Cómo armó Chile el Tratado de Ancón

La mejor manera de saber cómo es que se fraguó el llamado Tratado de Ancón es leer a un historiador chileno como Gonzalo Bulnes. Toda la astucia del vencedor y las surtidas miserias del vencido concurrieron para lograrlo.

 

Lizardo Montero declara traidor a Iglesias el 9 de noviembre de 1882.

 

Novoa seguía con la mayor atención lo que ocurría en Cajamarca. En vista de la valerosa resolución de la Asamblea de aquella ciudad en favor de la paz, creyó que las negociaciones pacíficas se aproximaban y telegrafió a Santiago que se le determinasen las condiciones del Tratado en proyecto en forma concreta.

La tercera conferencia se realizó el 22 de abril de 1882 . De Santiago se le contestó con demasiado laconismo (brevedad) que se limitara a pedir la cesión o compra de los territorios situados al sur del Sama (Tacna) a cambio de una indemnización en dinero de nueve millones de pesos.

Novoa no estimó esto bastante. Iba a ponerse al habla con Castro Zaldívar con quien hasta entonces no había tenido relaciones directas sino por un intermediario que, según ciertas referencias, debió ser don Rufino Torrico, el exalcalde de Lima en la fecha de la ocupación. Había llegado el momento de tratar el asunto a fondo, y para eso necesitaba tener en manos concretamente las condiciones definitivas, lo que lo hizo insistir en que se le precisase, con toda puntualidad, detalle muy propio de su modo de proceder. En el curso de esta difícil negociación no dio ningún paso en que tuviera que retractarse o que retirar una palabra.

A esa consulta se le contestó de Santiago con la enumeración de las siguientes condiciones de paz:

a) Entrega incondicional de Tarapaca.

b) Venta de Tacna y Arica en diez millones de pesos.

c) Declaración de que los territorios cedidos o vendidos no reconocían deuda.

d) Arreglos comerciales e indemnización a los chilenos de los perjuicios sufridos por las medidas adoptadas contra ellos por el gobierno del Perú.

El tercer punto, el marcado con la letra c, exige una explicación por haber sido muy discutido dentro y fuera de Sudamérica.

La deuda pública del Perú representada en bonos fluctuaba por capital e intereses entre 50 y 60 millones de libras esterlinas. La suma exacta no se conocía. Además existían muchas otras obligaciones sueltas que eran un verdadero caos, como era el crédito de Dreyfus, que Piérola había liquidado en favor de estos en cerca de 4 millones de libras esterlinas, a pesar de que en el país se aseguraba con muy buenas razones que esa firma en vez de acreedora era deudora del fisco peruano por gruesas cantidades. Los primeros 50 o 60 millones de libras tenían una justicia indiscutible. Eran el valor de los empréstitos contratados en Europa con la garantía de los guanos. Sus propietarios eran los bondholders o dueños de los bonos.

El gobierno chileno había reconocido el derecho de estos bondholders a ser pagados con el guano en una forma equitativa. En la venta de un millón de toneladas de esa sustancia hecha el año anterior, cifra estimada como el total existente en los depósitos conocidos, la utilidad se repartía por mitad, entre él y los poseedores de los títulos de la deuda. Los tenedor del bono (Bondholders) que representaban créditos por 26 millones de libras esterlinas próximamente se acogieron a ese arreglo que contenía esta disposición fundamental:

Que Chile no calificaría la legitimidad de los cupones, ni el derecho preferente de los empréstitos, ni la deuda de Dreyfus, ni cualquiera otra sino que para tener opción a las utilidades del guano los interesados o en su defecto el gobierno de Chile nombrarían un tribunal arbitral europeo, el cual resolvería toda alegación a ese respecto, y el 50%, de la utilidad del guano se depositaría en el Banco de Londres consignado a dicho tribunal.

De ese modo Chile reconocía el derecho de los tenedores de bonos al guano existente o ya descubierto, y a pagarse hasta donde alcanzara la utilidad de la venta, desligando su responsabilidad del posible saldo insoluto.

