Impune viaje hacia el Perú desguarnecido

Con Grau muerto en gloria y el dominio rotundo del mar, Chile alista a 10,000 hombres para atacar Pisagua, un puerto defendido por 1,400 efectivos bolivianos y peruanos. El propagandista chileno y reducidor de libros peruanos saqueados de la Biblioteca Nacional del Perú Benjamín Vicuña Mackenna sigue en el relato.

La poderosa flota de Chile lista para partir con 10,000 hombres a bordo

“¿Hacia cuál comarca del extenso litoral guardado por el enemigo, desde el Loa al Tumbes, se dirigía el brillante y fornido ejército de diez mil hombres, que en la tarde del 28 de octubre de 1,879  había hecho rumbo desde Antofagasta en dieciocho embarcaciones a vapor, puesta la proa al Norte?

Nadie, excepto unos pocos jefes del estado mayor embar­cado en el Amazonas, buque almirante, parecía estar al cabo del bien mantenido secreto.

En la capital misma la igno­rancia era completa excepto en la Moneda y en el círculo redu­cido de sus íntimos.

Pero entre tanto, ¿a dónde, con qué perspectivas, con cuál estudio y acierto era dirigido el ejército que Chile, esforzan­do su ánimo y su erario, había acumulado en las arenas de An­tofagasta, con el costo de ocho largos meses y con el menosca­bo de ocho o diez millones de pesos?

¿Iba por ventura a Lima a decidir en un solo lance, asesta­da la espada al corazón del ad­versario, la suerte de la guerra, como lo hicieran San Martín en 1,820 y Bulnes en 1,838?

¿O iría a Mollendo, como Blanco en 1,837, para cortar por su centro la línea de operacio­nes del enemigo, corriendo el riesgo de quedar aislado al pie del Misti, en cuya falda blan­quea todavía la fatídica aldea de Paucarpata?

¿O iría como Alvarado a Moquegua para internarse en sus pestilentes valles, en busca de penurias precursoras de la de­rrotas?

¿O se limitaría a la ocupa­ción de las vecinas salitreras de Tarapacá que parecían ser el más inmediato y el más vivaz objetivo de la campaña?

Se ignoraba todo esto, y de tal manera que, a causa de la ex­traordinaria demora que expe­rimentó el convoy en su marcha al norte, se pensó por muchos en Santiago que el verdadero plan de la expedición era enca­minado a la ocupación inmedia­ta de Lima.

De todas suertes el invasor era dueño absoluto del océano y de sus senderos; dueño por tanto de escoger a su albedrío el punto de agresión y el teatro de su campaña. Incalculable ven­taja fue esta que nos brindara la fortuna y la bravura de nuestra joven marina.

Para darse cuenta cabal de como supo el gobierno apro­vechar la última, será acertado pasar en revista con completa imparcialidad la situación res­pectiva de los centros enemigos a que la expedición podía ser destinada.

La capital del Perú y su in­mediata y formidable plaza de guerra era sin duda el punto más lejano del horizonte en que los conductores de la guerra po­dían detener su mirada; pero su ocupación en aquellos momen­tos, si bien no se prestaba ni a los consejos de la estratégica ni a las necesidades militares de la situación que se había creado, no era ni con mucho la más ar­dua de las empresas por acome­ter, pues se hallaba aquella vas­ta ciudad indefensa de tropas, mal gobernada por un anciano, trabajada por los partidos y los descontentos, luchando con los vicios de la prodigalidad cuyos frutos son siempre, como en las enfermedades de la sangre, la postración, y como consecuen­cia de ésta, la ira. Lima tenía cuarteles pero no tenía ejército.

El Callao se mostraba erizado de cañones, pero carecía de arti­lleros y de jefes. Todo el ejército de línea había sido asustadiza­mente acumulado en Tarapacá, y de él se habían formado las cuatro divisiones que antes he­mos conocido y que mandaban Velarde, Cáceres, Bolognesi y Dávila. A éstas, y a la división de Ríos, se había agregado la 6 a di­visión que llevó el general Bus­tamante en septiembre, cuya base fue el limeño Ayacucho y la cual recibió el nombre de Exploradora. Deducida la expe­dición Bustamante, no queda­ba en Lima un solo soldado de línea, y a esto se agregó que en los primeros días de noviembre se despachó a Arica el mejor de los batallones movilizados del valle del Rímac, el batallón Canevaro o 2° de Lima, que hizo su entrada a aquel puerto el día 12 del mes citado.

Con todo esto, y si bien el empeño era más que tentador para los espíritus audaces, que suelen ser los verdaderos pru­dentes, la serenidad impertur­bable de la justicia nos obliga a decir que por ese tiempo no se hallaba todavía el ejército inva­sor suficientemente adiestrado para tan lejano intento, ni se sentía la opinión completamen­te madura para justificar tal acometimiento.

