«Un hombre de bien», llama el historiador chileno Gonzalo Bulnes a Miguel Iglesias, el peruano que exigió la paz aceptando todas las condiciones impuestas por el ejército invasor. Los restos de Iglesias no nos cansaremos de repetirlo deshonran hoy la Cripta de los Héroes de la Guerra del Pacífico gracias a una ley firmada por Alan García en su segundo mandato.
Cuando todas las expectativas de paz parecían disipadas, se abrió el horizonte por Cajamarca. Residía allí como jefe del ejército del norte un hombre de bien, que había hecho un culto de la patria y servídola con su sangre y la de los suyos en las horas difíciles. Se llamaba don Miguel Iglesias. Había mandado en Chorrillos la división del ejército peruano que resistió mejor y había visto sucumbir a su lado a uno de sus hijos, al cual dedicó un tierno recuerdo de entrañable cariño el resto de sus días. Tomado prisionero fue puesto en libertad por el Cuartel General chileno, bajo palabra de honor de mantenerse en adelante separado de la lucha. Cumplido su deber, se fue a vivir a una de sus propiedades de campo situada cerca de Cajamarca. Desde su retiro veía con pena el cuadro de anarquía que presentaba el Perú.
No era hombre preparado para las luchas intelectuales. Su corazón valía más que su cabeza. Su vida la había dedicado al trabajo. Era un hacendado opulento, de los más pudientes de su país y, a pesar del título de coronel con que figuró en Chorrillos y el de general que llevaba ahora, creo que no había seguido la carrera de las armas, y que sólo accidentalmente se había incorporado en el ejército en 1881 para la defensa de la capital.
Iglesias veía el territorio del Perú invadido, sus riquezas perdidas, sus ciudades principales en poder del enemigo, ejércitos incapaces de vencer que no conseguían sino prolongar su agonía, un país anarquizado que se acostumbraba a ese régimen y políticos sin altura que, en medio de ese espantoso caos, luchaban por sus intereses, sus rencores y su preponderancia individual. Él había sido siempre amigo de Piérola y se le consideraba como una de las grandes influencias del partido de este caudillo. Permaneció apartado del escenario político mientras el gobierno de Washington ofreció arrancar a Chile un tratado de paz sin cesión de territorio y, a pesar de que nunca creyó en Hurlbut, se mantuvo a la expectativa para no contrariar esa posibilidad remota, pero halagadora del patriotismo del mayor número. En febrero de 1882 Montero solicitó su cooperación y le dio el cargo de jefe del ejército del norte, entidad más nominal que efectiva, calculada para engañar con el nombre y las apariencias al Perú y a Chile. La residencia oficial de la diminuta división era Cajamarca. Mientras Iglesias vivió allí se dio la primera nota alta en favor de la paz. Dos periodistas de su círculo que procedían por su in fluencia escribieron en un diario local abogando porque el país eligiese asambleas provinciales, en que se manifestase la voluntad nacional respecto de aquel problema. Ese agente le transmitió la impresión de que las declaraciones del gobierno de Santiago en aquel sentido eran sinceras.
Las mismas ideas se revelaron en otro documento de mucha mayor importancia, por llevar la firma de Iglesias. Es un manifiesto fechado el 1° de abril de 1882, en el cual este invitaba al país a poner fin a la guerra diciéndole honradamente que carecía de toda expectativa de victoria. No avanzaba más. No hablaba todavía de colocarse al frente de un movimiento armado en favor de la paz, pero dejaba entrever su resolución posterior. Desde ese día hasta que asumió la memorable actitud que le asigna un lugar tan prominente en la historia de su país transcurrieron cinco meses: desde el 1° de abril hasta el 31 de agosto, fecha esta de su famoso manifiesto suscrito en su hacienda de Montán que fue la palabra inicial de la regeneración del Perú. En ese período ocurrieron los sucesos militares del norte de que ya he dado cuenta: el combate de San Pablo y la invasión de Cajamarca por Carvallo Orrego.
Podría creerse que esta actitud bélica de Iglesias está en contradicción con lo que había expresado y con las declaraciones que suscribió después, pero no es así sino aparentemente. El gesto de Iglesias de abril en favor de la paz no pasó inadvertido para ninguno de los que se preocupaban de este grave problema y, menos que para nadie, para su partido, el pierolista. De las relaciones de Iglesias con sus copartidarios, me ocuparé después. Ahora me propongo explicar la contradicción aparente que aparece entre Iglesias, apóstol de la paz y jefe de operaciones bélicas ofensivas. La agresión no partió de él ni del Cuartel General chileno.
