Hermana de Grau en busca de un cadáver

Al día siguiente de la sangrienta batalla de Miraflores Dolores Grau, hermana del héroe de Angamos, busca el cuerpo de su esposo, el coronel Manuel María Gómez. La escena es dramáticamente descrita en»La batalla de Lima», de Guillermo Thorndike.

 

 

Miguel Grau y familia. La señora que está a su lado es Dolores, protagonista de esta triste historia.

A las nueve de la mañana, la avanzada chilena de Miraflores vio acercarse a una enlutada mujer y a un chino en una carreta tirada por un jamelgo. Los rifles apuntándola no parecieron amedrentarla. Como el viernes sobre San Juan y Chorrillos, hoy llegaban los buitres a cebarse en los cadáveres de la última batalla. ¡Alto! La mujer ordenó al chino que detuviera la carreta. Rumbo a los reductos, había presenciado la huella de los sables chilenos ensañados contra inermes fugitivos. Con altiva postura esperó que se acercaran los enemigos a registrar. Un oficial siguió a los soldados de línea. La carreta estaba vacía.

¿Qué se le ofrece? ¿No sabe que estamos en guerra? —a unos pasos el oficial descubrió el ajado semblante de la mujer. Tenía más de cincuenta años. A su lado, el chino parecía tiritar de frío.

Vengo a buscar el cuerpo de mi esposo.

Hay muchos muertos, señora, mejor vuélvase a casa se suavizó el enemigo. No me iré sin él. Tengo obligación de darle cristiana sepultura. No estoy autorizado para franquear el paso a nadie… ¿Cuál es su nombre?

Dolores Grau de Gómez. Mi esposo era el coronel Manuel María Gómez.

Oficial y tropa cambiaron miradas. Acaso es familiar del almirante al que los chilenos enterraron con honores militares.

La dejaron pasar. La hermana mayor de Miguel Grau sabía adónde dirigirse. Anoche buscó al coronel Ribeyro en el colegio de Belén. Se decía en Lima que todo su batallón sucumbió. La saludó compasivamente. Por última vez había visto a su esposo en el reducto, protegiendo la retirada de un puñado de reservistas. Aunque lo aguardaron por Limatambo, no se les reunió. Dolores atravesaba ahora el campamento chileno con los ojos puestos en el fortín vecino a la vía férrea. A su lado, el chino Francisco lleva las riendas mientras muestra sus largos dientes nerviosamente. Negras hileras de cañones Krupp apuntan en dirección de Lima. En las chacras próximas al pueblo forrajeaba la caballería.

Los regimientos vencedores callan al paso de esa mujer que avanza con flotante lentitud de espectro. El abrasado balneario exhala todavía un calor insoportable. No todos los inmensos pinos de Porta se habían quemado. Sólo chamuscados se alzan algunos sobre la retorcida ruina de Miraflores. La estación está intacta. Nadie se ha molestado en recoger a los muertos de ambos bandos. Más peruanos que chilenos yacen aquí abiertos a bala y bayoneta. Tan rotundos difuntos varias veces asesinados por el repaso chileno no serán olvidados por Francisco. Olfateaba la carnicería, el rastro de sangre mezclándose al tufo del incendio. Nadie más les preguntó adónde iban. Ala izquierda de Miraflores, los vencedores pasaban rancho a la vista de la matanza. La festiva vibración de las bandas de músicos saludaba el día de la victoria chilena. Hoy entrarán en Lima. Bruñidos gallinazos negros se alinean sobre la cortina del reducto, constatando la quietud de los cadáveres.

Por segunda vez en tres días, la guerra les obsequia un incontable almuerzo.

¡Malditos! prorrumpió Dolores saltando de la carreta. También Francisco los espantó a pedradas. Después ella se tambaleó y tuvo que apoyarse un rato en el brazo del cocinero. Nadie consiguió disuadirla de hacer este viaje. Si el coronel Gómez ha muerto, debe enterrarlo. Y si está herido, no impedirán que ella misma lo conforte. Tardó en reconocerlo entre un centenar de cadáveres. El valeroso coronel yacía boca arriba, cerca de la ametralladora y del destrozado guardiamarina Moreno. Una expresión de horror, casi una fealdad que ella no le había conocido, se enfriaba en su rostro de cera. Sacudida por sollozos, lo cubrió con su propio cuerpo, como si aún fuese posible abrigar su agonía.

Terminó la vida pero no murió el amor. Y sin embargo el verdadero amor ya no es posible bajo este lento sol austral, nada ha de existir en adelante como no sea la melancolía del amor, esa tristeza que confunde y esa paz que nunca, que otra vez, que más allá. Manuel, esposo mío. Cuando sus viejos ojos la miraban con súbita ternura, cuando le murmuraba vida, vida mía adorada, ¿quién hubiera imaginado estos buitres atentos a su adiós? Amor, inocencia a pesar de todo, corazón de niño pulsando su melodía en algún lugar remoto.

El duro cuerpo exuda un humor helado. Anciano recién nacido a la muerte, esa otra nada en soledad, recuérdala si puedes. El chino se quejaba con un agudo lamento. Dolores Grau miró el cielo, su jocunda luz de verano sosteniendo a los gallinazos. El sol, diminuto huevo de luz, calentaba el campo de batalla apurando la pudrición de los caídos. De pronto se sintió observada. Negras miradas enemigas profanaban la enormidad de su dolor. Ayúdame, Francisco. Auxiliada por el chino, arrastró el cadáver hasta subirlo a la carreta.

 

Fuente:

Hildebrandt en sus trece, 19 de mayo del 2017.