Mi situación es sumamente «Embarazosa»

En el libro «Chile-Perú, historia de sus relaciones diplomáticas entre 1819 y 1879» el diplomático chileno Juan José Fernández Valdés, quien fue embajador de su país en Lima desde 1983 hasta 1990, relata también el encuentro que el presidente Mariano Ignacio Prado tuvo con el representante diplomático de Chile Joaquín Godoy pocas semanas antes de la guerra. Prado estaba convencido de que Bolivia no tenía la razón, de que el pacto secreto firmado con ese país en 1873 había sido un error y de que el Perú debía ser neutral. No sólo eso: en una conversación personal Prado le habla a Godoy de la existencia del tratado peruano-boliviano y le confiesa lo incómodo que se siente al respecto. Ese fue el comandante en jefe que nos arrojó el destino en la peor hora de nuestra historia.

 

Mariano Ignacio Prado estaba convencido de que Bolivia no tenía la razón. En vez de decirlo, se sumó al clamor de una guerra que habría podido eludir honorablemente invocando el artículo III del tratado secreto de 1873. Este decía literalmente: «Reconociendo ambas partes contratantes que todo acto legítimo de alianza se basa en la justicia, se establece para cada una de ellas, respectivamente, el derecho de decidir si la ofensa recibida por la otra está com­prendida entre las designadas en el artículo anterior».

Daza celebraba el carnaval mien­tras el pueblo ignoraba lo que sucedía en el litoral, ignorancia que, según el historiador boliviano Querejazu, aquel estimulaba. Con todo, envió a Lima a Serapio Reyes Ortiz, ministro de relaciones exteriores, para solicitar el apoyo peruano. Algunas semanas atrás un funcionario había encontrado en los archivos de la cancillería paceña un documento, al parecer olvidado. Este resultó muy útil y oportuno para la misión de don Serapio. Se trataba del tratado secreto de alianza de 1873.

Sus primeras entrevistas con el general Prado y luego con Yrigoyen le dejaron insatisfecho. El primero le manifestó oficiosamente que sus ideas no eran favorables a Bolivia, pues no le reconocía el derecho de imponer el impuesto de 10 centavos. El segundo -también oficiosamente- aludió a la caducidad del tratado de 1873, confor­me el inciso tercero del artículo octavo, ya que Bolivia firmó el tratado de 1874 con Chile sin conocimiento oficial del Perú.

El pacto de alianza les resultaba in­cómodo a los dirigentes limeños, en particular a Yrigoyen. Por otra parte, Perú atravesaba por un período de grandes dificultades financieras que no se conciliaban con un conflicto armado, de suyo costoso. Prado le trasmitió al prefecto de Iquique el siguiente mensaje:

«Conserve usted el orden público en su departamento, porque por lo que toca a la cuestión de Bolivia con Chile nada tenemos que hacer, porque la justicia y la razón están de parte de este segundo país«.

Según el historiador boliviano Que­rejazu, la actitud de Perú era de espe­ra. El tratado de alianza se lo había olvidado. Lo que traía don Serapio en su maleta era un cadáver que el Perú se descuidó de enterrar tres o cuatro años antes.

A pesar de este clima poco auspi­cioso, las conversaciones prosiguieron. Yrigoyen anunció a Reyes Ortiz que su gobierno deseaba que se alcanzara un arreglo pacífico entre Bolivia y Chile, sobre la base de la desocupación por las fuerzas chilenas del litoral bolivia­no, la suspensión del impuesto de 10 centavos y el envío a Santiago de una misión diplomática ad hoc que ofrece­ría la mediación peruana. Entretanto, quedaba en suspenso «toda discusión referente al mencionado tratado de alianza»[el de 1873].

Don Serapio aceptó a regañadientes las declaraciones de Prado e Yrigoyen, pero se mantuvo en Lima a la expec­tativa.

 

GESTIONES DE GODOY EN LIMA.