Un oficial del batallón Concepción, dependiente de la división de la costa, comandada por el teniente coronel Carvallo Orrego, que se encontraba destacado en el interior, avanzó, sin orden, al pueblo de Cajamarca y lo ocupó. El general Iglesias que mandaba la plaza se retiró a un lugar cercano, creyendo que ese destacamento fuera la avanzada de un ejército numeroso. Lo mismo pensó la población invadida, pero cuando se cercioró del reducido número de los atacantes influyó en Iglesias para que volviera a la ciudad y la recuperara. Así lo hizo, no habiendo alcanzado a ponerse en contacto con el destacamento chileno, porque al saber este su aproximación se retiró a la costa. A la sazón el contraalmirante Montero estaba en Huaraz con su ministerio. Se había trasladado allí, algunos meses antes desde Cajamarca, a recibir a Trescot y se ocupaba de negociar con el agente boliviano Carrillo.
Su situación oficial era lamentable. No tenía con qué satisfacer las necesidades más premiosas del gobierno. Los empleados civiles y militares estaban impagos. El vicepresidente carecía de prestigio. Si algo tuvo al presentarse por primera vez en esa ciudad lo había perdido. Su conducta desdecía de la dignidad del cargo, de tal modo que aquello, más que gobierno, era un carnaval, en que las cosas serias se posponían a los alegres pasatiempos. Las opiniones que vertían aun los que eran afectos al vicepresidente coinciden con este juicio severo. Terminadas las negociaciones con Carrillo, Montero dispuso su viaje a Arequipa y a Bolivia, para instar a esta nación a atacar Tarapacá o Tacna en conexión con las fuerzas peruanas, con lo cual creí que la guarnición de Lima tendría que acudir en auxilio del sur, y que Cáceres o su propio ejército de Cajamarca podrían amargar la desmantelada capital. Este proyecto no pasaba de ser una ilusión. Bolivia no podía ni quería asumir esa actitud provocativa. Estaba bien con su política de equilibrio, hablando de alianza y no haciendo nada por servirla, porque Chile no se inquietaba de esa lucha oratoria de sus diarios y congresales. Pero no le hubiera sucedido lo mismo si asume una política de agresión efectiva que podía llevar la guerra a su suelo y amenazar su nacionalidad. Y además en Santiago había suficientes recursos listos para acudir a la defensa de Tarapacá o Tacna sin desguarnecer Lima. Montero partió de Huaraz para Arequipa a mediados de julio de 1882, dejando el mando del norte al general Iglesias, con el cargo de jefe político y militar. Iglesias continuó residiendo en Cajamarca. Preocupado hondamente de la situación de su patria encontró en su alma de ciudadano una gran inspiración de energía. Despachó una persona de toda su confianza a Lima a averiguar si en realidad el ministro chileno estaba dispuesto a suscribir la paz, o si como lo afirmaba la creencia general no deseaba sino perpetuar la ocupación. Ese agente le transmitió la impresión de que las declaraciones del gobierno de Santiago en aquel sentido eran sinceras.
Entonces Iglesias proclamó la necesidad de suscribir la paz que Chile exigía como el único medio de devolver la autonomía al Perú y de alejar de sus campos y ciudades el azote de la invasión. Este es el extracto de su célebre documento que se ha llamado «el grito de Montán», por el nombre de la propiedad rural en que lo suscribió (31 de agosto de 1882). Contiene ese escrito frases del más alto relieve patriótico. Condena con gran energía a los partidos limeños que sustituían la intriga a la guerra; declara que esta quedó concluida en las líneas de Chorrillos, donde se consumieron y rodaron a la sima todos los recursos militares del Perú; moteja en términos que nunca serán bastante apreciados por el verdadero patriotismo peruano la política de engaño permanente de sus malos gobiernos, y proclama a la faz de su patria que vale más su libertad, su autonomía, que un pedazo de territorio, que estaba ya irremisiblemente perdido. Conociendo el ambiente moral del Perú en aquellos días, el grito de Montán es uno de los actos de mayor valor cívico que registra la historia americana.