La obligación que Chile se había impuesto voluntariamente era limitada; concluía con el guano de los depósitos conocidos, y no se sustituía en la deuda pública del Perú que era un caos indescifrable, fruto de medio siglo de mala administración. Sobre esta sustancial diferencia se hizo mucho hincapié en los preliminares del Tratado de paz.

Había sido una de las causas de la ruptura de las negociaciones de García Calderón con Logan, y ahora se volverá a discutir con acaloramiento entre los agentes de Iglesias y Novoa.

El decreto que había dispuesto esta forma de pago era de 9 de febrero de 1882.

En cuanto al salitre, Chile había declarado que no reconocería otra deuda respecto de él que la proveniente del intento de compra de los establecimientos salitrales que hizo Pardo en 1873, con cuyo motivo había emitido obligaciones hipotecarias de las mismas propiedades, conocidas con el nombre de certificados. Se allanaba a devolver las propiedades a los dueños de esos títulos o a pagarles su valor con el producto del remate de las salitreras hipotecadas. (Decreto de 28 de marzo de 1882). Conviene tener presente estos decretos porque se incorporaron en el Tratado de Ancón.

Chile se había colocado en una situación de justicia al proceder en esa forma con los acreedores del guano y el salitre. En cuanto a la responsabilidad del total de la deuda peruana, no tenía por qué aceptarla, desde que ella pesaba sobre todo el Perú y no solamente sobre aquella parte de territorio que recibiría a título de indemnización de guerra.

Este era el significado de la tercera condición impuesta al general Iglesias, al decir que los territorios cedidos no reconocían deuda. Esta se radicaba en las obligaciones contraídas en esos decretos.

En cuanto a las islas de Lobos de donde en parte se extraía el millón de toneladas vendidas, Chile declaraba que las devolvería al Perú a la terminación de esa entrega, así como también se allanaba a ceder a este desde luego la utilidad que le correspondía por ese negocio.

Estas fueron las condiciones de paz transmitidas a Novoa, en respuesta a su segunda consulta para que las hiciese suscribir privadamente por Iglesias antes de contraer el compromiso de reconocerlo como presidente del Perú, si conseguía constituirse en forma de dar condiciones de seriedad al Tratado que se proponía celebrar.

Santa María autorizó poco después a Novoa a modificar la forma de la venta de Tacna y Arica, no el fondo; la forma le preocupó siempre poco. Que por uno u otro camino se consagrase la incorporación a Chile de esos territorios para poder desarrollar después su política en Bolivia era lo único que le importaba. El modo de obtenerlo le era indiferente. La modificación que ahora autorizaba era que se dijera en el Tratado que, excediendo en diez millones de pesos el valor de los territorios que se cedían a la indemnización exigida, Chile devolvería esa suma al Perú.

Cuando Novoa recibió la respuesta de Santiago entregó a Castro Zaldívar las condiciones de la paz en un documento sin firma, dictado por él, pero copiado por otra mano para no comprometer con ese detalle su carácter oficial. Iglesias aceptó lo relativo a Tacna y Arica y rechazó lo de la deuda peruana con una energía inquebrantable. Le abrumaba la idea de que el Perú, privado de su riqueza fácil, quedase oprimido con una responsabilidad que no podría satisfacer.

«Marzo 3 de 1883.Yo no firmaré, le contestó a Castro Zaldívar, un tratado en que no se arregle definitivamente la cancelación o el servicio de la deuda externa peruana. Con esa deuda nos quedaría un cáncer incurable».

Y como hombre poco versado en negocios encontraba injustificada esa exigencia creyendo que Chile podía adquirir en Europa esas obligaciones a vil precio, sin darse cuenta de que bastaría que el olfato finísimo de la especulación sospechara quién era el comprador para que esos bonos subiesen a la par.

Y dominado por el temor de esa enorme deuda envió a Castro Zaldívar una contra proposición aceptando todo el cuerpo de las condiciones menos esa.

¿Qué más quiere Chile?, se preguntaba.

«Queda con el monopolio universal del guano y el salitre, con la llave del comercio boliviano y puede adquirir en Europa a muy bajo tipo los bonos de nuestra deuda:

¿Qué más desea para su gloria y provecho?».

