MIGUEL GRAU por Riva Agüero

La semana que hoy termina, consagrada a glorificar el centenario de Grau, constituye la suprema ceremonia patriótica, que aventaja y excede con mucho en solemnidad a la anual recordación de la Independencia; porque, más que el nacer meramente a la vida autónoma en alba indecisa, y por manera vacilante y casi indeliberada, importó, para el robustecimiento de la conciencia nacional, el definitivo y meridiano bautismo de san­gre, de múltiples batallas y acerbas dolores, personificado y culminante en el sacrificio del héroe que celebramos.

 José de la Riva Agüero y Osma 1885-1944

 

El alma de la patria, el espíritu que la anima, se nutre de sus mártires y perdura sólo por ellos. Sin la aureola que los circunda, no habría luz para los pueblos y las naciones carecerían de ideal. Balbuzcan (Decir una cosa con pronunciación entrecortada y vacilante) lo que quieran las teorías antinacionalistas, cosmopolitas y humanitarias, empalagosas dobleces del desmayo y la cobardía; los grandes guerreros serán siempre los núcleos generadores y los radiantes ejes de la Historia. Y cuando, como es el caso de Grau, la derrota y la inmolación no empañan, sino muy al contrario realzan, el esplendor de las proezas, poniendo en ellas un fondo de ternura, la virtud bélica adquiere inefable y santa sublimidad. No hay en la tierra excelencia moral superior a la muerte afrontada y aceptada para honra, defensa y regeneración de los hermanos.

Estas insuperables altezas de la abnegación, son los costosos pero valiosísimos frutos de las contiendas armadas, y en particular de los conflictos con el extranjero. La guerra civil o interna, de ordinario mezquina, y de continuo fratricida y crudelísima, representa, para todo criterio elevado, la infame caricatura y depravada bastardía de la generosa pugna internacional o externa, la que se justifica ampliamente cuando es obediencia leal y certero servicio a los destinos de la nación entera. Así de consuno lo proclaman los dictámenes de los mejores, la voz del sentido común y el unánime aplauso de los siglos. A los campeones militares y a los sumos gobernantes, triunfadores o víctimas, que en los formidables choques de las naciones y las razas, supieron, sin desfallecimientos ni tibiezas, ejercitar su cruento sacerdocio, o como Grau ofrecerse en redentor holocausto, va la sonora admiración del mundo, y la apoteosis perenne y rutilante. A los pacifistas sistemáticos y doctrinarios (a quiénes no hay que confundir, como d vulgo, con los razonables amantes de la paz, que abominan, lo propio que nosotros, de las guerras infundadas e insensatas); a los filántropos semiderrotistas, les queda sólo el consuelo de las melifluas efusiones sentimentales, o cuando más hoy el positivo y metálico de los premios Nobel.

Fenómeno terrible, augusto y providencial, la guerra, por mucho que varíe de modalidades, y se espacie concentrándose en intensidad y destrozos, brota del fondo de la Naturaleza; parece condición y estímulo de la misma sociedad humana; y a intervalos dondequiera crea y trastorna, renueva o ensancha, los cauces rutinarios de las civilizaciones. La violencia es en la vida colectiva agente iniciador, a menudo insustituible. Tales son las verdades, duras pero saludables, que nos inculcan los anales de todos los tiempos; y nuestra molicie debe recordarlas y aprovecharlas. Tal ha sucedido en las más contrarias regiones y en las más diversas épocas, que, mientras soñaban los ilusos, urdían finas redes los sutiles, sonreían los escépticos, y dormitaban los laxos y los egoístas, imaginando sempiterno el sosiego, se agolpaban las nubes amenazadoras y se preparaba el estallido de la tormenta. Su fragor los sorprende, tarde ya para el reparo. Procurándolo, sucumben los más esforzados. Al cabo cesa la tempestad, habiendo producido sus justicieros y purificadores efectos. A los vencedores, suele ser premio merecido en largos años de cordura, de laboriosidad y de civismo; a los vencidos, castigo de insana soberbia o flaca vanagloria, de imprevisión (falta de previsión) y disoluto despilfarro. Si casi todos los países no tuvieran el freno temeroso de una guerra posible, ¿hasta dónde no podrían degradarse por la incuria, el personalismo y la inmoralidad?

