Basadre explica por qué estábamos condenados a perder la guerra

En páginas de admirable síntesis Jorge Basadre ahonda en las razones sociales, políticas y militares por las que el Perú estaba marcado para la derrota en la guerra que Chile preparó con paciencia y recursos. Las siguientes líneas proceden de su célebre «Historia de la República del Perú».

EL PERÚ Y CHILE EN SU EVOLUCIÓN REPUBLICA­NA:

Si se sumaban los totales de la extensión geográfica y número de habitantes, los países aliados, Perú y Bolivia, presentaban superioridad sobre Chile. Si se estudiaban, en cambio, factores menos visibles pero más influyentes, el cuadro ofrecía un aspecto distinto.

Chile concluyó su guerra de la Independencia en 1,818, en plazo relativamente breve y no tuvo, a consecuencia de ella, problemas internacionales pues los auxiliares argentinos se retiraron muy pronto sin intervenir en la política interna. Así pudo vivir durante muchos años aislado, como un largo y angosto barco anclado en el extremo sur de los Andes. Entre tanto, en el Perú, después de haber sido vencidos los españoles en una cruenta guerra a cuya hoguera, atizada por las luchas internas entre los mismos perua­nos, hubo que echar gran cantidad de hombres, dinero, joyas y riqueza urbana, agrícola, ganadera y minera, el país encaró de inmediato laceran­tes problemas de definición nacional primero frente a Colombia e inme­diatamente después frente a Bolivia en una nueva secuela de trastornos prolongada durante quince adiciona­les años con huellas notorias en las décadas posteriores. Circunstancias de orden social, económico y hasta racial, así como el problema de la distancia geográfica, crearon pecu­liares dificultades para el desarrollo del Perú.

Jorge Basadre en 1945. Comprendió como pocos el origen de las taras del Perú.

La aristocracia chilena, que había dirigido el proceso de la Independencia y cuyos bandos o facciones nunca tuvieron los paté­ticos desgarramientos de la nobleza peruana, llegó al fin a armonizar y cohesionar, desde 1831, los focos di­rectivos de Santiago y Concepción, no muy alejados geográficamente entre sí. Mientras tanto, en el desar­ticulado Perú, los centros vitales de Lima y Arequipa vivían de hecho en mundos distintos, y la clase dirigente civil no tuvo forma organizada hasta cuarenta años más tarde, con Ma­nuel Pardo. La Constitución chilena de 1833 expresó el firme propósito de obtener primero estabilidad den­tro de una estructura legal y hacer surgir, al amparo de ella, el orden administrativo; y parece sobria, re­cia y hasta dura en contraste con las ilusas Cartas políticas del Perú de esa época, inclusive la de Huancayo de 1839. Hubo en Chile tres presiden­cias sucesivas de diez años: las de Prieto, Bulnes y Montt. Ellas hacen pensar en lo que pudieron significar en el Perú tres decenios análogos de Gamarra, Castilla y Manuel Pardo. En los cuarenta y ocho transcurridos desde 1831 hasta 1879 seis presiden­tes se sucedieron constitucionalmen­te en Chile:

  1. Prieto (1831-41), Bulnes (1841-51),
  2. Montt (1851-61), Pérez (1861-71) y
  3. Luego hasta 1879 Errázuriz y Pinto.

El Perú, en cambio, tuvo en el mismo período veinte gober­nantes, aparte de algunos interinos y accidentales. Ninguna revolución triunfó en Chile desde 1830, a pesar del estallido de tres guerras civiles; en el Perú, dentro del mismo plazo, trece regímenes surgieron violenta­mente y sólo siete presidentes por la vía legal sin previa revolución (Orbegoso, Menéndez, Echenique, San Román, Pezet, Pardo y Prado).

Esta desproporción estadística era mucho más considerable tratándo­se de Bolivia. Por otra parte, Chile, con una clase dirigente en forma, no sólo había sabido conservar la paz y la continuidad de los gobiernos sino también establecer la estabili­dad institucional y administrativa y afianzar su sentido de afirmación nacional.

En el Perú atolondrado y engreído con la riqueza del guano después de 1842, la obra de Castilla y de otras figuras de su tiempo surge como esfuerzos personales, a veces instintivos o intuitivos o imperfec­tos tratando de dar al país, según la frase precisa de Mariano Felipe Paz Soldán, páginas de gloria, obras de utilidad y espíritu de progreso aun­que sin perder por ello su condición de herederos y partícipes dentro de una realidad inestable y formativa. Sin embargo, a pesar de todo, los observadores europeos pudieron decir, como lo prueba el testimonio del viajero francés Grandidier, que, hacia 1860, era el Perú y no Chile el primer país de la costa del Pacífico de la América del Sur.

