Horror y destrucción jamás vistos

Esta es la versión viva, urgente y contemporánea de, algunos de los horrores que hubo de sufrir la sierra peruana invadida por la soldadesca que perseguía a las tropas irregulares capitaneadas por Andrés Avelino Cáceres. La crónica de estos sucesos se publicó en el diario «El Perú», de Tarma, en 1883.

Pocos días después de los horrorosos acontecimientos de Vilcabamba salió de Cerro de Paseo una partida de soldados chilenos para saquear el pueblo de Cajamarquilla. Los indios sufrieron pacientemente los cupos que les impusieron, pero al ver a sus familiares ultrajados por la brutalidad de la soldadesca, se amotinaron, matando a los bandidos que con el uniforme chileno cometían toda clase de excesos.

INCENDIO DE CAJAMARQUILLA, VIOLACIONES, MATANZA Y DESTRUCCIÓN

Dos días después se presentó en el pueblo una columna del ejército chileno enviada por Letelier para vengar la muerte de sus soldados. Los de Cajamarquilla, menos precavidos que los de Vilcabamba, no habían abandonado sus hogares, de manera que allí tuvieron los invasores más carne humana en que saciar su cólera. Los indios hicieron una resistencia desesperada cuando la vanguardia de la columna penetró en el pacífico pueblo degollando a cuantos vecinos encontraban. La lucha no fue, sin embargo, prolongada: las armas de precisión de los chilenos hicieron inútil toda resistencia.

Tres horas después se veían las calles de Cajamarquilla teñidas de sangre y 270 cadáveres mutilados mostraban hasta qué punto había llegado la crueldad de los asesinos en su sed de matanza y destrucción. En una de las casas se veían los restos de una familia entera asesinada. El padre de familia, muerto a hachazos, a puñaladas su mujer y destrozados los cráneos de cinco criaturas.

En otra casa habían sido encerradas por estos monstruos seis personas en una habitación; eran cuatro mujeres, dos niñas, (las que) después de (ser) ultrajadas, sufrieron el espantoso suplicio de la hoguera, pues incendiada la habitación todas perecieron quemadas. Los infelices que se refugiaron en la iglesia se vieron entre el incendio y las balas de los chilenos; perecieron así más de 80 personas, la mayor parte de ellas mujeres y niños.

En la noche incendiaron el resto de Cajamarquilla, viéndose desde mucha distancia las siniestras llamas de ese pueblo que el salvajismo chileno convertía en cenizas. Letelier, en el parte oficial que elevó al Estado Mayor chileno, refiriendo estos «gloriosos» acontecimientos, dice con orgullo, que hizo matar 2.000 indios de las comunidades de Vilcabamba y Cajamarquilla. No es dudoso que a esa cifra habría alcanzado el número de víctimas, si hubiesen sido tantos los que se hubieran puesto al alcance de sus asesinos, pero el guarismo, indicado con tanta satisfacción por Letelier en su parte, no llego sino a un quinto.

Cuando se lee aquel parte, escrito por uno de los jefes más cultos del ejército chileno; cuando se ve con que  con que frialdad  cuenta las ordenes atroces dadas por el; cuando relata con feroz entusiasmo las matanzas y los incendios de Vilcabarnba y Cajamarquilla, llegase a dudar si el progreso humano sirve para moderar los instintos animales del hombre; aunque se resiste uno a creer que ese documento haya sido escrito por un ser civilizado y que se hubiera dirigido al Estado Mayor de su ejército que pretende defender la bandera del pueblo más adelantado de América. Lo es en efecto pero, según aquel testimonio, no en la civilización sino en la barbarie.

Nos hemos propuesto referir con entera verdad los hechos del salvajismo realizados en Junín por los chilenos, depurándolos de toda exageración, persuadidos de que la narración descarriada, sencilla y verídica de los sucesos hace más efecto en el público que los relatos novelescos o los cuadros dramáticos destinados a producir un efecto calculado en los lectores.

INCURSIÓN CHILENA EN HUÁNUCO: SAQUEO Y TERROR

Quince días después de esos horrorosos acontecimientos, Letelier envió a Huánuco un batallón a órdenes de un comandante Barahona, para que este impusiera un cupo de 300 mil soles plata a esa población.

Viendo que había cierta lentitud en la recaudación del cupo ordenó que fuese a Huánuco otro comandante con instrucciones para emplear todos los medios del terror, con el fin de reunir la indicada suma.

Bouquet fue el designado para esta comisión, y en verdad que Letelier no podía haber escogido un teniente mejor para cumplir con puntualidad sus salvajes órdenes. Bouquet era uno de esos hombres dispuestos por la naturaleza para servir de cómplice activo en cualquier crimen y en cualquier degradación, La guerra sirvió para dar libre expansión a sus instintos brutales; por eso ascendió hasta ser el segundo de Letelier.