Un escritor, compatriota nuestro, del cual me separan esenciales e  infinitas divergencias ideológicas, pero a quien nadie puede negar vigor y contundencia de expresión, González Prada, tintando este mismo asunto del elogio de Grau, ritualidad y piedra de toque de todo sincero peruanismo, formula reflexiones que aquí no pecan de su exageración consuetudinaria, y quiero reproducir, porque se ajustan a mi propósito: “Necesitábamos, dice, el sacrificio de los buenos, para borrar el oprobio de los malos. En la guerra con Chile, no sólo derramamos la sangre: exhibimos la lepra”. Y agrega en otro lugar: “Antes que recordar acciones y ensalzar nombres, convendría pensar, en estos momentos, porqué caímos al abismo, cuando podíamos estar de pie sobre la cumbre”.

Como el amor patrio no consiste en adular y paliar los peores instintos del país, y engañamos recíprocamente, sino al contrario en reconocer los defectos generales y exhortar y proceder a su enmienda, yo suscribo las palabras citadas, y confieso la tremenda responsabilidad solidaria de las generaciones que nos antecedieron en el pasado siglo, cuyos vicios y cuyo desconcierto, apenas atenuados, se han trasmitido a las presentes. Dejémonos de tímidos y nosivos eufemismos. Reuniendo a los males de la decadencia española los de la inferioridad y degeneración indígenas, el Perú, mimado en un tiempo de la fortuna, madrugó a la libertad con índole aún más desfavorable que otras naciones sudamericanas; mito malcriado, veleidoso y pródigo, sin dotes de gobierno y sin la necesaria energía.

La corrección ha sido posible y es hacedera; peto difícil, contrastada, llena de angustias y retrocesos. Adoptamos, por fatalidad del extendido mal ejemplo forastero, y por irreflexión de los fautores y debilidad de los cabecillas, el régimen que era el menos adecuado para contrarrestar las dolencias de nuestra complexión, agravando en la práctica, y como de propósito, sus inconvenientes. Y la discontinuidad e irregularidad pavorosas, en todas las funciones del Estado; la ruina del concepto de autoridad, la socavación de todo respeto, la condescendencia con toda informalidad, el endiosamiento de toda rebeldía; el inaudito desenfreno de la prensa, que adquirió la fama de ser la más procaz de América; la escandalosa impunidad de los delitos, así públicos como privados, resultado unas veces del cohecho, y otras de no menos vergonzosa lenidad, condujeron el cuerpo social hasta los extremos límites de la anarquía y la descomposición compatibles con una mísera vida, ataviada por afeites de mentida y endeble elegancia.

En esta prolongada disolución, eclipsadas las ideas de orden, abolidas las tradiciones de disciplina, substituidas por desdicha con brutales y tiránicos arrebatos efímeros; perdido en rumbo de la organización racional; escandecidos, en delirio, los feroces rencores de banderías, se abultaron en proporción monstruosa las siniestras propensiones de las distintas razas, y de sus castas o mestizajes. Fueron los unos vanidosos y perezosos, manirrotos, fanfarrones y envidiosos, o soeces, libertinos y venales; fueron los otros blandos, negligentes y serviles; y los demás, taimados, fraudulentos y perjuros (Que quebranta un juramento de manera intencionada o maliciosa). Y cuando alguien pretendía mejorarlos y concertarlos, haciéndoles al borde del abismo parar la ronda orgiástica, y volviéndolos a la observancia de la ley y la verdad, se concitó, como recompensa infalible, el odio, la sucia calumnia, el destierro, el aislamiento, o la muerte a traición. A duras penas se contaba el diminuto número de justos que Dios exige en la Biblia para perdonar a las ciudades malditas. Bullía la podredumbre; y por cuarta vez, en nuestra breve historia republicana, vino aparejado por mano extranjera, el cauterio del desastre. Tenía que sobrevenir; desde hacía cuarenta años, los peruanos expertos lo vaticinaban.