La gran oportunidad de la expedición a Lima había sido los dos primeros meses de la guerra que se gastaron torpe e ingloriosamente en un bloqueo de muelles y de covaderas, y en seguida volvió a serlo en los dos meses que sucedieron al desas­tre de la alianza en San Francis­co. Pero se malogró esta coyun­tura como la primera, y hoy la empresa de destruir al enemigo en sus propios centros ha veni­do a ser cuestión, no de gloria sino de sacrificio, no de estrate­gia sino de expiación.

Tan cierto era el estado de indefensión de Lima, que sus propios habitantes se imagina­ron que nuestra primera expe­dición les estaba destinada, y desde el 31 de octubre comen­zaron a preocuparse de su de­fensa, creándose para el caso un consejo en permanencia, de­clarándose en asamblea todo el país. El congreso peruano, que había funcionado estérilmente desde el 24 de abril, se disolvió el 24 de octubre y dando un ma­nifiesto incoloro y parlero que en el fondo no hacía otra cosa que aconsejar la resignación al país. He aquí como terminaba este indigesto documento que fue firmado por todos los dipu­tados presentes en Lima el 24 de octubre:

En el propósito de no mirar sino la defensa y la salvación de la república, el congreso ha pasado desapercibidas irregula­ridades que en otras circunstan­cias no habría dejado de tomar en cuenta; ha prescindido de pequeñas cuestiones con poca mesura suscitadas, procurando en medio de todo ello dar al eje­cutivo todas las facilidades que había menester para contestar al país de su honra y de su in­tegridad. Dejando escritas en leyes las pruebas de que así ha procedido, el congreso clausura sus sesiones con la íntima con­vicción del éxito de la lucha en que el Perú se halla comprome­tido, y confiando en la escrupu­losa observancia de esas leyes, en el heroísmo de los pueblos, en el valeroso esfuerzo de nues­tros aliados y en la protección de la Divina Providencia, su última palabra es de orden, de unión y de fe en los grandiosos destinos de la república”.

Antes de disolverse, el Con­greso autorizó también, como al principio de la guerra, la emi­sión de algunas toneladas de papel moneda (32 millones de soles) conforme a la siguiente ley dada el 24 de octubre:

Art. 1° Autorízase al eje­cutivo para que ordene que la junta de vigilancia y la emi­sión fiscal emita la cantidad de 32.000.000 de soles en billetes de responsabilidad fiscal que se aplicarán a los objetos siguien­tes:

1° Hasta 20’000,000 para los gastos de la guerra.

2o Hasta 8’000,000 para la adquisición de elementos nava­les.

3o El saldo de 4’000,000 a las operaciones que demanda la mejora del cambio.

Art. 2o Los billetes fiscales serán de curso forzoso.

Art. 3o La emisión destinada a los gastos de la guerra se hará en la cantidad de dos millones mensuales desde el i° de no­viembre hasta un mes después de terminada aquella.

En cuanto a ocupar mili­tarmente el alteroso puerto de Moliendo y su línea férrea hasta Arequipa, era esa una opera­ción que carecía de objeto prác­tico desde que el enemigo había concentrado todas sus fuerzas vivas al sur de esa línea y no quedaba por tanto nada que in­terceptar. Además, el puerto de Mollendo había sido fortificado en agosto y septiembre por el ingeniero don Augusto Tama yo, levantándose entre sus ás­peros y casi inaccesibles farallo­nes, tres fuertes que recibieron apropiadamente los nombres de tres jóvenes marinos caídos gloriosamente en la campaña.

El fuerte Rafael Velarde se hallaba situado al norte del puerto y estaba armado con dos cañones de a 100. El fuer­te Guillermo García y García ocupaba el centro con un ca­ñón Rodman de 150 y por úl­timo el fuerte Heros, situado al sur, estaba defendido por dos cañones Parrotts, de a 100.

No valía por consiguiente la pena ir a intentar un pe­ligroso desembarco en esa dirección: ello habría sido ir en busca del aislamiento, como el desembarco en Pacocha, ejecutado cuatro meses más tarde, fue para ir a buscar el caos.

No habría acontecido empe­ro esto último si la expedición de Tarapacá hubiese sido lleva­da a aquel puerto, o más propia­mente a sus caletas inmediatas de Ite, Sama y Camarones en la época en que se la condujo a Pisagua, porque entonces se habría echo forzosamente de las dos campañas del desierto una sola, ahorrándose seis me­ses de travesías, dos mil vidas, diez millones de pesos, y se ha­bría duplicado la gloria militar en una gran batalla campal que de seguro habría sido una gran victoria.

Tenemos en vista para ase­verar esto último, que Arica y sus comarcas adyacentes no se hallaban en condición de resis­tir al empuje de nuestro ejérci­to, como no se hallaron, a pesar de continuos refuerzos, siete meses más tarde.

