Después de un traidor, un imbécil

El historiador italiano Tomás Caivano describe con amargura lo que significó para el Perú la traición de Mariano Ignacio Prado, el presidente fugitivo en plena guerra, y la sucesión impuesta a balazos de ese personaje auténticamente singular de nuestra historia: el general apócrifo, el caudillo chiflado, el negociante encubierto llamado Nicolás de Piérola.

Mariano Ignacio Prado

 

El general Prado, supremo director de la guerra y presidente del Perú, que, como se ha dicho, había permanecido en Arica absolutamente ocioso desde el mes de mayo esperando que los otros se batiesen y venciesen como pudieran en las remotas soledades del desierto de Tarapacá, apenas tuvo noticia del encuentro de San Francisco y de los tristes acontecimientos sucedidos entre las filas del ejército de la alianza a las faldas de aquel cerro, no tuvo más que una sola preocupación: la de alejarse de un puesto llamado indudablemente a ser el segundo teatro de la guerra, después de Tarapacá. Y sin intentar nada para socorrer o reforzar al ejército peruano, a fin de ponerlo en situación de mantenerse en el desierto y de disputar su posesión al enemigo, emprendió a toda prisa el camino de lima el 26 de noviembre.

Partía de Arica, según él decía, con el objeto de proveer mejor desde la capital a los asuntos de la guerra, reasumiendo en sus manos las riendas del Estado; y efectivamente asumía nuevamente el 2 de diciembre las funciones de la Presidencia de la República, que durante su ausencia habían sido ejercidas por el primer vicepresidente, general La Puerta.

Esto fue, sin embargo, lo único que hizo hasta el 18 del mismo mes, en que clandestinamente se ausentaba del país. Se trasladó al Callao sin manifestar a nadie sus secretos designios, excepto a sus ministros, que todo lo conocían, en manera tal que todos creían que fuese allí con el objeto de visitar aquella guarnición, o alguno de los buques de guerra extranjeros que había en el puerto, se dirigió a bordo de un vapor comercial, que salía para Panamá con pasajeros y mercancías, en el momento mismo en que estaba para levantar el anda, y partió.

El público no tuvo conocimiento de esto hasta las altas horas de la noche, cuando Prado se hallaba ya lejos del Callao, y podía leerse en todas las esquinas de la ciudad, en unión al decreto con el cual delegaba de nuevo sus poderes al primer vicepresidente, su proclama a la Nación y al ejército, concebida en los siguientes términos:

«Conciudadanos! Los grandes intereses de la patria exigen que hoy parta para el extranjero, separándome temporalmente de vosotros en los momentos en que consideraciones de otro género me aconsejaban permanecer a vuestro lado. Muy grandes y muy poderosos son en efecto los motivos que me inducen a tomar esta resolución. Respetadla, que algún derecho tiene para exigirlo así el hombre que como yo sirve al país con buena voluntad y completa abnegación… Al despedirme, os dejo la seguridad de que estaré oportunamente en medio de vosotros«.

Sin embargo, el alejamiento de Prado en momentos tan solemnes cuanto calamitosos para el país fue generalmente considerado desde el primer instante como una fuga. Y no fue suficiente tampoco para modificar más tarde este primer juicio emitido por la opinión pública, la razón alegada por él y, antes que por él, por sus amigos de que iba al extranjero para adquirir buques blindados; porque todos sabían cuán poco apto fuese para semejante misión, y la poca confianza que podía y debía tener él mismo en el éxito de su empresa, aun suponiendo que la hubiera concebido de buena fe en un primer momento de ilusoria confianza en sus propias fuerzas.

Todos pensaban que los desgraciados sucesos de Tarapacá, de los cuales le cupo no escasa responsabilidad, aunque indirecta, y la poca confianza que se inspiraba a sí mismo para proveer seriamente a la defensa del país hubiesen instantáneamente paralizado su ánimo de por sí tan pusilánime, y que con el pretexto de ir en busca de algún buque de guerra, no buscase en realidad más que sustraerse a las recriminaciones que, amenazadoras, preveía verse llegar de todos los puntos de la República.

Además, esto se encuentra perfectamente en armonía con la poca aptitud que siempre demostrara. Sin embargo, aunque incapaz de pensar ni de hacer nada de provecho, el alejamiento de Prado dio origen a nuevas y grandes desgracias para la Nación.

Siguiendo él en Lima, además de que hubiese podido remediar su propia incapacidad rodeándose de buenos ministros y consejeros, habría sido útil principalmente al mantenimiento del orden público interior, que en momentos tan difíciles para el país nadie se hubiera atrevido a alterar; lo que no sucedió después de su fuga, aparente o verdadera que fuese.

Todo el público de la capital y del Callao se quedó aun, más que conmovido, irritado; y los sediciosos de profesión, que la gravedad de las circunstancias tenía quietos a duras penas, creyeron llegado el momento de obrar.

Efectivamente, el 21 de diciembre estalló en Lima una de las acostumbradas revoluciones de cuartel con el pronunciamiento de un batallón a favor de Don Nicolás de Piérola; y apenas concluía, sin resultado decisivo, el breve combate empeñado contra él por algunas fuerzas que seguían al ministro de la Guerra, cuando se presentó en son de amenaza ante el palacio del Gobierno otro batallón a las órdenes del mismo Piérola en persona.

Tuvo lugar entonces un segundo combate que terminó también sin resultados decisivos, pero no sin haberse derramado mucha sangre; y hacia la medianoche, seguido por el batallón que mandaba, por el primero que se pronunció en su favor, y por algunas fracciones de tropas que se le habían unido, se dirigió Piérola al Callao, donde, habiendo entrado sin grandes dificultades, después de un pequeño tiroteo con una compañía de guardias civiles, se apoderó pacíficamente del arsenal, gracias al pronunciamiento en su favor del batallón que lo ocupaba.

Sin embargo, quedaba todavía el castillo con las numerosas fuerzas allí reunidas; y todo hacía presumir que Piérola no hubiera podido apoderarse de él sino después de una lucha larga y encarnizada; por el contrario, apenas se les intimó la rendición, los jefes de los diferentes cuerpos se reunieron en consejo de guerra, cuya mayoría deliberó: «Ceder a la intimación del Señor Piérola, tomando ante todo en consideración el deseo que los anima de evitar el derramamiento de sangre en lucha fratricida, cuando el país necesita de todas sus fuerzas y elementos para salvar su integridad y su honra«.

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