Esa resolución habría sido un tropiezo insalvable. Nadie en Chile y menos que nadie Santa María asignaba a Tarapacá el valor de la gran deuda peruana. Nadie preveía el futuro del salitre. Hasta entonces había producido una renta fiscal escasa y se le consideraba como un artículo subalterno respecto de su rival: el guano. Santa María estaba tan persuadido de que esa cifra de 50 a 6o millones de libras esterlinas superaba el valor de Tarapacá que habría preferido cien veces dejar la guerra sin solución antes que suscribir un compromiso semejante.

Con esa exigencia la paz se alejaba a inmensa distancia. Pero como el contra proyecto de Iglesias y su carta de instrucciones no fueron conocidos de Novoa sino en las conferencias de fines de marzo, en Santiago se siguió creyendo que la negociación se desarrollaba sin tropiezos, y por la inversa un inmenso pesimismo dominó a los negociadores peruanos.

En esas circunstancias se embarcaron de regreso a su patria Lavalle y Aramburú. Lavalle ignoró hasta su llegada a Lima la grave resolución de Iglesias. Pero aun sin eso otros temores lo asaltaban. Antes de tomar el vapor visitó en Valparaíso a Santa Maria, su antiguo amigo de épocas más felices, quien le manifestó con toda crudeza, a el investido ya del carácter de negociador oficial, el pliego de condiciones y la resolución de no ceder en punto alguno de ellas. Dada la autoridad de su interlocutor, Lavalle consideró eso como un ultimátum, que no era susceptible de modificación ní aun de discusión. Habló con Santa María   sobre Tacna y Arica y se reveló dispuesto a cederlos antes que a venderlos, reconociendo que en este punto su opinión difería de la de los expatriados en Chile, en quienes había hecho fuerza el consejo de Logan de ajustarse al procedimiento de la venta.

Este punto había sido discutido latamente entre los desterrados peruanos que formaban la parte directiva del partido civilista. No dudaban que Tacna y Arica estaban perdidas para el Perú. Lo que se debatía era la forma de cesión. Los unos, el mayor número, preferían la venta lisa y llana a cambio de diez millones de pesos.

Otros sostenían que la venta no debía aceptarse en ningún caso porque daba a Chile título perfecto, e impedía toda expectativa de reivindicación en el futuro. Lavalle era de este número. Y tan convencido se mostraba de que en una forma u otra esos territorios cambiarían de soberanía que le preguntó a Santa María si se los cedería a Bolivia, a lo cual aquel no le contestó. En la conversación aludida Lavalle quiso saber qué parte de la deuda peruana reconocería Chile en el Tratado. Santa María le contestó que ninguna. Enseguida expresó el deseo de que a las conferencias de paz asistiera un delegado de Bolivia, lo cual también le fue negado. Viendo cerradas todas las puertas, Lavalle le pidió que reanudara la negociación con García Calderón que tenía tras de sí un partido poderoso, lo cual le declaró Santa María que era imposible.

Y para evitar toda falsa expectativa este le expresó que si no se encontraba dispuesto a aceptar todas las condiciones que le había indicado no valía la pena seguir hablando de paz, lo que equivalía a decirle que en tal caso su viaje no tenía objeto. Bajo esta impresión se embarcó La valle para el Callao a donde llegó el 1° de marzo.

Si fuera posible penetrar en su mentalidad en las horas silenciosas del vapor asistiríamos a la lucha desesperada de un alma sacudida por las más crueles dudas. Comprendía la necesidad impostergable de la paz. El Perú se moría negándose a someterse a la dura ley de los acontecimientos. No le quedaba nada que echar en la hoguera para alimentar la guerra. Había querido destruir a Chile, y el destino adverso se había vuelto contra él. Su aliada que compartía los deberes del Tratado secreto nada hacía por salvarlo, y no habría podido hacerlo aun queriéndolo.