Es cierto que el morro his­tórico de aquel puerto apunta­ba hacia el mar una batería de diez cañones de gran calibre y que aun, a lo largo de la playa, nuestra culpable pereza había dado lugar a que, con el nom­bre de baterías del norte, se erigiesen tres fuertes a barbeta, de no pequeña importancia en la marina. Pero el ejército que defendía esa plaza a las órdenes del contra almirante Montero no pasaba, en noviembre, de cuatro mil reclutas, inclusos en ellos unos 500 artilleros, saca­dos en su mayor parte de los buques.

Agregaremos aquí que las baterías del sur, (el Morro y la isla del Alacrán), estaban ser­vidas por 250 marineros de los náufragos de la Independencia y por el monitor Manco Cápac, todos a las órdenes del capitán de fragata don José Sánchez Logomarsino. Las baterías del norte, llamadas San­ta Rosa, Dos de Mayo y San José, habían sido confiadas al coronel de artillería don Arnaldo Panizo, oficial entendido, oriundo de la antigua noble­za de Lima, el cual tenía bajo su mando unos 300 artilleros aprendices.

Verdad era también que Daza tenía bajo su mando en Tacna unos cuatro mil bolivianos, excelentes tropas en su mayor número, columna de resistencia de la alianza. Pero los cuerpos peruanos, sobre ser débiles y reclutas, habían sido imprudentemente diseminados a lo largo de la costa desde Ilo a Camarones y a Vítor.

A fines de septiembre convo­yó el Huáscar asimismo desde lio una fuerte división cuzqueña que había bajado por Arequipa a las órdenes del viejo coronel don Francisco Luna, natural del Cusco y que constaba cerca de dos mil hombres en este orden:

  • Granaderos del Cusco, co­mandante Gamarra, 500 pla­zas.
  • Batallón Canas, comandante Velasco, 530 plazas.
  • Gendarmes del Cuzco, de 514 plazas, comandante don Valentín Quintanilla, y 209 vo­luntarios: total 1.753 reclutas, que eran, sin embargo, la mejor carne de            cañón del ejército del Perú.

La moral de estas tropas no era excesivamente levantada. ¿Cómo podía serlo? Vivían los soldados en la escasez, los jefes en la penuria, Prado y Daza en el rocambor; y mientras el ge­neral Buendía se ocupaba en bautizar baterías con champa­ña en Tarapacá, el generalísimo boliviano pasaba de las orgías nocturnas del cuartel a los fas­tuosos banquetes de la patria, festejándose con gran pompa los aniversarios gemelos de los dos países aliados el 28 de julio y el 6 de agosto.

El general Daza hizo repre­sentar comedias por sus pro­pios oficiales en el escenario de Tacna, al paso que él mismo las representaba todos los días a domicilio, sea riñendo con sus prestigiosos jefes, como aconte­ció con el general Pérez a fines de septiembre; sea decretando que los sueldos de todos los empleados civiles de Bolivia se pagasen con multas; sea, enfin, proscribiendo a sus enemigos personales como con extremo rigor lo llevó a cabo respecto al coronel Lafaye, a quien des­terró bajo escolta al Beni; o po­niendo en la cárcel a los que le reclamaban sus sueldos como al ciudadano sueco don Julio Bergman, que había sido con­tratado en Buenos Aires como ingeniero militar. Las desercio­nes eran tan frecuentes en el campo boliviano como los espías verdaderos o supuestos;  y fue preciso emplear el rigor de destituir a capitanes de cuerpo por haber dado licencia para salir del cam­pamento a los soldados. Otro tanto sucedía en el campo peruano, y de esto hemos hallado un curioso telegrama que dice así:

“Comandante CHAVEZ. LA PUNTA. TAM­BO.

Ilo, septiembre 10 de 1879

Tu HIJO HA DESERTA­DO: además se me van cuatro individuos. Galdas los persi­gue; manda dirección de todos los caminos gente para que los aprenda; pago todos los gastos y gratificaciones.
Somocurcio”.

Sirvió también por este tiempo de distracción y de ale­gre comento en el campo de los aliados la publicación hecha 4 todos los vientos y con grandes alharacas de lealtad y regocijo, de las comunicaciones diplo­máticas que uno de los minis­tros de Chile había enviado en dos ocasiones al presidente de Bolivia y que dos veces también una doble infidencia traicionó.

La posición militar de Ari­ca aun en época tan avanzada como la que tocamos (octubre de 1,879), era pues, a virtud de lo que queda narrado en este capítulo, comparativamente débil, pero no al punto de hacer inclinar la balanza de la resolu­ción definitiva de una manera absoluta en su favor.

Cortar al ejército de Tarapa­cá en aquella línea era tal vez un movimiento estratégico de más rápida y de más radical ejecu­ción; pero de igual manera po­día verificarse esa operación de guerra desembarcando más al sur, y esto fue lo que, a la postre de muchas vacilaciones, se puso por obra, coronando éxito es­pléndido el tardío pero seguro intento.

Luis La Puerta de Mendoza, el vicepresidente de Mariano Ignado Prado y encargado del gobierno.