Ese hombre, que en cualquier pais civilizado hubiera sido huésped de un presidio, fue considerado como uno de sus jefes más dignos. Bouquet se constituyó en Huánuco y el mismo día de su llegada amenazó a la población con el incendio y saqueo si no entregaba el resto que aún faltaba para completar el cupo. Su amenaza no produjo resultado, porque era imposible conseguir la suma enorme que se le pedía.

Bouquet, al día siguiente, hizo saquear las principales casas y las incendió después, retirándose al Cerro con sus tropas y un botín apreciado en 400 mil soles plata, entre alhajas y diversas especies de valor.

CRIMENES AL INTERIOR DE TARMA

Los atentados cometidos por las tropas de Letelier en Huánuco y en vecinas poblaciones de Cerro de Paseo se repetían en los distritos de Tarma, por los soldados de Lagos. Huari, aldea de 300 habitantes en las márgenes del río de La Oroya, y Chacapalca, pueblo de más de 1000 almas fueron incendiados con el pretexto de que allí se organizaban montoneras. De este modo quedaron más de 400 familias sin hogar, en lo más rudo del invierno, en regiones donde el frío es tan intenso como en las latitudes septentrionales de Europa.

Ambrosio Letelier, de profesión teniente coronel del ejército de Chile

EL BOTÍN DE LETELIER Y LOS ROBOS DE RURANGE

Entre tanto, el comandante Letelier había agotado todos los medios del terror para conseguir que aumentara su rico botín. Había robado todas las barras que había en el Cerro; había recogido mucho dinero imponiendo cupos; y, por fin, su socio Bouquet le había entregado más de 400 mil soles plata, en alhajas y plata robadas a los vecinos de Huánuco. Más de 900 mil soles, o sea, como 150 mil libras esterlinas eran el fruto de su «valiente» expedición a Junín, donde sabía que ninguna resistencia había de encontrar. Cargado de este botín se dispuso a emprender su retirada, acaso por temor de una próxima sublevación de los pueblos.

Ya preventivamente había enviado a Lima la mayor parte de estos caudales, pero no al Estado Mayor, sino a diversas casas de comercio, como dinero suyo. Servíale de agente un francés Rurange, que en la época del gobierno de Pardo fue director de la colonia de Chanchamayo, de cuyo destino lo depuso la Junta de Inmigración por los robos escandalosos que cometía.

Este aventurero, que conocía a todos los capitalistas del Cerro, se ofreció a Letelier para servir de denunciante, presentándole listas de las personas que debían de ser cupadas, en determinadas cantidades. De este modo estableció un negocio de agio, de cuyas utilidades parece que no fue partícipe el comandante chileno. Antes de publicarse cada lista de cupos, iba Rurange donde algunos de los que figuraban en ella, y les prometía hacer disminuir la cuota que les tocaba, exagerando la cifra real del cupo ya convenido.

El cupado entregaba a Rurange una cantidad que jamás era menor que la diferencia ahorrada, se publicaban después las listas, y como veía el público que en realidad el aventurero francés había cumplido su palabra, llegó a adquirir gran crédito, de tal modo que en breve tiempo hizo una fortuna considerable en su criminal oficio. Se cuenta que este agente de los robos de Letelier fue también poco leal con él y que le sustrajo más de 100 mil soles de las economías que había reunido.

 

DESHONRA PARA CHILE 

Letelier, satisfecho del magnífico  de su expedición, quiso celebrar su improvisada fortuna, antes de emprender su retirada. Dio un espléndido banquete a sus oficiales y a la tropa. A. los postres, recordó que tenía que pagar una fuerte suma, y doliéndole gastar de sus «ahorros” tanta cantidad autorizó a Bouquet, para que al día siguiente rematase los efectos de veinte almacenes de comerciantes peruanos para atender a ese pago. Así se hizo, distribuyéndose el sobrante de los productos del remate entre los soldados, Se calcula que las pérdidas sufridas por los comerciantes fueron de más de medio millón. Así terminó la primera expedición chilena a Junín.

Los chilenos habían probado en la costa del Perú de cuanto era capaz su barbarie, pero Letelier parece que se propuso deshonrar a su país, no sólo con actos de ferocidad salvaje, sino con latrocinios increíbles, que abochornarían aun a pueblos poco escrupulosos de su dignidad y de su honor. 

SEGUNDA EXPEDICIÓN CHILENA Al. INTERIOR DE JUNÍN 

Seis meses después de la triste y vergonzosa retirada de Letelier, emprendieron los chilenos una segunda expedición a Junín con el objeto de destruir al ejército del general Cáceres y de establecer campamentos sanitarios para sus tropas, diezmadas por el cálido clima del litoral. Con este objetivo se acantonaron en el valle de Jauja. Su propio interés las obligaba a tratar con cierta consideración a los pueblos que iban a ocupar, una vez que el objeto de la expedición era simplemente buscar estaciones de convalecencia para sus soldados, conviniéndoles más estar en tranquilas relaciones con el país ocupado que en lucha abierta con sus habitantes.