Al concluir Castilla su último período en 1862 la elección de San Román debió significar, lo mismo que la de su contemporáneo José Joaquín Pérez, en Chile, un gobier­no que abriera el camino a la pacífica altemabilidad de los partidos en el poder. Pero San Román murió y el conflicto con España que sobrevino enseguida (y que Chile afrontó sin variar su régimen político) costó al Perú ingentes sacrificios por los tras­tornos internos, los gastos y la guerra misma.

La monumental e imprescindible obra del historiador.

 

 

LA COINCIDENCIA EN­TRE LA CRISIS ECONÓMICA Y HACENDARIA Y EL SUR­GIMIENTO DEL CONFLICTO BOLIVIANOCHILENO: 

 La cri­sis económica y hacendaría surgió en el Perú vinculada a los empréstitos de emergencia de 1,865, 1,866 y 1,868 y, sobre todo, a los grandes emprésti­tos de obras públicas de 1870 y 1872 que hicieron ascender los intereses

de la deuda exterior del país en 1,875 a 300 millones de soles, cuando ya no fue posible pagarlos. De allí so­brevinieron luego las constantes di­ficultades con los tenedores ingleses de bonos cuyas gestiones contra los esfuerzos armamentistas del Perú en los angustiosos años de 1,879 y 1,880 y cuyo apoyo a la ocupación chilena de Tarapacá será preciso esclarecer con objetividad algún día.

Por otra parte, la primera empre­sa chilena en territorio salitrero, la llamada Compañía Explotadora del Desierto de Francisco Puelma y José Santos Ossa, fue organizada sólo en 1866, fecha del primer tratado de lí­mites entre Bolivia y Chile, o sea cua­tro años después del último período de Castilla. Puelma y Ossa, a través de la llamada Compañía Explotadora de Atacama, recibieron del gobierno de Bolivia una gran concesión de te­rrenos el 2 de setiembre de 1868, un año después de la muerte del esta­dista tarapaqueño. Y al conflicto que sobrevino pretendió poner fin la ley boliviana de noviembre de 1872. Sólo a raíz de estos hechos empezó la po­lítica de alianza entre el Perú, Bolivia y Argentina.

Además, desde el final de la dé­cada de los 860 y coincidiendo con la creciente crisis económica y ha­cendaría del Perú y con los nuevos problemas internacionales creados en la lucha por el salitre, surgieron importantes acontecimientos de sig­nificado mundial.

EL DESARROLLO INDUS­TRIAL Y LA REVOLUCIÓN EN EL ARMAMENTO EN LA SÉTIMA DÉCADA DEL SIGLO XIX: 

El desarrollo alcanzado por la producción del acero dio lugar al crecimiento de la siderurgia y de la industria pesada. Eso, entre otras consecuencias de orden técnico y económico, trajo una decisiva revo­lución en el armamento, cuya impor­tancia en las décadas finales del siglo XIX señalan historiadores recientes como John Neff. Apareció en el mar el acorazado. En el Pacífico sudame­ricano, los monitores comprados por Pezet en 1864 ya eran superiores a los barcos con los que Castilla (Nelson del Pacífico, según la burla de Fuentes) había hecho de la escuadra peruana la primera de esta costa, como el vapor de ruedas Rímac o la fragata Amazonas a la que hiciera Castilla dar la vuelta al mundo.

Pero esos monitores resultaron, a su vez, muy inferiores al blindado español Numancia llegado a América del Sur en 1865, símbolo de un avance en la técnica de la construcción naval y tampoco pudieron compararse con los dos blindados que Chile terminó de construir en astilleros ingleses en 1874, asegurándose con ello des­de ese año y sólo desde entonces el predominio del mar para el caso de un eventual conflicto con el Perú. En el material bélico de tierra, el insurgir de la industria pesada trajo el pre­dominio de la artillería de campaña y de nuevas armas de fuego para la infantería.

Un nuevo tipo de guerra de movimientos que ya se diseñara en la lucha entre norte y sur, de 1861 a 1865, en Estados Unidos, quedó de­finido en la contienda entre Prusia y Austria en 1866, y, sobre todo, entre Francia y Prusia en 1870 y 1871. El armamento para el ejército, que Cas­tilla renovó al enviar a Francisco Bolognesi a Europa a traer artillería de Prusia, aun antes de que la batalla de Sadowa pusiera de moda a ese país (adquisición que está mencionada en el texto de la memoria del Ministerio de Guerra de 1862), resultó inservi­ble y anticuado al aparecer los nue­vos cañones Krupp y los nuevos tipos de fusil con los que la ciencia y la téc­nica industriales iban aumentando la capacidad destructiva del hombre, más tarde elevada a un grado inve­rosímil. El coronel sueco Eckdahl en su historia militar de la guerra del Pacífico comenta que, al empe­zar la guerra de 1879, Chile contaba con un rifle nuevo y de tipo único, el Comblain. La primera batalla de la fase terrestre de la guerra, la batalla de San Francisco (dice textualmente Gonzalo Bulnes) fue un avance de la infantería perú-boliviana contenido por la artillería chilena. Los cañones Krupp, cuyo número llegó a treinta en la batalla de Tacna, según Vicuña Mackenna, y cuyo modelo, según Bulnes, era de 1873, jugaron en esa jomada también un papel impor­tantísimo y tal vez decisivo. Para la campaña de Lima los chilenos traje­ron setenta cañones Krupp, mientras que los pemanos no tenían ninguno.

