El error de tres timoneles decide la suerte de la «Independencia»

La fragata Independencia» herida de muerte. Los náufragos peruanos serían ametrallados desde la «Covadonga». Esta nave sería hundida en aguas de Chancay en 1880, saboteada por un comando de la resistencia peruana.

Mucho se ha hablado de la ineptitud suicida del peruano capitán Juan Guillermo More Ruiz, comandante de la fragata blindada «Independencia», hundida al chocar con una roca mientras intentaba someter a la siempre fugitiva «Covadonga» chilena. Pero muy poco se ha dicho de lo difícil que fue ese combate del 21 de mayo de 1879 en Iquique, de los cañones que se le fueron apagando a la «Independencia» por falta de mantenimiento, de la refriega brutal que hubo entre ambas tripulaciones y de la baja calidad de algunos técnicos que rodeaban a More y que fueron decisivos a la hora del desastre. José Rodolfo del Campo, corresponsal de guerra de»El Comercio», estuvo a bordo de la nave fatal y escribió estas vívidas líneas para su periódico.

 

Un acontecimiento, por demás fatal, ha venido a turbar el espíritu de nuestra Marina de Guerra. La pérdida total de la fragata Independencia, si bien es cierto que ha contristado los ánimos de nuestros valerosos marinos, también es verdad que este revés, debido a la fatalidad, ha servido para retemblar el corazón que ansía derramar su sangre en holocausto de los más sagrados deberes para con la Patria.

Harto sensible ha sido, ciertamente, la pérdida de una de nuestras más poderosas naves de guerra; pero nos queda la esperanza de poder contrarrestar a las fuerzas enemigas y obtener el triunfo que estamos llamados a alcanzar porque defendemos el honor patrio, infamemente mancillado, y porque nos asiste la justicia de nuestra causa.

Testigo presencial de cuanto ha acontecido a bordo del blindado Independencia desde nuestra salida del Callao, paso a hacer una relación exacta y detallada del combate naval habido entre la Primera División de nuestra Escuadra, compuesta del monitor Huáscar y la fragata Independencia, con los buques chilenos corbeta Esmeralda, su comandante el capitán de fragata don Arturo Prat, y goleta Covadonga, su comandante el capitán de Fragata don Carlos Condell.

El martes 20, a las 8 p.m., cumpliendo órdenes superiores, abandonamos el fondeadero de Arica con rumbo a Iquique para batir a los buques chilenos que se encontraban bloqueando el puerto. Siguiendo las aguas de la capitana, monitor Huáscar, llegamos al puerto de Pisagua a las 3 de la mañana, donde tuvo que parar su máquina la Independencia para esperar al Huáscar que había entrado al puerto en demanda de datos oficiales sobre la situación de los buques enemigos.

A las 4 de la mañana seguimos nuestro rumbo a Iquique forzando el andar para dar alcance al Huáscar que nos había adelantado, pues, por la oscuridad de la noche, no lo habíamos visto cuando salió de Pisagua.

A las 8 a.m. del día siguiente, esto es, el miércoles 21, avistamos el puerto de Iquique y tres buques pegados a la costa que hacían vapor. Reconocidos estos, resultaron ser los buques de guerra chilenos Esmeralda y Covadonga y el transporte Lamar.

El Huáscar, que iba adelante, ocupó la parte sur del puerto, mientras la Independencia, navegando a toda fuerza, impedía la retirada hacia el norte. Cuando la Covadonga nos divisó, quiso huir a toda fuerza de máquina, pero regresó poco después para hacer señales a la Esmeralda y al Lamar, los que inmediatamente se pusieron en movimiento con rumbo al sur. Fueron estrechándose las distancias hasta que el Huáscar, que se encontraba ya a tiro de cañón, afianzó su pabellón con un tiro en blanco.

El transporte Lamar se puso en fuga con rumbo al sur, arriando su pabellón chileno e izando el norteamericano.

La Independencia, cerca ya de la Esmeralda, rompió los fuegos con su cañón de proa, descargando enseguida su costado de babor. En ese momento y como la Covadonga, que había empeñado combate con el Huáscar, tratase de escapar por haber parado el monitor su máquina para recibir al capitán del Puerto y al corresponsal de «El Comercio» de Lima en Iquique, la perseguimos para cortarle la retirada.

Entonces, el Huáscar batía a la Esmeralda y la Independencia a la Covadonga. Pronto perdimos de vista al Huáscar porque la Independencia perseguía a la Covadonga que se dirigía barajando las puntas de la costa en dirección a la caleta de Cavanches.

La Covadonga se llamaba siempre a tierra, para resguardarse entre las rocas, y la Independencia hacía los mismos movimientos para que no se le escapara, acercándose cuando lo permitía el fondo de las caletas.

El comandante de la Independencia, capitán de navío Juan G. More, con una serenidad y valor notables, dirigía desde el puente el gobierno de su buque en el fragor del fuego; pues no quiso bajar a la torre de combate que era su puesto, ni cuando se hacía tan repetido el fuego mortífero de las ametralladoras y rifleros de la Covadonga que barría la cubierta superior del buque.

