Discurso boliviano por la muerte del gran almirante

En una misa de honras fúnebres celebrada en Potosí en noviembre de 1879 el catedrático boliviano Daniel Campos leyó este discurso que fue íntegramente publicado’ por «La revista del Sud».

Se trata de uno de los más encendidos homenajes al peruano Miguel Grau.

Miguel Grau Seminario: su muerte cambió decisivamente la historia de la guerra precipitando el desastre del Perú.

Señores:

Comisionado por la autoridad política del departamento os trai­go, ante este tristísimo deber que llenamos, la palabra del duelo na­cional.

Inclinémonos, señores, porque ella va a caer sobre una grande tumba, sobre una inmensa gloria, sobre un abnegado martirio.

El «héroe del océano», el «sublime marino de la América», aquel que leía la ruta de los astros en el cielo y conocía los escollos y corrientes del mar, el que volaba a la tempes­tad del fuego enemigo dominando la tempestad de las olas, el que se encaraba a la muerte a través de otra muerte siempre amenazadora por el terror del elemento inmen­so y traidor sobre el que combatía, Miguel Grau, ha coronado la epo­peya de su vida con la inmortali­dad del martirio consumado.

Dos grandes banderas, hoy en­lutadas, han sido su sudario, su tumba el océano y el estremeci­miento de un continente su apo­teosis.

¿Hay verdad en estas mis pala­bras?

¿Tal héroe se ha presenta­do efectivamente?

Sí, señores. La Providencia suscita seres de una talla relativa a las tragedias de la humanidad. Ella arroja los granos que han de germinar en los hura­canes. Por esto es que se improvi­san hombres que, como centellas desprendidas de electrizada nube, son la verdadera encantación de un pueblo en situaciones dadas.

Cuando Chile, después de agu­zar secretamente su siniestro pu­ñal, se creyó fuerte para el robo y asaltó nuestro litoral opulento e inerme, ¡ah, señores! la cólera, la santa indignación del ultraje, la sed de las patrióticas venganzas agitaron como serpientes enros­cadas el alma viril del boliviano. Iguales sentimientos sacudieron al Perú porque su rostro fue azo­tado con su misma oliva de paz. La guerra, la santa guerra, había esta­llado.

Chile se hallaba armado, los aliados desprevenidos.

Fue entonces que apareció Grau como condensación del alma de dos naciones, heridas, ultrajadas, retadas por la traición.

La cólera de los pueblos es cen­tella que fulgura, rayo que aniqui­la. Las venganzas de los pueblos son grandes pero son magnáni­mas. Un pueblo ultrajado, mutila­do en su nacionalidad, empuña su laureada bandera, que es la ima­gen viviente de la patria, no cuen­ta sus soldados, no inquiere los del invasor e, incontrastable como el destino, ciego armo el torrente, o lava su afrenta o sucumbe entre llamas de gloria, dejando a sus hi­jos el testamento de su venganza.

Grau fue por esto rápido es­plendor, rayo, generosidad, holo­causto. Recordadlo.

¿El Huáscar, ese glorioso Huáscar, no ha estado, señores, desde el principio de la guerra dominan­do nuestra imagina­ción? ¿Rodeado de una blanca aureola, no lo hemos visto solitario por entre las brumas del mar, pensando noche y día en él, acompa­ñándolo con nues­tros votos, encade­nados a él nuestros temores y esperan­zas, no lo hemos vis­to, repito, recorrien­do, una prodigiosa carrera de proezas, fantasma aterrador del chileno, ángel vengador de las jus­ticias, arrojando la primera protesta con el estampido de sus cañones, lanzando al pirata el primer bo­fetón con sus encen­didas granadas?

Grau, montado sobre su Huáscar, pierde las dimen­siones del hombre y aparece a la imagi­nación popular como uno de esos genios fantásticos que nos han trasmitido las leyendas orientales. Su buque no es ya un buque sino un talis­mán con el que todo lo puede y a todo se atreye, porque el destino está a sus plantas.

El Huáscar, solo él, domina el mar a despecho de toda la escua­dra de los piratas; él solo se mul­tiplica. vibra, fulgura por todas partes. Él protege los embarques y desembarques de tropas, víveres y municiones, toma buenas pre­sas, cosecha lanchas, echa a pique buques, bombardea fortificacio­nes; rodeado de las sombras de la noche se aparece como fantasma vengador y despierta a los aterrados buques; piérdeseles siempre de vista cuando todos en masa lo acosan como lebreles que asaltan a león solitario.

Su guerra es la guerra caballeresca. Su guerra es el tremendo reto lanzado, como látigo de fuego, a la bronceada frente de los piratas.

¡Cuán inmensa distancia entre ambos!

Estos reducen a cenizas pueblos indefensos, Grau no infama sus cañones ante pueblos desartillados que sorprende en su triunfante carrera.

Estos arrojan sus balas a los náufragos de la Independencia.