LOS FACTORES QUE CON­DUJERON A1879:

Así sorpren­dió al Perú confiado del final de la pródiga década de 870 brusca, inesperada, incontenible, brutal, tremenda la invasión. Para precipi­tarla actuó, por cierto, el ímpetu de acometida chilena. Actuó también la

política ciega de Daza en el manejo del conflicto salitrero. Pero, además de eso, el Perú se encontró dentro de desfavorables condiciones por facto­res remotos y factores inmediatos. Como factores remotos cabe men­cionar: la política de alianzas inter­nacionales sin una adecuada prepa­ración militar; el tratado secreto con Bolivia que no permaneció secreto; la crisis económica; las oscilaciones diplomáticas; la pérdida pasiva del dominio naval cuando Chile adqui­rió sus dos blindados. Como facto­res inmediatos están, entre otros, la demora o debilidad en la acción de la legación pemana en Bolivia para contener a Daza en las primeras eta­pas del conflicto bolivianochileno; la falta de tiempo para haber coor­dinado una acción pacifista junto con otras cancillerías americanas o europeas; la intensidad tremenda en las reacciones sentimentales o impulsivas de la opinión pública en los tres países, y que en el Perú no podía con sus gritos de entusiasmo evitar el desarme, dar millones ni acallar los odios de facción; las difi­cultades humanamente insuperables de la misión Lavalle maniatada por no aceptar la suspensión del im­puesto boliviano y la expropiación de las salitreras chilenas y, además, considerada como sospechosa por la existencia del tratado secreto de antemano conocido por Chile. Todo eso sin aludir a otras circunstancias de estructura intema.

EL ESTADO EMPÍRICO Y EL ABISMO SOCIAL: 

El Perú iba a ser el país atacado e invadido en esta guerra y, por consiguiente, el que más severamente debía afron­tar su prueba. Para no poder resistir las tensiones a ella inherentes tenía dos fallas esenciales que, si conti­núan existiendo, pueden llevarlo a nuevas catástrofes frente a las gran­des pruebas del futuro: la existencia del Estado empírico y la del abismo social.

El Estado empírico quiere decir el Estado inauténtico, frágil, corroí­do por impurezas y por anomalías. Es el Estado con un presidente ines­table, con elecciones a veces ama­ñadas, con un Congreso de origen discutible y poco eficaz en su acción, con democracia falsa. Estado empí­rico quiere decir, asimismo, que en él no abundan como debieran las gentes capaces y bien preparadas para la función que les correspon­de ejercer en la administración y que no hay garantías para formar esos cuadros o para permitirles actuar. Estado empírico hasta lle­gar a lo increíble era el que había despilfarrado millones locamente en la época de las consignaciones y luego en la época de los grandes empréstitos para desembocar en la bancarrota. Estado empírico era el que carecía de institutos armados , medianamente organizados, de mandos competentes, oficialidad bien formada, tropa debidamente atendida, equipo moderno, servicios de administración eficientes.

 

Si no se hubiera abusado del cré­dito externo y si el aparato presupuestal hubiese sido medianamente aceptable, se habrían conseguido los barcos y las armas que en vano se buscaron a última hora en el ex­tranjero. Si los jefes militares hubiesen tenido la experiencia profesional y técnica que poseía buena parte de los jefes navales no habrían existido los graves errores del comando en Pisagua, San Francisco, San Juan y Miradores.

Es un símbolo el siguiente dato del historiador Paz Soldán:

El Es­tado Mayor peruano era depósito de los jefes y oficiales del deshecho del ejército.

Y adquiere también valor profundo la anécdota que Barros Arana cuenta: después de la batalla de Tarapacá los oficiales peruanos hurgaban ansiosamente en los bol­sillos de sus adversarios muertos, buscando los planos y mapas indis­pensables para su marcha por ese territorio que era del Perú.