El comandante siguió impávido en su puesto a pesar de que sus subordinados le pedían que pasara a la torre.

Al segundo disparo se desmontó el cañón Parrot, de popa, quedando inutilizado por completo y vendida la popa que no podía defenderse sino con los cañones de su batería. A los pocos instantes cayó sobre la cubierta una bomba que destrozó la escotilla de la máquina e hirió con una astilla al valiente tercer jefe del buque, capitán de corbeta don Ruperto Gutiérrez, quien, a pesar de esto y sin cuidarse de la sangre que le bañaba el rostro, entusiasmaba a la tripulación con vivas al Perú y pedía volver a su puesto.

Felizmente, no han sido graves las heridas de este distinguido jefe. A consecuencia de este desgraciado lance, bajó a reemplazarlo en el mando de la batería el capitán de fragata don José Sánchez Lagomarsino, quien, hasta ese momento, había estado en el puente al lado del comandante, desafiando con su pecho las balas del enemigo.

Por momentos iba estrechándose la distancia de los combatientes y estábamos ya a tan corta distancia, un buque de otro, que comenzó el fuego con las ametralladoras de las cofas y los rifles.

Las balas de cañón caídas hasta ese momento en la Independencia fueron 8: la que rompió la escotilla de la máquina; otra en la batería de estribor; al lado del portalón, que mató al centinela, destrozó completamente un bote y astilló la batallola; dos en la obra muerta de la popa; y las otras en la dirección de la proa, las mismas que dividieron el puente del comandante y cortaron la telera.

La chimenea de la máquina estaba acribillada por balas de ametralladora y de rifle; tenía más de cien tiros. El casco del buque no había recibido sino dos tiros por el lado de babor, pero sin perforar el blindaje.

Como se hiciera ya demasiado largo el combate y era necesario terminarlo, el comandante mandó bajar a toda la gente de sobrecubierta y alistarse para clavarle el espolón a la Covadonga.

El cañón Vavasseur de proa, al hacer su undécimo disparo, se había inutilizado.

Las desgracias personales hasta ese momento habían sido: dos sirvientes del primer cañón de popa del lado de babor, a cada uno de los cuales hubo que amputarles un brazo; el subteniente de la Columna Constitución del Callao, don Luis Ballesteros, herido en el ojo izquierdo y en un brazo; y el 2° cabo del cañón de proa, de la Columna Constitución, Manuel Carrillo, que murió en su puesto, despedazado por un casco de bomba.

Estrechada contra la costa la Covadonga, consideró el comandante More que había llegado el instante preciso para usar del espolón; y lo intentó dos veces, pero no pudo conseguirlo porque no había agua suficiente para el calado del buque.

Por tercera vez se emprendió esta operación; y cuando ya los sondajes repetidos marcaban más de 9 brazas a proa y otras tantas a popa, se dio orden de prepararse para el choque, y la Independencia marchó gallarda sobre el costado de estribor de la Covadonga, que ya no distaba sino unas pocas varas del blindado, hasta el extremo de que el pabellón chileno asomó sobre la proa.

Cuando el comandante, para conservar la proa clara de la punta sur de la ensenada y tomar al buque enemigo por la misma popa, mandó toda la caña a babor, los timoneles, los peores que teníamos, pues los tres mejores estaban ya fuera de combate, equivocaron la orden y giraron la rueda a babor.

Notando el comandante esta falta y comprendiendo que se acercaba demasiado a tierra, mandó dar atrás con toda fuerza; pero ya era tarde.
Habíamos encallado junto a Punta Gruesa, a 12 millas al sur de Iquique, frente a la caleta Molle (norte de Tarapacá), en una roca que no estaba marcada en el plano, a 4 millas de la playa.

Era la 1 y 45 p.m. La Covadonga, salvando milagrosamente del choque, pues no podía temer encallarse, llevando a su bordo al práctico inglés Stanley, pasó entre la roca y la costa.

Al oír la voz del comandante que mandaba dar atrás con toda fuerza, se dejó sentir un estruendo horrible: el buque se detuvo bruscamente como si una mano de hierro lo hubiera clavado en la roca. Fue tan fuerte el choque que el oculto peñasco rasgó los fondos del buque y el agua se precipitó dentro de él con horrible ímpetu.

Las calderas se levantaron de su sitio incrustándose en la caja de humo de la chimenea. Las hornillas se apagaron llenando las baterías de humo y el buque se inclinó sobre el lado de estribor, salvando milagrosamente su tripulación de perecer abrasada por las llamas, merced a la presteza con que el inteligente y acreditado maquinista Wilkins abrió todas las válvulas para que escapara el vapor. Sólo entonces y para atender a la batería y máquina del buque bajó del puente el comandante More que, con su ayudante, el teniente 2° Enrique Palacios, y el teniente lo Narciso García y García, había permanecido en él, haciendo fuego de revólver las tres veces que estuvimos a tiro de esta arma.