Iglesias sustrajo de la autoridad de Montero la parte del país sometida a su jurisdicción, la cual abarcaba los departamentos de Piura, Cajamarca, Amazonas, Loreto, Lambayeque, Libertad y Ancash, o sea, una tercera parte del Perú. Otra sección considerable la ocupaba Cáceres con su ejército y ejercía en ella el gobierno absoluto, decretaba e imponía contribuciones, creaba tribunales, vendía bienes del Estado, y lo mismo hacía Carrillo en Arequipa que tenía bajo su dominio la feraz campiña suburbana y el departamento de Puno. El resto del país, la zona más valiosa, la ocupaba Chile, cuya bandera flameaba en todas sus costas de norte a sur. Es preciso considerar esto para apreciar el alcance de las palabras de Iglesias cuando dijo:
¡hay que establecer un solo gobierno, hay que concluir con esta vergüenza!
En su manifiesto Iglesias convocaba una Asamblea de los departamentos sometidos a su mando para el 25 de noviembre, ofreciendo resignar el poder ante ella, la cual resolvería o la celebración de la paz o la continuación de la guerra. Esta es la sustancia de ese documento que tuvo en su época una enorme resonancia. El grito o manifiesto de Montán determinó nuevos rumbos a la política de Chile en el Perú.
Montero llegó a Arequipa el mismo día que Iglesias daba a luz su manifiesto. Se le hizo un recibimiento teatral. La ciudad remedó las ceremonias virreinales de Lima, y el alegre vicepresidente penetró por sus calles a caballo, seguido de una oficialidad numerosa, entre una doble fila de soldados que le presentaban armas. Las casas estaban embanderadas; en algunas lucían arcos de verdura.
Llegado a la plaza principal se bajó del caballo, y embotado y uniformado se le colocó bajo palio por los canónigos, los que lo condujeron a la Catedral, donde el obispo y las autoridades eclesiásticas cantaron un tedeum de agradecimiento al Altísimo en celebración de su llegada. No faltaron los discursos. En el camino de la estación a la Prefectura, donde se alojó, oyó muchas alusiones a la resistencia a muerte que opondría a la invasión chilena la ciudad de Arequipa, que su prensa y oradores llamaban la Numancia Americana. Montero declaró a Arequipa capital de la República mientras durase la ocupación de Lima y comunicó este acuerdo al Cuerpo Diplomático acreditado en el Perú, con la esperanza de que fuera a reunírsele, a lo cual aquel se hizo el sordo. Organizó un ministerio en reemplazo del de Huaraz a cuya cabeza colocó al capitán de navío Carrillo que desempeñaba el cargo de Jefe Militar de la ciudad.
Entre los ministros figuraban el coronel Velarde y el plenipotenciario en Bolivia, Del Valle. Dio el mando en jefe del ejército al coronel Suárez, el jefe de Estado Mayor de Buendía en la campaña de Tarapacá, y el de la guardia nacional al coronel Canevaro. Enseguida convocó para el 15 de marzo próximo (de 1883) un Congreso en Arequipa, que se pronunciaría sobre la cuestión internacional pendiente, repitiéndose así el caso de los Congresos duales de 1881: el de Chorrillos y el de Ayacucho. Ahora serán el de Cajamarca y el de Arequipa, con poderes ejecutivos en oposición. De Arequipa Montero se fue a Bolivia en noviembre. Fue bien atendido en La Paz y volvió contento de su viaje, porque Campero convino en auxiliarlo con un subsidio mensual y le ofreció su cooperación militar en caso de que Arequipa fuese atacada, y además no tratar de paz separadamente con Chile. Montero se creyó en el deber de dar a conocer al Perú es, tos grandes resultados. A su vuelta, arengando al Ejército y a la Guardia Nacional de Arequipa, les dijo:
«No marcharéis solos a los combates que el curso de los sucesos hiciese necesarios. Los ejércitos de Bolivia estarán con vosotros, y el Excelentísimo General Campero que dirigió la batalla del Campo de la Alianza, donde la sangre de peruanos y bolivianos selló la unión permanente de las dos repúblicas hermanas, se presentará también como esforzado defensor de nuestra santa causa». Y a sus compatriotas les habló así:
«Bolivia y el Perú sostendrán juntos el estado de guerra y juntos irán a la celebración de la paz el día en que el enemigo común, inspirándose en los altos intereses del continente, se preste a concluir un tratado sobre bases aceptables».
