación rendida, con ma­quinistas, médico, capellán, etc. Lo mandaba el Teniente Bianchi Tupper. Luego salió otro del mis­mo “Cochrane” mandado por el Teniente Serrano Montaner, y uno del “Blanco”, tripulado por el ma­yor de órdenes del Almirante, el Capitán Castillo y el Capitán Peña, designado por Riveros para man­dar el buque apresado.

La defensa del “Huáscar” fue valiente, y si bien la tripulación no conservó la tranquilidad y entereza que permita aplicar a su defensa un calificativo más culminante, hay que tomar en cuenta la superioridad del adversario, el efecto espantoso de las granadas de nueva invención, la gloriosa hecatombe de los comandantes, y su composición de hombres de diversas razas y nacionalidades. En realidad, el combate era desigual por la diferencia de blindaje, que el “Huáscar” no podía compensar sino con el espolón, o sacrificándose hasta acercarse tanto al enemigo que sus proyectiles lanzados de muy cerca pudieran perforar su coraza. Cuando el “Blanco” llegó a ponerse a tiro y cuando en su postrera carrera lo cañonearon, este y el “Cochrane” de cerca, toda resistencia era imposible.

Los muertos del “Huáscar” fueron tres oficiales. La tripulación se componía de 200 hombres. De estos muchos eran extranjeros, predominando en ellos los ingleses.

La víctima más ilustre del combate fue el Almirante Grau. Entre los heridos el Teniente Palacios.

Todo elogio que se haga del caballeroso marino que rindió allí la vida está justificado. Grau sirvió a su patria con valor, con destreza y con humanidad. Imprimía a sus acciones una nota caballeresca. Cumplía su deber sin arrogancia. Jamás se encuentra bajo su pluma una injuria, ni su buque ahondó inútilmente los males de la guerra. Pudo destruir poblaciones inermes y no lo hizo. Desgraciadamente habría estado justificado si lo hiciera. Dio pruebas de una actividad inteligente en la campaña y de mucha serenidad en el peligro. Alma elevada, templada en la fragua del deber, Grau señaló un rumbo de honor a la marina futura del Perú. El vencedor le rindió el homenaje que merecía.

El Comandante en Jefe de la Escuadra dice en el parte oficial de la acción:

“La muerte del Contraalmirante peruano don Miguel Grau ha sido muy sentida en esta Escuadra, cuyos jefes y oficiales hacían amplia justicia al patriotismo y valor de aquel notable marino”.

Historiador Gonzalo Bulnes Pinto

 

Fuente:

Gonzalo Bulnes Pinto, “Guerra del Pacífico: de Antofagasta a Tarapacá, 1911,págs. 484 – 495