Grau, grande en el combate y magnánimo en el triunfo, tiende su mano a los náufragos y rendidos de la hundida Esmeralda; mira con respetuosa deferencia el infortunio de los prisioneros del Rímac y deja escapar a los cobardes del Cousiño que le piden misericordia.

Estos jamás han presentado sus buques ante las baterías del enemigo, ni pasado su humillado estandarte, sino a una respetuosa distancia de los afrontados cañones; por dos veces , Grau ha llevado la alarma, el temor, el incendio ante Antofagasta, centro y fuerza de los asaltadores, a Antofagasta, defendido por cañones de a 300, custodiado por buques de guerra que lanzan sus fuegos y se parapetan detrás de naves neutrales; Antofogasta, cueva hoy de miles de hombres que Chile ha annado como instrumentos de su vergonzoso robo.

La impostura, finalmente, campea en los partes oficiales de los piratas que cantan como triunfos sus reveses y derrotas, como falsos testigos que quieren sorprender al mundo y engañar a la historia; mientras que el mártir marino en sus lacónicos partes recuerda la magnífica simplicidad de ios Nelson y Faragut. La genealogía de los héroes del mar no estaba aún extinguida. Grau brillará en esta gigantesca pléyade. Ante esta huella de luz que deja la estela del Huáscar entusiásmense los pueblos del continente, el aliento y aplauso le viene de todos los vientos; nube de popular incienso circunda al héroe, y esta grande alma, al recibir las medallas con que porfía ornan su pecho, al empuñar el estandarte de las señoras de Cochabamba, al aceptar el álbum de 20,000 firmas en que la grande Buenos Aires le expresa sus simpatías y admiración, al leer la halagadora salutación de la Marina Argentina, no tiene sino palabras de sincera modestia.

«He cumplido mi deber», responde a todos estos emisarios, cuyo eco repercute el coro de alabanzas que brota de todas partes para el sublime marino.

La modestia, señores, he ahí el pedestal de los grandes. Para él sus proezas no eran gloria, eran simplemente deber. Nelson, al principiar un combate, decía a sus marinos: la Inglaterra espera que todos sus hijos cumplirán su deber.

Asistamos, señores, al magnífico ocaso de este astro.

Todos los que sabíamos sus romanescas excursiones temblábamos por el héroe. Llegaba triunfante cargado de botín y con nuevo lustre las banderas aliadas y quedaba aún como paralizado nuestro espíritu. Negros presentimientos nos acosaban a todas horas. Es que, señores, la naturaleza humana en sus grandes esfuerzos tiene un límite; es que no se puede forzar demasiado al destino; es que el valor cuando degenera en temeridad tiene sus abismos y no se debe persiguiendo lo imposible tentar el poder de Dios.

Los piratas, contando con las fabulosas excursiones del Huáscar, aprestaban cobardes y silenciosos la celada, y como esos bandidos que se conjuran en las sombras de la noche para castigar la intrepidez del generoso enemigo, acechaban el instante de la más negra de las inmolaciones.

Sublime debía ser la catástrofe del marino, como fue rápido su magnífico esplendor. Tan grande triunfo era digno de los piratas.

Llega el 8 de octubre último. Despéjase las blancas neblinas de la aurora y el Huáscar, rodeado por toda la escuadra enemiga en nuestra bahía de Mejillones, acepta, no un combate de Titán, sino una grande y santa inmolación por sus dos patrias. Con sus dos cañones de a 300 responde a 12 del mismo calibre y más de 40 de menor potencia. Para usar del poder de su ariete envuélvese en tempestades de fuego y de plomo desprendidas de los cañones que literalmente roza con el casco despedazado de su buque. Sucumbe él envuelto en las dos banderas, sucumben uno a uno todos sus subalternos y hallan la inmortalidad en medio de una nube de fuego y de llamas, al estampido de los cañones, al ronco clamor de olas embravecidas y bajo una atmósfera negra, rugiente e incendiada por la pólvora de los combates. Ei último de los subalternos, antes de entregar el ensangrentado casco a los que vinieron al abordaje son todavía dos veces rechazados, corre a la Santa Bárbara para hacer volar las preciosas reliquias y es detenido con un pistoletazo que le da una mano extranjera. El bravo Palacios acaba de morir de resultas de esta herida. ¡Ah! qué imponente catástrofe, señores. Cómo saben morir los que luchan por su bandera y por su integridad nacional.
El Huáscar no se rindió pues porque era una hecatombe de cadáveres y los cadáveres no se rinden.

Hemos perdido al Huáscar.

Sus despedazados restos están en poder de los legendarios vencedores del desierto. Eduardo Abaroa aquí, Miguel Grau en el mar. ¿Hemos sentido por esto flaquear nuestro espíritu? ¿Podremos creemos abatidos? No, nuestro espíritu se halla, si cabe, más retemplado. No, nuestra unión se baila más fortalecida por la comunidad de glorias e infortunios consiguientes a la guerra. No, porque muy desdichadas serían dos naciones si su porvenir hubiese dependido de solo un buque. El Huáscar era del Perú, era de Boíivia pero no era el Perú ni Bolivia. La suerte del opulento Perú, la independencia de la república andina, asentada sobre una meseta de plata y con la tradición de sus 15 años de edad heroica, no puede depender de tan poca pérdida. ¿Cuánto valía el Huáscar? 450,000 fuertes.