El Estado era empírico y reposaba sobre un abismo social: he aquí, en una frase, la explicación del desastre. La despreocupación de la época re­publicana por el problema indígena originó la ausencia de una mística nacional en esa masa, a pesar de las grandes pruebas de abnegación da­das por vastos sectores de ella.

En suma, el peruano del siglo XIX no había tecnificado el aparato esta­tal ni había abordado el problema humano del Perú y en ese sentido sí cabe responsabilidad a quienes lo gobernaron desde la Independencia. La derrota, la ocupación, el aniquila­miento de la riqueza pública y priva­da, la amputación de la heredad na­cional vinieron a ser una expiación.

 

Miguel Grau cuando era diputado por Paita. Ni él fue capaz de evitar el desastre.

 

¿ESTABA LA GUERRA PER­DIDA DE ANTEMANO?

 Lavalle y uno que otro dirigente peruano creyeron que la guerra estaba per­dida de antemano. Consta, como ha de manifestarse también en otro capítulo, en la corresponden­cia guardada en el Archivo Nacional de Washington que tanto los diplo­máticos norteamericanos en Lima Gibbs y Christiancy como el almi­rante Rodgers consideraron, desde el primer momento, que el Perú se­ría vencido por su debilidad naval y militar. Rodgers creyó en una fulmi­nante victoria chilena. Cuando vio efectuarse la reunión de las fuerzas de los aliados en el sur la interpretó com o una inicial y sorprendente vic­toria estratégica. Ocurrió algo más. La guerra logró ser estabilizada por el Huáscar durante cinco meses, hasta octubre y fue duramente lu­chada durante cuatro años. Rodgers en 1882 se asombraba no de que el Perú perdiera sino de que hubiese seguido combatiendo.

 

LA HISTORIA QUE PUDO SER Y NO FUE: 

 Si en el período del 20 al 42 el Perú aparece luchando, desangrándose, bajando y subiendo en un proceso de definición nacio­nal, el período de 1842 a 1866, más o menos, y aún en años siguientes, se presenta caracterizado por el apogeo y, en medio del apogeo, por la prodi­galidad. Con la fácil riqueza del guano y del salitre tuvo entonces el Perú todo lo que suele darse en los aristócratas acaudalados: cordialidad en el trato, generosidad en el gasto, abundancia en la dádiva, falta de cordura para or­denar los propios asuntos, despreo­cupación por el mañana. ¿Fue ello inevitable? Y aun si lo fue, ¿podemos imaginar una trayectoria distinta?

Un escritor francés escribió un ensayo titulado Napoleón venció en Waterloo. A la manera de él cabe soñar en una historia que pudo ser y no fue, en una historia imaginada pero verosímil, en una historia que contase lo que hubiese ocurrido si el siglo XIX peruano no hubiese sido (como en realidad fue) un siglo de oportunidades perdidas y de ocasiones no aprovechadas. Supóngase que en los manuales de esa historia de lo que pudo haber ocurrido, se leyeran estas o pare­cidas palabras: «Durante los años anteriores a 1879 llegó a promul­garse una Constitución realista y útil y los asuntos del Estado de­jaron de ser manejados empírica­mente y comenzaron a ser tratados con criterio técnico. La hacienda pública reposó sobre un maduro plan tributario y el crédito externo del país pudo permitir cualquier operación de emergencia. El pro­blema indígena fue abordado cui­dadosamente, elevándose el nivel de vida y la capacidad productiva del hombre peruano. La aptitud de crear, circular y consumir riqueza creció paulatinamente entre ellos.

Hubo correlación silenciosa, con­tinua y eficaz entre el «país legal» y el «país profundo». El comando militar y la acción diplomática es­tuvieron al servicio de un cohe­rente, definido y sistemático plan internacional. Dos nuevos blinda­dos, el Mariscal Castilla y el Dos de Mayo, llegaron de Inglaterra para incrementar la escuadra. Co­misiones especiales estudiaron las características de la guerra franco prusiana de 1870 y las lecciones de ella aprovechables en América del Sur. Una instrucción pública en creciente expansión se caracterizó por ser adecuada a las circunstan­cias del ambiente y por ser sana en sus esencias y en sus virtualidades y por eso desde las aulas escolares y universitarias se fue fomentando el estudio constructivo del Perú».

Estas cosas y otras parecidas po­drían haber dicho los manuales al hablar de la época anterior a 1879. Pregúntense, serena y lúcidamente, cuando estén a solas los peruanos, hijos o nietos o biznietos de los hom­bres que lucharon en aquella guerra terrible, pregúntense con franqueza y sin mezquindades, con seriedad y sin acrimonia, sacudiendo con ma­nos trémulas a la esfinge severa de la Historia:

¿Qué dirían, qué dirían esos ma­nuales al llegar a 1879?”