Alejandro Fierro mantuvo informa­do a Godoy de lo que sucedía en La Paz. Con estos antecedentes, el agente se entrevistó con el presidente Prado. Lo impuso del oficio que Fierro despachó a Videla, el 3 de enero de 1879. En este, el canciller informó a su agente en La Paz que Chile se hallaba dispuesto a celebrar «una discusión tranquila y amigable para arribar a un acuerdo común o recurrir al fallo de una nación amiga, conforme el artículo 20 del pro­tocolo anexo al tratado de 1874. Lo que el gobierno no aceptaba es que Bolivia se hiciera justicia por sí misma».

Prado acogió con agrado esta pro­posición. Había vivido varios años exiliado en Chile, donde contaba con muchos amigos. Reconoció que Bolivia había incumplido el tratado, pero, con todo -argüía- el árbitro podría impo­ner a la próspera Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta -de acuer­do con la equidad- que pagase un lige­ro impuesto como el proyectado, pues se trataba de un gobierno pobre y falto de recursos. Por esta razón, agregó, no querría encontrarse en ese papel.

En una nueva conversación, ex­presó que, no obstante su renuencia a servir de árbitro, instruiría a sus re­presentantes en Chile y Bolivia para que ofreciesen los buenos oficios de Lima. Aceptados estos, solicitaría la suspensión de la ejecución de la ley de 14 de febrero de 1878 y la sujeción incondicional de las cuestiones al fallo arbitral previsto en los pactos de 1874.

De estas expresiones, infería Godoy equivocadamente que «este Gobierno [el de Perú] no sólo sería neutral sino que nos acompañaría con sus simpa­tías dado el caso de que un rompimien­to sobreviniera entre Chile y Bolivia».

Sin embargo, también sus numerosos años en lima le hacían comprender la inestabilidad del sistema político pe­ruano y que la opinión del presidente no tendría muchos seguidores. Estos influyentes círculos siempre creerían descubrir en la ocupación de una parte del litoral boliviano por Chile el pensa­miento de anexarlo a esta última na­ción. Y verían en tal anexión un peligro para Perú, «cuyo litoral llegaría a ser mucho más codiciable para Bolivia».

No obstante, tales adversarios – muchos de los cuales formaban fila en el civilismo- no atemorizaban a Godoy. Al Perú, falto de recursos y de crédito externo, amenazado por convulsiones internas, su interés le aconseja ser neutral. Veremos después cuán equivocadas resultaron estas apreciaciones. El peso de la opinión pública y la existencia del tratado de alianza de 1873 habrían de impedir a Prado seguir sus primeros impulsos.

Muchos elementos de antigua data predisponían desfavorablemente a peruanos y chilenos. Ya hemos visto los permanentes roces entre nuestros compatriotas y las autoridades perua­nas; los problemas de los trabajadores chilenos en la construcción de los fe­rrocarriles impulsados por Meiggs; la presencia cada vez más importante de ellos en el litoral boliviano y peruano, y los perjuicios económicos que sufrie­ron los salitreros chilenos expropiados en Tarapacá.

En una nueva conferencia, el ge­neral Prado le hizo al agente chileno, con el máximo de reserva, una asom­brosa declaración: la existencia de un tratado de alianza suscrito en 1873 entre su país y Bolivia, con carácter secreto, para el caso de que Chile, por cuestiones de límites o intereses en el litoral, hiciera la guerra a Bolivia.

«Mi situación -le comentó- es sumamen­te embarazosa. Yo estoy por la neu­tralidad más severa en la contienda chileno-boliviana, pero la mayor parte de la opinión quiere la intervención del Perú a favor de Bolivia, si Chile pretende ocupar definitivamente el territorio que recientemente han empezado a dominar sus fuerzas».

Luego le agregó:

«El compromiso, en mala hora contraído por la admi­nistración Pardo, puede, a pesar de mi voluntad, obligarme a una actitud adversa a Chile. En una palabra, quiero ser enteramente neutral, pero temo ser arrastrado a intervenir según las even­tualidades. De aquí mi anhelo porque Chile acepte los buenos oficios que le tengo ofrecidos…».

