Un tercio de la tripulación del «Huáscar» murió en Punta Angamos

 

En el relato que sobre la guerra del guano y el salitre hace el insigne sir Clements Markham en su obra «La guerra entre el Perú y Chile». El capítulo que aquí presentamos narra como muy pocos supieron hacer el sacrificio autoimpuesto de Miguel Grau Seminario, el peruano más ilustre de nuestra historia.

Miguel Grau: «decidió acometer denodadamente a sus enemigos y abrirse paso entre ellos o perecer en la demanda».

 

Las hazañas del «Huáscar» después de la pérdida de la «Independencia«, su compañero, cuando, ya solo, burló por largo tiempo la persecución de los acorazados chilenos, cada uno de los cuales era más poderoso que él, y mantuvo al enemigo en perenne estado de alarma, constituyen el episodio más interesante de la guerra naval del Pacífico, guerra cuyo verdadero héroe fue Grau.

Este bravo patriota era hijo de un oficial colombiano, cuyo padre había sido mercader en Cartagena (Colombia). El apellido indica claramente ascendencia catalana (Española). Por las venas del campeón peruano corría la propia sangre que infundió vida y pujanza a las escuadras de Aragón. Un vástago de aquella cepa de recios hombres de mar que por mucho tiempo señorearon el Mediterráneo iba ahora a ganar imperecedera fama en el Pacífico. Su padre, Juan Miguel Grau, vino al Perú con el general Bolívar y tomó parte como capitán en la batalla de Ayacucho. Sus camaradas retornaron a Colombia en 1828; mas los encantos de una hermosa peruana decidieron a Grau radicarse en Piura, y allí vio la luz el joven Miguel, en junio de 1834.

El niño recibió el nombre del santo patrón de su ciudad natal. El padre desempeñó algún cargo en la Aduana de Paita, mas no parece que gozara de mucha holgura, pues el mozo Grau fue embarcado en Paita en un buque mercante a la tierna edad de diez años. Abriose paso en el mundo como grumete y aprendió a fondo su profesión con rudo trabajo al pie del mástil, en los siete años siguientes; sólo al cumplir dieciocho obtuvo el nombramiento de guardiamarina en la por entonces humildísima marina del Perú. Servía a bordo del «Apurímac» cuando el teniente Montero se sublevó en la rada de Arica contra el gobierno de Castilla, a favor de su rival, Vivanco.

El desamparado guardiamarina no pudo probablemente sino obedecer lo que se le ordenaba y seguir la suerte de los insurrectos, hasta la caída de su caudillo; además, Montero era su conciudadano, por ser oriundo de Piura. Al sofocarse la rebelión en 1858, Grau retornó al servicio mercante y navegó a China e India, casi por dos años.

A la sazón era uno de los mejores marinos prácticos del Perú, asaz (muy) prestigioso por su talento, rápida resolución y valentía así como por la bondadosa disposición de su carácter. De suerte que cuando se incorporó en la marina en 1860 fue al punto nombrado jefe del buque «Lerzundi» y poco después enviado a Nantes con la delicada comisión de traer al país dos nuevas corbetas, la «Unión» y la «América«.

Obtuvo el grado de capitán de navío en 1868, comandó la «Unión» por cerca de tres años y luego el «Huáscar«, el monitor a cuyo bordo iba a ganar inmarcesible fama.

En 1875 fue electo diputado al Congreso por su ciudad natal y se distinguió como ardiente defensor del gobierno de Don Manuel Pardo. Visitó Chile en 1877, estuvo en Santiago y pasó breve tiempo en el balneario de Cauquenes. Hizo ese viaje con el objeto de trasladar a su país los restos de su padre, que falleciera en Valparaíso, para enterrarlos en Piura al lado de los de su madre.

Al estallar la guerra había cumplido 21 años de servicio en la armada peruana, y era aún representante a congreso por Paita. Se había casado con una dama peruana de familia distinguida, Doña Dolores Cavero, que más tarde, en medio de su duelo por la irreparable pérdida de su heroico esposo, halló algún alivio en la manera como apreció su país los servicios del mismo.

El postrer gran sacrificio por esa patria, que estaba ya en el último extremo, iba en breve a consumarse. El 1° de octubre una división compuesta de dos acorazados y algunos otros buques, todos minuciosa y completamente reparados, zarpó de Valparaíso con el objeto de obligar al «Huáscar» a aceptar batalla, solo como estaba, sin esperanza alguna. Esa división tocó primero en Arica y allí supo el 4 de octubre que el «Huáscar«, escoltado por la «Unión«, expedicionaba al sur. Ahora, después de su limpieza, la velocidad de los acorazados chilenos era superior a la del «Huáscar«. Culpa sería del perseguidor si encontraba a su heroico adversario no poder obligarlo a entablar una acción decisiva.