El buque enemigo, que estaba sobre nuestra misma proa, pasó a nuestro lado de estribor, que era hacia el cual se había tumbado la Independencia, y a boca de jarro nos hizo un nutrido fuego de ametralladoras y de rifle, causando la muerte del valiente alférez de fragata Guillermo García y García, uno de los más inteligentes oficiales de nuestra Marina.

Al inclinarse la Independencia al lado de estribor, el agua entraba a torrentes por los portalones. Nuestros bravos astilleros seguían entretanto haciendo fuego a la voz de ¡Viva el Perú! hasta que el agua cubrió las piezas. Entonces, subieron a la cubierta y de allí, de las cofas continuaron haciendo tiros de ametralladoras y de rifle hasta agotar completamente sus municiones.

Como esperábamos de un momento a otro que nuestros enemigos nos abordaran, lo que parecían dispuestos a intentar, se dispuso que se inutilizaran los cañones y se arrojaron al agua las armas de fuego, conservando todos las armas blancas y los oficiales sus revólveres.

Viendo que el buque se hundía, parte de la tripulación comenzó a arrojarse al agua, ahogándóse algunos marineros. Ya se hizo necesario, puesto que se había retirado el enemigo bastante averiado, y el agua subía sobre la cubierta, que se arriaran las embarcaciones, colocando primero en ellas a todos los heridos a cargo de un oficial y dos guardiamarinas, para que los dejaran en tierra y regresaran por los otros heridos y tripulantes; pero, desgraciadamente, los botes se hicieron pedazos al llegar a la playa en las terribles rompientes. No quedaban, pues, en la fragata sino los oficiales y muy pocos individuos de la tripulación que, junto con este corresponsal, habíamos decidido desembarcarnos con el comandante y sólo después de haber prendido fuego al buque. Estos oficiales eran:

El teniente 1° Pedro Gárezon; id. Melchor Ulloa; teniente 2° Alfredo de la Haza; alférez de fragata Ricardo Herrera; guardiamarina Carlos Eléspuru; doctor Enrique Basadre, el primer ingeniero Tomás Wilkins, su segundo y algunos fogoneros.

No olvidaré mencionar que, cuando encalló el buque, el comandante More dio orden de que se prendiera fuego a la santabárbara, orden que fue secundada por el comandante Sánchez Lagomarsino y entonces el oficial encargado de la santabárbara, alférez de fragata don Carlos Bondi, bajó a cumplir el mandato de su jefe, pero le fue imposible hacerlo porque en ese momento una inmensa ola entró por los portalones de la batería e inundó la santabárbara, llenando de agua los pañoles hasta la escotilla.

Resignados con nuestra suerte esperábamos tranquilos que regresara de tierra alguna embarcación para desembarcarnos, cuando divisamos al Huáscar que venía de echar a pique a la Esmeralda y que perseguía a la Covadonga.

Alguien indicó que debía hacerse señales al Huáscar pidiéndole auxilios pero el comandante More se opuso a ello manifestando que el Huáscar debía continuar persiguiendo a la Covadonga y que después pensaríamos en salvarnos.

Así se hizo, en efecto. El Huáscar nos reconoció y envió en nuestro socorro un bote, en el que venía el 2° comandante, don Ezequiel Otoya, a quien se le refirió todo lo que había sucedido, y entonces en su falúa (barco de vela pequeño) condujo a los dos últimos heridos que aún había a bordo y a una parte de la tripulación, ofreciendo mandarnos otros botes.

Así lo hizo y en el último de estos se embarcaron el comandante More y los oficiales arriba mencionados.

A nuestra partida de a bordo incendiamos el buque a proa y popa, y poco después las llamas devoraban a la desgraciada fragata que habla tenido un fin tan inesperado y trágico.

No concluiré esta correspondencia sin manifestar el digno comportamiento de todos los jefes, oficiales y tripulación del buque, que han hecho gala de gran tranquilidad y valor.

Todos en su puesto, no lo abandonaron hasta el último instante. El 2° comandante, capitán de fragata don Eugenio Raygada, recorría constantemente el buque, dictando órdenes y aún haciendo por sí mismo disparos con los cañones de las baterías.

Me abstengo de hacer comentarios porque cualquiera apreciación sería pálida al lado de la desgracia que hoy lamentamos todos los peruanos. Desgarradores han sido los cuadros que he presenciado. No espero, S.E., presenciar una escena más terrible.

Me encuentro a bordo del Chalaco y probablemente iré al Callao en el primer vapor que se presente. J.R.C.

(«El Comercio», Lima, 29 de mayo de 1879).

 

 

Juan Guillermo More Ruiz: sintió tanta culpa por lo sucedido que pidió combatir en Arica, en cuyo morro murió el 7 de junio de 1880.

Fuente:

El Comercio  1879.