El jefe expedicionario, comprendiendo esas conveniencias, se condujo al principio con moderación, y aun desplegó cierta sagacidad amortiguando algún tanto el humor bélico de los pobladores de Junín. Pero sus tenientes no se olvidaron que eran chilenos, y que, según los consejos de la prensa de su país, debían proceder como dueños absolutos de la vida y de la hacienda del vecino.

ACCIÓN DE SIERRALUMI

Un destacamento de la guarnición de Jauja fue a Comas, para recordar a sus vecinos que un enemigo implacable dominaba su suelo. Los treinta y cinco hombres del regimiento «Yungay» que allí fueron cometieron tales excesos de latrocinios que, al fin, el pueblo se sublevó, matando a treinta de aquellos, en una garganta muy estrecha por donde volvían a su campamento con un gran botín de reses, caballos y granos.

Esta fue la señal de alarma para todas las poblaciones del valle. Hasta entonces habían confiado en que sus propiedades y hogares no sufrirían, pero los «Carabineros de Yungay» acababan de demostrar lo que valía esa confianza. Los de Comas, por su parte, les probaban que con resolución no había por qué temer a los enemigos, y que si sabían aprovechar de los accidentes del terreno y había valor en el pueblo, no era empresa imposible exterminar a cuatro mil invasores con lanzas y rejones aun cuando estuvieran armados con cañones Krupp.

El comandante Canto, que debía haber procurado calmar los ánimos con medidas eficaces que aseguraran la tranquilidad perturbada de las poblaciones, consintió, al contrario, que sus tropas continuaran Cometiendo inauditos excesos en las aldeas y caseríos en la margen derecha del río de Jauja. Todos los días salían partidas de caballerías a robar ganado en Chongos y Chupaca hasta que al fin se resolvieron estos pueblos a defender su propiedad resistiendo con las armas a los chilenos.

Comprendiendo entonces el comandante Canto, pero ya tarde, cuán imprudente había sido su conducta al provocar a esas comunidades exasperando sus ánimos, y, deseando enmendar su falta, les propuso que saqueasen las haciendas vecinas, ofreciéndoles al mismo tiempo toda clase de garantías para sus propiedades y familias. Los indios no son engañados sino una vez y, así, vieron en los ofrecimientos del jefe chileno un plan encaminado a ponerlos en lucha abierta con los hacendados del valle para debilitarlos y destruirlos sin exponer sus soldados.

HOLOCUASTO EN CHUPACA

Los de Chupaca contestaron a tales proposiciones atacando un destacamento chileno enviado al pueblo a sacar reses. El comandante Canto resolvió entonces enviar contra Chupaca quinientos hombres con orden de arrasarla, pero la comunidad estaba ya preparada para defender su pueblo.

Mil quinientos campesinos armados con lanzas y algunos rifles esperaron a pie firme el ataque a los chilenos. Estos arremetieron con desdén a masas tan mal armadas como indisciplinadas, pero en breve se convencieron de que tenían que combatir contra hombres determinados a morir y a matar con desesperación. Semejante resistencia tan inesperada les infundía a los invasores cierto temor y así resolvieron esperar refuerzos de Huancayo, de donde salió una columna de trescientos hombres y dos piezas de artillería.

El comandante Gutiérrez a quien se le había encomendado el mando de las fuerzas expedicionarias contra Chupaca, una vez recibido aquel refuerzo, atacó al pueblo resuelto a destruir a las masas que se le opusieran. Los indios le salieron al encuentro en la llanura y allí hincados y apoyados en sus lanzas esperaron la acometida del regimiento «Yungay» que, al galope y sable en mano, intentaba atropellarlos.

La caballería chilena hizo alto a poca distancia, y viendo la serenidad con que los indios se mantenían en sus puestos, y haciendo inútilmente dos o tres des-cargas con sus carabinas, penetraron en fin en las filas de los campesinos, trabándose un combate singular entre soldados de línea bien armados y una muchedumbre desordenada. Se asegura que los chilenos hicieron horrible carnicería pero no sin haber sufrido bajas considerables por el furor con que pelearon los indios.

El combate se prolongó en las calles de Chupaca, donde los soldados de Gutiérrez fueron acometidos por masas compactas y así desarmadas, peleando los indios con tal resolución que hubo un momento en que retrocedieron las columnas invasoras, llenas de pánico. Al fin, la superioridad de la disciplina y de las armas venció, quedando reducido el pueblo de Chupaca a un montón de cenizas que cubrían más de trescientos cadáveres de esos valerosos vecinos.