Es indudable que muchos remordimientos cruzaron por el espíritu atormentado de Lavalle. Sabía que iba a jugar su nombre en una partida perdida, pero el sacrificio personal no le amedrentaba, no así el escribir una obra fugitiva y efímera a costa de su honor y del de Iglesias. Un tratado como el expuesto por Santa María, se decía, puede suscribirlo quien tenga una fuerte base de opinión. Iglesias no la tiene.

Si el civilismo se hace a un lado para no asumir la responsabilidad de lo inevitable, que él provocó, como lo atestiguaba la actitud de García Calderón y la reciente de García y García, ¿quién le dará consistencia y estabilidad al tratado que se firme?

No será el pierolismo, porque su jefe le había declarado a Godoy en Nueva York que la cláusula de la deuda no sería aceptada por él ni por los suyos. Luego el tratado ya rechazado por los caudillos que representaban casi la totalidad de la opinión política del Perú no tendría existencia sino a la sombra de las bayonetas enemigas, y sería barrido por un viento huracanado de indignación tan luego como abandonasen las playas peruanas.

No es posible, se repetía Lavalle, suscribir el Tratado que se ha presentado a Iglesias. No tendría duración. Hay que obtener algo que mejore las condiciones rechazadas anteriormente. Antes que eso es preferible no hacer nada. Con esta resolución desembarcó en el Callao y comunicó su desencanto a Iglesias.

«Mis impresiones no son buenas (sic), le decía, y me parece harto difícil, imposible quizás, de que podamos arribar a nada provechoso o conveniente para nuestro desgraciado país«.

Iglesias se alarmó extraordinariamente al recibir esta carta, que estimó como un aviso anticipado de renuncia. Comprendió lo que no le decía, lo que se percibía entre líneas, y creyendo probablemente que esa actitud de Lavalle provenía de su resolución sobre la deuda la revocó y en el tono más doloroso le contestó pidiéndole que no lo abandonara, que suscribiese todo lo que se le exigiera, el ultimátum íntegro, sin modificarle nada, empeñándose únicamente en suavizar las formas.

«Siento (le contestó Iglesias) que no haya podido usted ser tan amplio en sus confidencias como yo lo habría deseado«.

«Convencido estoy, amigo mío, íntimamente convencido, de que nada, absolutamente nada ventajoso, podemos esperar de la resistencia. Es pues necesario suscribir la paz. Si demorando nuestra firma, algo, una esperanza siquiera vislumbráramos de mejorar las condiciones que la victoria decisiva impone, yo vacilaría, mas aún, me negaría rotundamente a aceptarlas.

Pero como cada día, cada hora que transcurra de estúpida resistencia da a Chile pretexto para reduplicar sus imposiciones, creo sinceramente honrado, patriótico, valeroso y noble aceptar inmediatamente sus tratados. Comprendo la mala impresión de que Usted se siente poseído no esperando nada razonable de parte de Chile«.

«Yo, a nombre del Perú, encomiendo a la diplomacia desvelarse, agotar sus recursos, para suavizar siquiera en la forma nuestra desventura, pero, créalo usted, resuelto estoy a no demorar un minuto, sean cuales fueren los sacrificios, la devolución de la paz a nuestra patria que agoniza.

Queda usted especialmente autorizado para firmar a mi nombre lo que Chile imponga en ultimátum, porque la salvación del Perú así lo exige. Pase usted, si es necesario, por el reconocimiento por nuestra parte de la deuda externa«.

«Mucho sentiría que Usted no pensase como yo, puesto que ni hombres ni elementos materiales nos quedan para tomar otro camino. No quiero preocuparme de esto desde que lo estimo hombre de gran corazón«.

Pero a pesar de esto, Lavalle no declinaba de la resolución que había adoptado en el viaje de exigir una modificación de las condiciones enunciadas por Santa María. Así creía servir mejor a su país y a su mandatario. Con este espíritu abordó las conferencias de paz.

No hay testimonios tan fidedignos de la actitud de Castro Zaldívar, pero se sabe que en todo procedió de acuerdo con Lavalle.

 

Miguel Iglesias Pino de Arce: el «líder’ favorito de las tropas invasoras.

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