El Almirante chileno había dispuesto que sus barcos más veloces (el «Cochrane«, al mando del capitán Latorre, escoltado por el «O’Higgins» y el «Loa«) navegasen de veinte a treinta millas mar adentro, entre la rada de Mejillones y Cobija, mientras él propio, en el «Blanco«, acompañado por la «Covadonga» y el «Matías Cousiño«, naves de velocidad inferior, recorría la costa comprendida entre Mejillones y Antofagasta. La escuadra estaba, pues, distribuida de modo que cortaba el paso a todo navío que se encaminase al norte, sin tener noticia previa de la disposición de aquella.

El Gobierno peruano había recompensado la energía y bravura de Don Miguel Grau como comandante del «Huáscar«, promoviéndolo al rango de Contralmirante, y las damas de Trujillo, departamento del norte del Perú, como nuevo premio a sus grandes servicios, le habían obsequiado con una insignia primorosamente bordada con sus propias manos, pidiéndole que la izase como bandera de combate cuando ocurriese alguno con el enemigo. Tocaba ya a su fin la gloriosa carrera del marino peruano, y con ella las esperanzas de su país. El «Huáscar» y la «Unión» cruzaban por las aguas de Antofagasta, espiando a los buques chilenos al ancla en aquel puerto y haciendo lo posible por frustrar los preparativos militares para la invasión del Perú. En la madrugada del 8 de octubre, del todo ajeno a la proximidad de sus enemigos, Grau navegaba tranquilamente hacia el norte, escoltado muy de cerca por la «Unión«.

La atmósfera estaba densa y nebulosa, como ocurre en aquella época del año, cerca del litoral. A medida que aclaraba el día, disipábase rápidamente la niebla y los marinos peruanos pudieron divisar tres distintas columnas de humo que subían en el horizonte, inmediatamente al noreste y muy cerca de tierra, junto a Punta Angamos, es decir, en el extremo oeste de la rada de Mejillones. Al punto, el Almirante Grau sospechó que esas tres humaredas no podían salir sino de las chimeneas de los tres buques enemigos que le daban caza. Señaló la presencia del adversario a su acompañante, maniobró hacia el oeste por breve distancia, seguro de que la presunta velocidad superior de sus dos buques lo pondría fuera de alcance y enfiló luego hacia el noroeste. Pronto reconoció a la plena luz de la mañaná al acorazado chileno «Blanco«, a la corbeta «Covadonga» y al transporte «Matías Cousiño». Todo iba bien para las naves peruanas, que parecían lenta pero seguramente aumentar la distancia que las separaba de sus perseguidores, cuando a las 7 y 30 tres nuevas humaredas surgieron en la misma dirección en que aquellas navegaban. Pronto se vio que salían de las chimeneas del «Cochrane«, del «O’Higgins» y del «Loa«.

La situación de Grau se agravó en extremo. Por todos lados estaba cerrada la escapatoria, y en breve fue indudable que el acorazado chileno que avanzaba cruzaría al «Huáscar» antes de que este lograse cubrir la distancia que mediaba entre su actual posición y la libertad.

Grau se dio cuenta exacta del peligro. Viendo que era imposible todo escape, decidió acometer denodadamente a sus enemigos y abrirse paso entre ellos o perecer en la demanda. Aprestó su buque para el combate, apegándose a tierra, para respaldarse con ella y restar así eficacia a los planes del adversario. Ordenó a la «Unión» que se alejase del «Huáscar» e hiciera lo posible para escapar, ya que perdido este buque, aquel sería el único efectivo que le quedaría al Perú; orden que no le fue difícil cumplir, gracias a su gran velocidad. Comandábala el capitán García y García, correcto oficial que desempeñara importantes misiones diplomáticas durante el período del presidente Pardo y negociara un Tratado con la China. Es autor de un volumen sobre derrotero de la costa del Perú y de otros libros. Por dolorosa que fuese la partida de la «Unión» era manifiestamente lo mejor que podía hacerse en beneficio del país.