La decisión de Campero de mantener la Alianza con el Perú fue completa.
Tuvo Montero la satisfacción de que el gobierno boliviano se negase a aceptar toda insinuación de reconocimiento nacida de los partidarios de Iglesias, y que aquel obstinado mandatario vinculase la causa de la Alianza en él, de lo cual dio una prueba ostensible enviando como su representante diplomático a Arequipa a don Federico Diez de Medina, y dejó constancia de esto en la carta de estilo que este entregó al vicepresidente al presentarle sus credenciales. La ausencia de Montero de Arequipa fue corta. Luego regresó al asiento de su gobierno.
¿Cómo fue recibido en el Perú el manifiesto de Montán?
Con una protesta general, casi unánime. No se oyeron sino exclamaciones airadas, gritos de indignación, manos crispadas contra el agente del enemigo que se atrevía a desafiar el patriotismo peruano. Si Iglesias hubiera estado a su alcance, el pueblo lo habría destrozado. Los civilistas eran los que gritaban más recio y los que circulaban las insinuaciones más graves contra el cómplice de Chile.
El primero que tradujo la impresión general fue Cáceres, llamándolo traidor en sendas proclamas dirigidas a su ejército y a los departamentos del centro, presentándolo como un cobarde que imploraba de rodillas la paz de la humillación, separándose de la senda de gloria que él había trazado en Marcavalle, en Pucará y en Concepción.
Montero también lo declaró traidor y borró su nombre del escalafón militar. La prensa adicta al vicepresidente se desató en improperios contra el mal hijo del Perú que procuraba su ruina. Algunos pueblos de su jurisdicción como Huaraz, Cajatambo, Ocros, Cajabamba rechazaron su invitación para concurrir a la Asamblea.
Igual repulsa recibió Iglesias de García Calderón, si bien en términos amanerados y sin las violencias de lenguaje de los caudillos en armas. Desde Valparaíso, García Calderón le escribió diciéndole en sustancia:
«Ud. y yo estamos de acuerdo en el fondo; buscamos la paz por el mismo camino, la cesión de territorio, comprendiendo que el resultado de la guerra impone forzosamente sacrificios al Perú. ¿Por qué nos presentamos divididos? Si la paz no se ha celebrado ha sido porque Chile no la desea; quiere prolongar hasta lo indefinido la ocupación del Perú y el medio de que se vale para conseguirlo es dividiéndolo y poniendo en pugna a un negociador con otro. Así lo hizo conmigo; a mis proposiciones contestaba diciéndome:
Piérola ofrece más y, en efecto (decía García Calderón), Piérola ofrecía secretamente todo, y por eso Lynch desarmó mis tropas y me envió desterrado. Y luego lo invitaba a unirse en la misma táctica usada por él. Este era el sentido de su insinuación; no nos dividamos; marchemos de acuerdo».
Iglesias, azotado por el vendaval, permanecía enhiesto y firme en la posición que tomó en su manifiesto. Ni el decreto infamante de Montero ni las injurias de Cáceres ni las protestas de los pueblos modificaron su resolución. Había procedido a sabiendas de lo que le iba a suceder y se hallaba dispuesto a soportarlo todo, en obsequio de la liberación de su país.
Contestó a García Calderón diciéndole: el Perú agoniza y la paz no se ha hecho, no porque Chile no la haya querido, sino porque en los hombres de Estado ha presidido la cavilación y el miedo. El papel que ha representado el Perú ha sido vergonzoso:
«El Perú dividido en dos bandos de locos se devoraba a sí mismo. En Ayacucho el delirio intransigente y en Lima o en la Magdalena, permítame Ud. la franqueza, la intriga al servicio de la vacilación y del miedo».
Negaba Iglesias que Chile persiguiera la ocupación indefinida y si tal intentara, agregaba, hay conveniencia en debelarlo.
«Chile, decía, nunca ha podido querer la muerte automática del Perú. Un estadista del talento de Ud. ha debido ver claro en este punto. La paz ventajosa, en cuanto le daban derecho sus victorias, era el interés positivo, permanente de la nación chilena sobre los intereses transitorios de la ocupación más o menos prolongada. Y si contra esta reflexión decisiva Chile intentaba solapadamente la conquista, preciso era obligarlo a descubrirse.