Hemos también perdido al glorioso marino. ¿No nos queda nada de él? Nos queda su ejemplo, su memoria, su holocausto, su inmortalidad.

La sangre de los mártires no bebe la arena. Ella opera por la santidad del sacrificio aceptado, las transformaciones y milagros del porvenir. Recordad de Espartaco, de Juan Huss, de Juana de Arco, de Lincoln, de Leonidas, de Murillo y cien más cuyos martirios han sido los precursores de independencia, nacionalidad, emancipación.

A cuantos surquen esas inmensas soledades del océano, con el alma llena de ese augusto recogimiento que da la presencia de lo infinito, ¿acaso no se presentará dominando las tranquilas olas de Mejillones la figura heroica de Grau luminosa, agigantada y fascinadora? ¿Leónidas del mar no dirá al viajero señalando dos humeantes banderas: ve a decir a mi patria que hemos sucumbido por defender sus santas leyes?

¿A qué invasor no impondrá la magnitud de este sacrificio?

¿Qué marino no seguirá este ejemplo?

¿Qué soldado no envidiará esta inmortalidad?

¿Qué hombre de Estado, sin que la sangre de Grau le salte, a la cara, podría reanudar relaciones con la nación de los asaltadores?

Reflexionemos, señores, algo más alto sobre estos sucesos.

Examinemos las vistas de Dios en estas lúgubres escenas porque Dios preside la marcha del género humano, manifestándose tangible en esa inflexible lógica de causas y efectos.

En esta lucha empeñada en el Pacifico veo por una parte dos naciones agredidas. No hablaré del Perú, pero sí me permitiréis que hable de la nuestra con fe y con entereza; pues bien, veo a Bolivia que ha consumido sus días en estériles y sangrientas bichas, nación presa de convulsiones que no ha respondido al desarrollo de sus poderosas fuentes de prosperidad y que tocaba a su disolución por los odios, por la inercia, por su ignorancia en las masas, por el fanatismo, por las preocupaciones.

De otra veo a Sodoma, agresora,con todas sus concupiscencias (exceso de deseos), con el cáncer que corroe sus entrañas sociales, con la pérdida de todo elemento de moralidad, de toda noción de justicia; pues bien, señores, no trepido afirmaros que Dios ha resuello salvamos, dándonos nacionalidad e impulsión de progreso, con una expiación tan magnífica como grandes han sido nuestros odios y errores. Por esto nos ha mandado la guerra que debemos soportarla extenuados aún por anteriores calamidades.

A Chile, a ese país mitad Sodoma, mitad antigua Argelia, asilo prostituido de mercaderes y piratas, ¿qué porvenir le depara la Providencia? Escuchadme. Un pueblo, lo mismo que una institución, por secular que sea, cuando llega a su término final se obceca y se suicida.

Chile está obcecada (obstinada), Chile se suicida. ¿Podrá Chile, sin suicidarse, resistir a dos grandes naciones de inagotables recursos, contando con las simpatías del mundo entero y con hombres que saben defender su nacionalidad corno los heroicos Grau y Abaroa?

Examinemos otro hecho que converge al castigo providencial. Hay en Europa una mano vigorosa que venciendo a la naturaleza ha abierto el canal de Suez. Ella misma se propone cortar el Istmo de Panamá. ¿Qué será entonces de Chile? Encadenado a sus estrechos límites en el sur por la gran patria de San Martín, en el norte por la patria de Grau y Gálvez, de Murillo y Abaroa, perdido su rol de emporio comercial del Pacífico, ¿no será reducido a un oscuro rincón de pastoreo? la mano de Lesseps va a escribir, señores, para la orgiaca Chile, los caracteres que aterraron á Baltazar.

Cierto es que por nuestra civilización cristiana repudiamos de nuestros labios el «Delenda est Carthaga»(Cartago debe ser destruida) de Roma pagana, pero es cierto también que al fin de nuestra guerra veremos a esa Chile suicidada por el vértigo del robo, de la sensualidad, con el estigma de los providenciales castigos y aplastada con el desprecio de las naciones honradas.

Entonces ¡Oh, Grau! resplandecerá aún más vuestra imponente figura.

Vuestro sublime sacrificio brillará, como brilla la primera centella, precursora del rayo vengador que ha de herir la frente de Caín.

Besaremos entonces como hoy vuestra gloriosa tumba.

Besaremos entonces vuestra misteriosa aureola, formada con el iris de dos banderas unidas y purificadas al crisol del mismo fuego devorador de Mejillones.

¡Inclinémonos, señores!

El Dios de las justicias, que ha escuchado nuestras preces (cantos propios de la Misa hispánica), ha recogido también esa grande alma.

¡Paz y bendición a la santa memoria de esos inmortales héroes y mártires!