 HEROÍSMO DE TRES JEFES PATRIOTAS, INCENDIOS Y MATANZA POR DOQUIER

Los tres jefes de la comunidad, Samaniego, Lindo y Gutarra, fueron tomados prisioneros en el atrio de su iglesia parroquial después de una lucha desesperada.

Conducidos a presencia de Canto en Huancayo, se les interrogó el porqué habían hecho armas contra los chilenos. «Porque son los enemigos del Perú», contestaron y, habiéndole propuesto el jefe chileno a Samaniego ponerlo en libertad si se comprometía a pacificar con su influencia a las comunidades que aún quedaban sublevadas al otro lado del río, rechazó el héroe de Chupaca semejante proposición corno indigna, de su valor y patriotismo. «Pues entonces serás fusilado», le dijo Canto.

«Que sea al instante, que sea al instante», repitió Samaniego, «para dar a mis compatriotas un nuevo ejemplo de la entereza con que debe despreciar la vida todo el que defiende a su país de una opresión extranjera».

Conducidos al patíbulo los tres valerosos caudillos de Chupaca, no se dejaron vencer y murieron exhortando al pueblo a que imitaran su ejemplo.

Destruido el pueblo de Chupaca después de la heroica defensa de sus vecinos, el comandante Gutiérrez recorrió con su división la margen derecha del río Jauja, asolando los campos y entregando a las llamas las aldeas y poblaciones de:

  • Sisicaya,
  • Orcotuna,
  • Sincos,
  • Mito,
  • Muquiyauyo,
  • Tambo y
  • Huaripampa;

asesinando al mismo tiempo a cuantos encontró a su paso.

En Sincos y Tambo fueron fusiladas setenta personas, que no habían podido huir de la ferocidad de los chilenos.

HEROICA RESISTENCIA EN HUARIPAMPA Y SACRIFICIO DEL CURA MENDOZA

En Huaripampa encontraron los invasores una resistencia más tenaz que en Chupaca. El cura Mendoza, a la cabeza de su pueblo, sostuvo un combate desesperado durante cuatro horas. No tenía sino seis hombres que armados con rifles en unas tapias, a la orilla del río, hacían tiros certeros sobre el enemigo; y se asegura que el belicoso párroco mató a cinco soldados chilenos con su propia carabina.

La caballería enemiga fue acometida como en Chupaca por los rejoneros, trabándose en las calles de Huaripampa una lucha sangrienta en la que perecieron veinticinco «Carabineros de Yungay«. Al fin, cercado el cura Mendoza por los enemigos, se le intimó rendirse y el heroico sacerdote, en cuyo pecho ardía el mismo fuego patriota que en el de Samaniego, contestó descargando sobre el sargento chileno que le acometió el único tiro que le quedaba. Al punto fue muerto a sablazos, no sin haber sido admirado su valor por los mismos enemigos.

Una vez en dispersión los defensores de Huaripampa, comenzó el saqueo e incendio del pueblo, pereciendo 120 de sus habitantes, que fueron bárbaramente asesinados, en medio de escenas horrorosas de crueldad, que recordaban las de Cajamarquilla.

Sobre los escombros del pueblo de Huaripampa, se fusilaron a los pocos prisioneros que hizo el vencedor y viendo que ya no había en qué emplear la ferocidad de sus soldados, se retiró el comandante Gutiérrez a Jauja para dar descanso a sus tropas, fatigadas de tanta matanza y tantos incendios.

INCENDIO DE YAULI

Pocos días después de las tristes hazañas de Gutiérrez, publicaron los chilenos un bando por el cual se prohibía bajo pena de muerte que se diese asilo a los desertores del ejército invasor y se ordenaba que las comunidades entregaran al cuartel general a cualquier soldado prófugo.

Los vecinos de la aldea de Yauli, en cumplimiento de esta orden, trataron de capturar a cinco desertores, que, armados, cometían mil destrozos en la aldea.

Los desertores hicieron fuego y mataron a algunos aldeanos, siendo muertos al , fin y enterrados con sigilo por temor a que los enemigos juzgasen corno acto de hostilidad lo que no había sido sino la consecuencia del bando promulgado por ellos mismos, y de los crímenes cometidos por los soldados que habían muerto.

La guarnición de Jauja ignoraba este suceso, pero un malvado denunció el hecho. Se mandó entonces una partida de soldados a Yauli con orden de incendiar la aldea y de fusilar a cuantos se encontrasen.

Esa orden se cumplió en parte, pues fue reducido a cenizas el pueblo, y como no hubiesen encontrado más habitantes que seis indios, por haber fugado el resto de la población, fueron conducidos estos a Jauja, donde sufrieron ron el suplicio del látigo hasta morir.

 

*Publicado en el diario «El Perú», Tarma, 1883.

 

 

Oficialidad chilena fotografiada en Lima. Pero en la sierra se siguió combatiendo.