Fué su pretexto acelerador y ocasional un tratado de alianza; porque, en hora de antevisión y viriles acuerdos, habíamos pretendido seguir un plan de política exterior, con miras precautorias de equilibrio defensivo. Suponía ese plan, como toda acción diplomática considerable, requisitos fundamentales que faltaron muy luego: vigilancia, persistencia en las determinaciones, cierta estabilidad gubernativa y cierta solvencia fiscal para los aprestos que la prudencia demandaba. Si nada se lograba de todo ello; si no se obtenía o se abandonaba la adhesión prevista del mayor Estado participante en los tratos, o si Bolivia, en fin, no se conformaba con las circunspectas directivas del Perú, habría podido llana y oportunamente rescindirse el pacto, como lo sugería el ministro peruano que lo firmó, o subordinarse con resolución el casus foederis (motivo de la alianza) a la cabal retractación de la actitud de Daza. De cualquier modo, aquel plan diplomático requería continuidad en las negociaciones y armamentos; porque no hay política extrema decorosa, digna siquiera de tal nombre, desprovista de elementos de fuerza y sin activa tradición de cancillería. Pero persuadir de semejantes necesidades al mayor número de nuestros dirigentes, entonces y siempre ofuscados por rencillas intestinas y combinaciones hacendarías, era como hablar de poesía y metafísica a encarnizados jugadores que en los bancos del garito altercan sobre el envite.

Al comenzar el año fatídico de 1879, el Perú se hallaba inerme, su erario en quiebra y en escombros, la paz interna amenazada de una catástrofe. Abiertas ya las hostilidades, en el mes de Abril, el Ministro de Hacienda, Izcue, pidió a las Cámaras la votación de una serie de impuestos extraordinarios para costear la guerra. Contaminados los legisladores del pánico que en la opinión del Perú, casi indemne a la sazón de tributos, habían infundido a toda tasa regular egoísmos y propagandas partidarias, y no obstante la cumplida refutación que de ellas había hecho Manuel Pardo el año anterior, en su último discurso, la víspera de su asesinato, desoyeron las nobles y solemnes enseñanzas del testamento financiero de su difunto caudillo; y en circunstancias tan críticas y premiosas, dejaron de lado los impuestos, y se limitaron, siguiendo la vulgar línea de la menor resistencia, a incrementar en un tercio la emisión de papel moneda, despeñando el cambio exterior, como nunca indispensable. El rasgo pinta la pequeñez y el apocamiento de aquel medio. El que había de redimirlos a todos, estaba a punto de salir a campaña, sabedor de su trágico sino.

Quien medite con alguna penetración sobre el encadenamiento de los sucesos humanos, advertirá que, no sólo en lo religioso, sino en lo terrenal y secular, se cumplen las severas leyes del sacrificio y la purificación por la sangre, la expiación por el dolor, la propiciación del holocausto inocente y la comunicación de méritos de los mártires. Los pueblos como los individuos, infractores de los preceptos eternos, impetran el perdón desde el seno del sufrimiento; pero no lo consiguen sino cuando los escogidos se inmolan, y desciende sobre la muchedumbre pecadora el cruento rocío regenerador de la víctima inculpable. Ese fué el ministerio altísimo, envidiable y misterioso, que tocó a los grandes caídos de nuestra guerra; y más que a nadie a Grau, el primero de ellos. Como es de regla, sus propias virtudes lo designaban.

De honradez y desinterés proverbiales, modesto dentro de su inmensa valía, reservado y silencioso entre la algazara de sus revueltos contemporáneos; magnánimo, compasivo y tierno, pero inquebrantable en el deber, y exigente y rigoroso en la disciplina; católico sincero, ferviente y practicante; afectuosísimo en sus relaciones familiares; dechado de lealtad como amigo y como político, como marido y como padre, era una muda acusación contra la estragada y frívola mayoría.