A las nueve y veinticinco la torre del «Huáscar» disparó el primer cañonazo del primero y último combate jamás realizado entre acorazados, contra el «Cochrane«, casi a distancia de 3,000 yardas, tiro que cayó corto. El segundo y tercero corrieron igual suerte. El cuarto cayó corto también, pero rebotó y perforó la coraza del acorazado chileno, atravesando las crujías. Hasta entonces los cañones del «Cochrane» habían permanecido mudos; mas ahora rompieron fuego, y la batalla se entabló con igual decisión por ambas partes hasta el fin. El cuarto proyectil del «Cochrane» cayó en la torre del monitor peruano e inutilizó por el momento su aparato giratorio. Aquella torre era movida a mano, no a vapor, como las de los buques análogos de nuestra escuadra.

Casi a la vez, un tiro del «Huáscar» tocó el costado del navío chileno, aflojando y mellando levemente una de sus planchas de hierro. Entretanto, los buques habíanse acercado considerablemente, por lo que el Almirante Grau intentó espolonear a su adversario, maniobra que frustró la rapidez de movimientos del «Cochrane«, pues, provisto como estaba con doble hélice, podía girar sobre sí mismo en la mitad del tiempo que empleaba en hacerlo el «Huáscar», y además el capitán Latorre manejaba su buque con gran habilidad y prudencia. Nuevos intentos de espoloneo fallaron igualmente. Ya las naves peleaban sólo a cosa de 30o yardas, si bien en el curso de sus maniobras, acercábanse a menudo hasta roo y aún 5o yardas, instante en que los combatientes acribillábanse a metralla y fusilería. Alas ro menos 5, justamente media hora después de disparado el primer tiro, una granada del «Cochrane» alcanzó la torre de comando del «Huáscar«, que ocupaban el Almirante Grau y uno de sus tenientes, y estalló dentro, destrozándola y matando a sus ocupantes. Tan mortífera fue la explosión que sólo se pudo hallar un fragmento de pierna del valeroso almirante; el resto del cuerpo había volado en pedazos.

El bravo marino luchó y cayó frente a Punta Angamos. La Historia no olvidará jamás sus hazañas de heroico patriotismo y apellidará a Grau el Héroe de Angamos. Hasta el momento de estallar la fatal bomba, el «Huáscar» había sido manejado con pericia y arrojo; mas el fuego de ambos contendientes era ineficaz, por ser muy escaso el porcentaje de tiros que daban en el blanco. Poco después de las 10 a.m., el «Blanco«, que desde el amanecer había estado acercándose por popa a toda máquina, llegó al teatro de la acción y al ponerse a distancia de 600 yardas disparó , su primer tiro contra el ya condenado «Huáscar«. Al caer el Almirante peruano, asumió el comando de su nave el primer oficial sobreviviente, capitán Don Elías Aguirre; mas no bien había ocupado el puesto de honor cuando una bomba del «Blanco» le voló la cabeza, hiriendo a la vez gravemente al capitán D. Manuel Carbajal, que le seguía en graduación. Apenas el teniente Rodríguez, en quien recayó el comando en razón de su grado, reemplazó a Carbajal, fue a sumarse a la lista de víctimas. Matolo una bomba que, hiriendo a la torre tangencialmente, se desvió hacia el portalón junto al cual el infortunado teniente se apoyaba, dando órdenes a los artilleros. Sucediole el teniente Don Enrique Palacios que, antes de terminar el combate, cayó a su vez gravemente herido por un casco de bomba, siendo reemplazado por el teniente Don Pedro Gárezon.

 

Tras la caída del «Huáscar», el 29 de noviembre de 1879, «El Barbero» de Chile publicó esta caricatura. El ministro Domingo Santa María dice: «Señora, pongo a vuestro servicio esta chola; me cuesta cosa de 20 millones». La dama que representa a Chile responde: «Carita, Domingo, parece muy descocada y zafada».

A la sazón, el «Huáscar» estaba completamente desmantelado. La máquina del timón había sido inutilizada por el mismo disparo que mató al almirante, y desde entonces el buque había sido gobernado mediante aparejos enganchados abajo. Como había desaparecido el tubo de órdenes que comunicaba la cubierta superior con la cámara de timoneles, las órdenes del comandante tenían que transmitirlas mensajeros, lo que ocasionaba gran confusión. Una granada había penetrado también en la torre, averiando uno de los cañones hasta hacerlo inservible, después de matar y herir a varios hombres. La propia torre estaba también desmantelada. Sin embargo, se sostenía el desigual combate.

Sobrevino momentánea cesación de hostilidades por haber caído el pabellón del «Huáscar» lo que se debió a la rotura de la driza; mas al punto fue izado nuevamente y los acorazados chilenos reanudaron el fuego. Ambos adversarios intentaron entonces varias veces poner fin a la lucha con el espolón, pero infructuosamente. Gracias al corto espacio que los separaba, el fuego de los cañones era muy mortífero y, al cabo, el cañón Gatling de la cofa del «Huáscar» fue silenciado por el fuego más eficaz de los Nordenfelts chilenos.