Y explicándole su actitud le decía:
«Cuando contemplé, casi solo, con el corazón despedazado, las ruinas de mi patria, la agonía de mis hermanos, sangre, cenizas y esclavitud; y quise comparar este teatro de horrores con la tranquila residencia de Ud. en Chile y sus calculadas y tímidas labores; con las correrías fatales de Montero y su insultante y repleta indiferencia hacia todo lo que se relacionaba con la salvación de la patria; cuando comprendí que faltaba un hombre, sólo un hombre resuelto al sacrificio, para conjurar, si aun era tiempo, la tempestad que envolvía y se descargaba sobre el Perú, y que bastaba una palabra la verdad para romper los velos en que se tenía envuelta la situación del país; cuando medité, sobre mi propia situación, sentí algo como la voz del cielo, agigantadas mis fuerzas y templado el ánimo para acometer la santa empresa de la redención de mi patria.
Entonces, 31 de agosto, di mi manifiesto de Montán». La actitud del pierolismo con Iglesias merece ser tratada aparte. Iglesias salía de su seno. Su vida política estaba adherida a ese partido. Recibió instigaciones de sus copartidarios de Lima para rebelarse contra el gobierno de Montero y proclamar la paz. Así se lo anunció Novoa a Santa María en agosto, después de que el pierolismo de Lima dirigido por don Antonio Arenas se había pronunciado en favor de ella y fracasado. El intermediario de los pierolistas con Iglesias fue su cuñado don Mariano Castro Zaldívar, que hizo uno o dos viajes al norte a verse con él y a estimularlo para que diese el paso redentor y salvador. Novoa, que estaba en el secreto, por las revelaciones que le comunicaban algunos concurrentes a los acuerdos, seguía con interés cuanto se hacía, y esperaba con ansiedad ver surgir del piélago (mar) de desengaños y de intrigas al pierolismo proclamando abiertamente esa paz, que sería la coronación de la política chilena y su propia gloria. Sin embargo, no comprendía bien el alcance del movimiento de Iglesias. Dudaba que fuera un gesto de patriotismo de verdad, de condenación de todo el pasado por igual; la evocación de un Perú nuevo, redimido en la pila bautismal de sus derrotas, con igual anatema para sus partidos y caudillos. El que lo dijera así su manifiesto nada valía para él. Cuántas cosas se han dicho en el Perú. Y no creyéndolo, Novoa lo estimaba como el caudillo de un partido, empujado y apoyado por él. Y bajo su punto de vista chileno lo celebraba. Deseaba que el que asumía esa actitud tuviese detrás una agrupación política para que sus propósitos no cayeran en el vacío.
Luego se vio el desengaño. El apoyo del pierolismo no era tan franco como se esperaba. Ese grupo obedecía ciegamente a su jefe. Como partido personal, nada hacía sin recibir su orden. Y ahora estaba ausente. Pero se anunciaba su próxima llegada al Perú. Ya se sabe que García y García había repartido una hoja suelta entre los conmilitones (soldado que es compañero de otro en la guerra) anunciándosela. Es curioso ver la ansiedad con que se le aguardaba no sólo en el Perú sino en Chile después de los fracasos con García Calderón. Era motivo de cablegramas todo lo que se relacionara con su viaje. Entresaco de la correspondencia telegráfica de Lima estos partes:
«Novoa al Presidente. Setiembre 16 de 1882. Piérola es esperado aquí por el vapor del 22».
«Id. a id. Setiembre 27. Piérola parece que no llegará hasta el 6 de octubre». «Id. a id. Octubre 25. Piérola en Estados Unidos».
«Id. a Godoy. Noviembre 24. ¿Qué es de Piérola?»
Durante estos meses de incertidumbre el pierolismo permaneció con el arma al brazo, esperando la voz de mando. Su inclinación era apoyar a Iglesias, pero no prescindir de la resolución de Piérola.
Novoa lo informaba así:
«Noviembre 24 de 1882. Los amigos de Piérola acuerdan apoyar a Iglesias si aquel, como lo suponen, ratifica el acuerdo».
Pero Piérola no lo ratificó. A principios de diciembre al regresar de los Estados Unidos a Europa, anunció, como ya se sabe, su resolución de no aceptar las condiciones de paz de Chile, con lo cual los pierolistas, en gran mayoría, se separaron de Iglesias y lo dejaron solo.
Fuente:
Hildebrandt en sus trece, 26 de febrero del 2016.