Nació de una familia de vehementes antibolivaristas. Fué su padre un bravo militar cartageno, de origen catalán y conexiones panameñas, Juan Manuel Grau, que nunca hizo armas contra el Perú; y que, naturalizado peruano, se estableció en Piura en 1828. El hijo Miguel, marino desde la niñez, era alférez en la fragata Apurimac cuando la escuadra se plegó al movimiento del jefe conservador Vivanco. Miguel Grau lo siguió en toda la campaña, por simpatía a su persona y a sus doctrinas, que eran las de su padre. Mas siete años después, cuando el General Vivanco, fatigado y tímido, firmaba, como ministro del Presidente Pezet, un tratado desdoroso con la expedición española, nuestro joven héroe, Capitán de la corbeta Unión, lo desconoció, en compañía de otros antiguos derechistas; y se sumó con dos buques al pronunciamiento de Prado que representaba entonces el genuino nacionalismo. En vano Pezet y Vivanco enviaron a su encuentro hasta Valparaíso a su padre anciano y adorado, para que le instara no desamparar al gobierno y al partido que tan gravemente erraban.

Grau prefirió el honor de su patria a sus mandatarios y caudillos, y a los ruegos de su idolatrado y moribundo padre. A poco se divorció del régimen liberal de Prado. Protestó contra el nombramiento del Contralmirante norteamericano Tucker como director de la Armada Peruana. Su grande amigo Manuel Pardo, Secretario de Hacienda de la Dictadura, pudo obtener que no se pronunciara. Sometido a juicio sin embargo por su resistencia, fué absuelto a los seis meses, y optó por pedir permiso y navegar en la marina mercante, hasta que en 1868, gobernando Balta, se reincorporó en la flota de guerra, y tomó por primera vez el mando del monitor Huáscar, que había de ser el pedestal de su fama y de su muerte.

Ardoroso civilista, amigo íntimo y confidente de Pardo, fué su principal apoyo en la escuadra, cuando la revolución de los Gutiérrez y las sucesivas de todo el borrascoso y fulgurante período. Diputado luego por Payta y miembro conspicuo (que goza de gran prestigio) de la mayoría pardista, desempeñaba hacia 1878 en Marina las vagas tareas de Agregado al Ministerio y Vocal de la Junta Revisora, y a la postre Comandante General. En la sesión del Congreso del 17 de Noviembre, al día siguiente del asesinato de Pardo, fué de los que votaron las medidas extraordinarias y la suspensión de las garantías individuales, y declararon la patria en peligro.

A principios de 1879, el 14 de Febrero, en la sala capitular del Convento de Santo Domingo, la asamblea del Partido Civil reorganizado elegía a Grau como uno de sus directores. Pocos meses le quedaban por vivir, ocho apenas; pero fueron las más fecundos e insignes de su bien empleada existencia.

Las fechas de esta epopeya deben grabarse en la memoria de todos los peruanos. En la noche del 16 de Mayo zarpaba del Callao al frente de la primera división de la escuadra, llevando al Presidente y tropas de refuerzo para Arica; el 21, había roto el bloqueo de Iquique, abordado y hundido la Esmeralda, y el 26 ofrecieron sacrificios innumerables, entre los cuales el más digno de parangonarse con el de Grau, es el de Bolognesi. La tierra no fué estéril a la lluvia sangrienta. Después del aflictivo y despiadado pacto de Ancón, y de espantosas convulsiones que parecieron retrotraemos a los más negros días del pretorianismo anárquico, la desgracia y la miseria ejercitaron su virtud curativa.

Aparecieron generaciones laboriosas y animosas; el Perú se acostumbró a vivir del propio trabajo; renacieron, modernizados y depurados, el ejército y la marina; y se aquietaron las pasiones revolucionarias. Ese era el espectáculo alentador que nuestra juventud contemplaba en el primer decenio del presente siglo. Pero pronto arreciaron la presunción y el agio (especulación sobre el alza y la baja de los fondos públicos), e hicieron recaer en los antiguos males. Prevalecieron, como otrora, las tentaciones de los desmesurados empréstitos y las fantásticas obras públicas.