A las 11 a.m., hora y media después de empezada la batalla, se arrió al fin la bandera del «Huáscar«. Por cierto descuido no se paró las máquinas al mismo tiempo, por lo que los chilenos siguieron disparándole, aunque sobre el priente se veía a varios tripulantes agitando pañuelos blancos en señal de rendición. Al fin, el «Cochrane» despachó un bote a tomar posesión de la presa tan duramente ganada. Tripulaban esa lancha los tenientes Simpson y Rogers, un ingeniero, media docena de marineros y cuatro soldados. Entretanto, había por lo menos tres pies de agua en la sentina del «Huáscar» y ardía el revestimiento de la torre de comando, donde cayera el Almirante. Al saltar al buque el teniente Simpson fue recibido por el teniente Gárezon, oficial subalterno de la nave, que, por muerte de sus superiores, comandábala ahora.

El espectáculo a bordo era terrible. Dondequiera yacían cadáveres y cuerpos mutilados y ante la cámara del capitán amontonábanse destrozados cuerpos. Así, el puente como el entrepuente ofrecían espantosa vista, literalmente sembrados con fragmentos humanos.

De su plana de 193 tripulantes, entre oficiales y marineros con que el «Huáscar» empezó el combate, 64, es decir, casi la tercera parte, yacían muertos y heridos.

Los captores ordenaron a los sobrevivientes que les ayudasen a extinguir el fuego y a trabajar hasta tenerse la seguridad de que se habían cerrado portalones y válvulas, de que las máquinas funcionaban perfectamente y de que la santabárbara se hallaba a salvo. Enseguida se les trató como a prisioneros de guerra.

De los 170 hombres de marinería, 30 eran ingleses, 12 pertenecían a otras nacionalidades y el resto, esto es la gran mayoría, eran peruanos.

Fue un duelo solamente de artillería, pues las maniobras de espoloneo, aunque empleadas por ambas partes, fracasaron por completo y no se lanzaron torpedos. El número de disparos que hizo el «Cochrane» fue casi de 46 (cuarenta y seis) y el del «Blanco» de 31 (treinta y uno). De estos 77 (setenta y siete) tiros sólo 24 (veinticuatro) hicieron blanco en el «Huáscar» o sea algo menos de la tercera parte.

Las bombas que usaron los chilenos fueron exclusivamente Palliser: estallaban después de perforar, demostrando que la débil coraza del «Huáscar» era peor que inútil. El «Huáscar» disparó cosa de 40 (cuarenta) tiros, manejando sus cañones con gran rapidez, pero con mala puntería, debido a insuficiente ejercicio. Los que alcanzaron al «Cochrane» a cosa de 600 yardas y a un ángulo de 300, penetraron cerca de tres pulgadas, haciendo saltar los pernos y revestimiento interior rompiendo una bao de hierro y pulverizándose al chocar.

Al anochecer, los buques chilenos con su presa fondearon en la rada de Mejillones, en donde dieron sepultura a los restos del héroe naval peruano junto con los de 25 (veinticinco) de sus bravos compañeros de armas.

Esta batalla demostró la importancia del fuego de artillería y la necesidad de prestar cuidadosa atención al ejercicio y preparación de los capitanes artilleros. Evidenció asimismo la gran dificultad de practicar eficazmente operaciones de espoloneo.

Otra lección que dio fue la inconveniencia de poner la máquina del timón sobre la línea de flotación, sin la defensa de una buena coraza, pues el timón del «Huáscar» fue desmantelado tres veces, primero por la destrucción de su rueda y dos veces más por la rotura de las jarcias supletorias. La acción habida frente a Punta Angamos fue el primer encuentro hostil de buques de moderna construcción y, por tanto, es muy de desear que se estudien atentamente sus detalles.

En adelante, los peruanos sólo tenían dos corbetas de madera. Una de estas, la pequeña Pilcomayo, fue perseguida y capturada por uno de los cruceros chilenos el 17 de noviembre; mas la otra, la «Unión«, esquivó persecuciones hasta el fin de la guerra y realizó, al menos, una heroica hazaña naval, a despecho de todos los acorazados de Chile.

 

Algunos de los daños que produjeron las granadas «Palliser» de los blindados «Cochrane» y «Blanco Encalada» en el glorioso monitor.

 

Fuente:

Hildebrandt en sus trece 24 de marzo del 2017