Alarmado por las revelaciones de Prado, telegrafió a Santiago en el sen­tido de que se reforzase la ocupación de Antofagasta, pues la misión especial de Serapio Reyes Ortiz exigía el cum­plimiento de la alianza negociada por Pardo.

«Presidente [Prado] neutral – agregaba- pero teme ser arrastrado. Insiste en ofrecimiento buenos oficios».

Guiado Godoy por la idea de que la gestión de Serapio Reyes Ortiz pre­cipitase la alianza peruano-boliviana, que jurídicamente existía desde 1873, escribió al presidente Prado que en­viase a Chile un enviado especial. Este ofrecería los buenos oficios de Perú.

Ya el 24 de enero de 1879 el encar­gado de negocios en Santiago, Pedro Paz Soldán y Unanue [conocido en el mundo literario como Juan de Arona], los había ofrecido al propio presidente Pinto, en medio de la complacencia del gobernante. El mandatario evidencia­ba así ignorar por completo el pacto de alianza, pues una intervención peruana no podía ser neutral por mucho que Prado fuese amigo de los chilenos.

Si el gobierno boliviano suspendía la ley de los 10 centavos -aún no se había rescindido la concesión otorgada a la Compañía de Salitres en 1873, lo que tuvo lugar el 1° de febrero de 1879-, se terminaría el conflicto, decía Pin­to. La presencia de un blindado en Antofagasta

«no era sino medidas precautorias para conservar el orden público en dicho puerto, de acuerdo con las autoridades de tierra».

«Oja­lá -agregaba cándidamente- que el Perú tomara parte. Sería lo más justo».

Paz Soldán se adelantó a decirle a Pinto que Perú ofrecería sus «buenos oficios, si llegado el caso, y que estaba para ello autorizado». El presidente le respondió dos veces: «Con mucho gusto».

LA MISIÓN LAVALLE.

Las autoridades peruanas esqui­vaban las peticiones de Reyes Ortiz de poner en vigor la alianza de 1873. Perú se hallaba -como hemos anota­do ya- en una mala situación, tanto política y financiera como militar.

Se consideraba asimismo que la escuadra chilena con los dos blindados que orde­nó construir el presidente Errázuriz era más poderosa que la peruana; por este motivo, rápidamente se apoderaría de Tarapacá, donde se encontraba la principal riqueza nacional. Sin crédito externo ni interno nada podría hacer el gobierno.

El presidente Prado resolvió desig­nar como ministro plenipotenciario en misión especial a José Antonio de Lavalle, diplomático, político, e his­toriador. La persona escogida reunía todos los antecedentes para gozar de una buena acogida en Chile. Contaba en Santiago, además, con parientes y amigos altamente situados.

Conforme refiere el plenipotencia­rio en su obra «Mi misión en Chile en 1879», el 19 de febrero recibió una invitación del ministro Yrigoyen para tener una reunión con él. Allí se im­puso de que el presidente, así como el canciller, habían resuelto encargarle una importante tarea.

El propio ge­neral Prado le explicó «vagamente» sobre «la delicadez de las relaciones entre el Perú y Bolivia, sobre las com­plicaciones externas e internas que podría traer al Perú una guerra entre Bolivia y Chile; sobre lo peligroso de los principios que avanzaba Chile; sobre la excitación que iba apareciendo en la opinión pública, etc. etc.

Debía, pues, partir rumbo al sur el 22 de febrero con el fin de encontrar una solución a la controversia chileno-boliviana. Mientras tanto, desde Santiago, Paz Soldán telegrafiaba que Chile, en vista del decreto de rescisión del contrato que favorecía a la Compañía de Sali­tres, juzgaba inaceptables los buenos oficios peruanos y ocupaba hasta el grado 23”.

Fuente:

Hildebrant en sus trece.