A la sombra de tan ficticia exaltación de la prosperidad, todo lo infestó de nuevo el lucro ilícito. Rebrotaron los empleados infinitos, y los sueldos y comisiones extravagantes; reverdecieron las llagas; retoñaron la corrupción y el parasitismo en forma gigantesca; y los jóvenes se despertaron al discernimiento mirando ensalzada la impudicia y befada la honradez. La enervación del festín crapuloso y la vocería del beodo motín los movieron a olvidar la defensa de las fronteras. El empeño con que nos esforzamos, desde hace tiempo, en reparar las calamidades de ese reciente alud devastador, no es todavía bastante. Notad cómo el Perú de hoy se asemeja a ratos congojosamente al anterior a la guerra.

También como entonces, la Providencia nos ha deparado tesoros de yacimientos minerales en nuestros desiertos límites, y nos emplaza para que esta vez sepamos utilizarlos y defenderlos mejor. Una racha de egoísmo, un momento de descuido, una pausa de cansancio o negligencia en la acción reconstructora, y perderemos como antaño nuestra seguridad naval relativa, el puesto que a nuestra marina compete después de la definitiva contienda del 79, y que es el segundo en el Pacífico Meridional. Han vuelto sobre todo a exacerbarse las sediciosas divisiones internas, anuncio y causa de cuitada debilidad ante el extranjero.

La ponzoña de la calumnia se vierte a raudales, para enloquecer a las turbas ignorantes, trastocando responsabilidades o acumulándolas en un solo platillo, y denostando con miserables fábulas a regiones y ciudades enteras, como a esta manera capital, a clases sociales íntegras y a antiguos partidos políticos, sin las salvedades y excepciones que la más elemental justicia exige, y sin recordar que, pese a quien quiera, porque la verdad histórica es inviolable e intangible, el pasado es irrevocable, y nadie puede hacer que lo que fué no haya sido, en los días de la magna prueba, los dos máximos héroes, los dos supremos adalides y redentores del Perú, fueron Grau, el excelso marino civilista, y Bolognesi, el sublime anciano limeño.

En este centenario de Grau, para hacernos dignos de su bendita herencia, juremos todos trabajar por la salvación del Perú con la austeridad, la pureza de miras, la abnegación y el valor de que nos dió tan magnífico ejemplo.

El discurso de Riva-Agüero en el centenario del nacimiento de Miguel Grau es uno de sus textos más difundidos. Pronunciado en la Sociedad Entre Nous el 29 de Julio de 1934, se difundió en La Prensa, de Lima, del 30 de Julio de ese año; en ese mismo diario y en El Comercio, de Lima, del 28 de Octubre de 1946; en Contraataque, de Lima, del 6 de Noviembre de 1946 y en numerosas recopilaciones y antologías. Entre ellas: Historia del Perú. Selección, Lima., (Tipografía Peruana), 1953, t. 2°; y en Afirmación del Perú, Lima, Publicaciones del Instituto Riva-Agüero, 1960, t. 1°, selección y prólogo de César Pacheco Vélez, pp. 325-340. En: Obras Completas . Tomo Vll.pp. 345-359. 

 

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA 

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Historia de la República del Perú (1822-1933). Lima: Editorial Universitaria, 1983, séptima edición.

CENTRO NAVAL DEL PERÚ.

A la gloria del gran almirante del Perú Miguel Grau en el sesquicentenario de su natalicio, 1834-1984. 3a edición. Lima: Secretaría del Ministerio de Marina, 1984. 441 p., ilus. color.

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Homenaje a Grau, 1879-1979. Lima: Ed. Andina, 1980.

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LÓPEZ MARTÍNEZ, Héctor. Notas sobre Grau y otros temas de la Guerra con Chile. Lima: Ministerio de Marina, 1980. 134 p., ilus., retratos.

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TEMPLE, Ella Dunbar.

El “Victorial” de Miguel Grau. En: Revista de San Marcos. N° 20. Lima, 1979. 51 p.