El puñal que nos clavó Argentina

En este capítulo, Francisco García Calderón, el presidente vejado, recuerda el triste papel que en la desdicha final del Perú le cupo a la supuestamente hermana república del Río de la Plata.

Presidente Nicolás Aurelio Avellaneda: de octubre de 1874 a octubre de 1880.

 

Conocidos estos precedentes, la consecuencia que de ellos se deduce, por doloroso que sea decirlo, es que en la guerra de 3 repúblicas hispanoamericanas, las demás, casi en totalidad, han olvidado los vínculos que las unen entre sí, no sólo porque entraron en relaciones con un gobierno despótico en el Perú, sino porque después dejaron a esa nación sola en la contienda, negándose a reconocer su autonomía política; y por fin han aceptado como legítimo un gobierno impuesto por Chile, consintiendo aunque sea tácitamente en ese ataque a la soberanía del Perú y en la desmembración de su territorio. Han sancionado, por tanto, el derecho de conquista, sembrando de esa manera el germen que puede conducir a seculares luchas.

Si entre las repúblicas hispanoamericanas, algunas pueden eximirse de este cargo, haciendo valer su falta de fuerza para oponerse a las pretensiones de Chile, la República Argentina no se excusa de ningún modo:

«Ha faltado a sus tradiciones y antecedentes; y ha perdido la oportunidad de representar el papel a que la llaman su posición en América, su gran riqueza y su inmenso desarrollo«.

Este cargo, en que tengo la satisfacción de estar de acuerdo con muchos distinguidos estadistas argentinos, no lo formulo para herir a esa nación, por la que tengo marcadas simpatías; sino para que si otra vez se turbase la paz en América, los pueblos de este continente se persuadan de que deben tener política propia, distinta de la Europa y deberes recíprocos; de que en la aplicación de esa política y en el cumplimiento de esos deberes se cifra su porvenir; y de que tratando de imitar a los pueblos europeos y de acomodarse a la política de ellos, se asemejan a los que asisten a un baile de fantasía representando papeles que no corresponden a la verdad de las cosas.

Esta modificación en la política de América es tanto más necesaria, cuanto que, según haré notar después, Chile tiene tendencias a la conquista y ha de perturbar muchas veces la paz del continente para librarse de conmociones intestinas. La unión entre los pueblos de América podrá conjurar ese peligro futuro.

Y si esto rio fuese posible y el azote de las guerras internacionales y civiles hubiera de continuar atormentando a esos pueblos, el esfuerzo de todos y su unión, serviría por lo menos para humanizar la guerra, quitándole los horrores con que en la última ha empañado Chile sus victorias.

No tiene este libro por objeto hacer narraciones históricas, sino discutir principios políticos; y por eso no debo hablar de los abusos de fuerza que ha cometido Chile en el Perú. Faltaría no obstante al fin que me propongo, si no dijera dos palabras acerca de la conducta política de Chile con respecto a Bolivia y al Perú.

Después de las primeras victorias alcanzadas por las armas, declaró Chile que tomaba el territorio de Bolivia y del Perú como indemnización de guerra; y desde entonces con tal ahínco ha perseguido esta idea, que sin vacilar ha destruido los obstáculos que se oponían a su paso. Ha destruido y puesto gobiernos 6n el Perú; y consintiendo en que se falsearan las instituciones de ese país, ha obtenido un título colorado con el que pretende asegurar su conquista. De suerte que no sólo ha desconocido la soberanía del Perú y hecho escarnio de sus leyes fundamentales sino que ha violado el principio de uti possidetis (posesión) de 1,810.

Y como halló delante de sí dos pueblos que se aliaron, porque estaban persuadidos de que la unión americana es de la mayor importancia para asegurar el porvenir de estas repúblicas, ha querido inducir a Bolivia a que fuera desleal a sus compromisos, preparando de esa manera los ánimos para futuras luchas y sanguinarias discordias.

De modo que Chile no sólo ha atacado los principios republicanos y la soberanía del Perú, sino que ha combatido la unión de los pueblos de Sudamérica y ha entronizado el principio de conquista. Funestos errores a que se ha dejado llevar por la embriaguez de sus triunfos y de los que sinceramente deseo que se corrija en el porvenir, no sólo por la América toda, sino por la misma República que tan malos precedentes ha establecido. Si así no fuese ¿adónde iremos a parar? Volveremos a la Edad Media y a sus guerras que tanto combate la moderna civilización.

Al expresarme de este modo con respecto a Chile y a las otras repúblicas hispanoamericanas, no se crea que pretenda excluir de toda censura a Bolivia y el Perú. Por el contrario, digo que los hombres públicos de Bolivia han estado divididos en dos bandos: los unos, fieles a la alianza con el Perú, querían sostenerla a todo evento, haciendo triunfar los principios de americanismo de que estaban animados; los otros, mirando los intereses del momento, calificando de sentimentalista la política de sus adversarios e inspirándose en sentimientos de exclusivismo, incompatibles con el gran principio de unión americana, aspiraban a la terminación de la guerra a todo evento y a la ruptura de la alianza, aunque fuera sacrificando al Perú a las demandas de Chile. La lucha de estos dos partidos en la prensa y en el Congreso ha hecho incierta o por lo menos tardía y difícil la acción del gobierno; ha dado facilidades a Chile para sostener sus pretensiones y en ocasiones ha inspirado temores y alarmas al Perú.

En cuanto a esta república, declaro paladinamente que algunos de los males de la guerra se los debe a sí misma. Llegó a creer que su Constitución era un obstáculo para la lucha; y consintió en que fuera suprimida. Su desunión interna la ha hecho débil y la prescindencia y abstención de la mayoría de las personas y ese dejar hacer que parece que fuera la norma de su conducta, tanto en las luchas intestinas como en las internacionales, han sido causa de que la resistencia no fuera lo que debió ser y de que innumerables víctimas se hayan inmolado, sin provecho para la patria. Además, en esa misma desunión interna ha encontrado Chile medios de adquirir fáciles triunfos, de quitar y poner gobiernos, y de encontrar al fin algún ser desgraciado que quisiera subir al solio del poder, apoyándose en la fuerza enemiga; y que pusiera el estandarte nacional bajo la planta del vencedor.

De todos estos hechos de Bolivia y del Perú, que con pesar rememoro, me ocupo con el mismo objeto que de las faltas que atribuyo a las otras repúblicas hispanoame­ricanas. Si estas conviene que abandonen la política que han seguido, porque no es la que conviene a los intereses de América, Bolivia debe sostener la alianza sin vacila­ciones, y el Perú con la dura experiencia del pasado es preciso que ahogue las disensiones y pasiones internas; que busque la fuerza en la unión; que se persuada de que la república es la obra de todos y no sólo de los que gobiernan; y que cuando haya reparado sus quebrantos, vuelva a la política eminentemente americana de que ha dado tantas y tan relevantes pruebas.

Si para todo esto fuera escuchada mi voz, alcanzaría el mejor premio a que puedo aspirar.

En conclusión, tengo que añadir que los principios desenvueltos en este capítulo y en el que precede no son la obra de hoy, ni la propaganda del que se siente débil y busca el apoyo del más fuerte. Los he profesado en el Perú antes de la guerra y los he sostenido durante ella en dos ocasiones. En Lima escribí al general don Patricio Lynch dos cartas que, a vuelta de recriminaciones por los actos de Chile contrarios a la soberanía del Perú, contenían mis principios sobre política americana. Después, prisionero en Santiago y atacado por la prensa semioficial, expuse otra vez mis teorías y dije a Chile la verdad sin temer su enojo.

Esos documentos tienen cabida en este lugar, no por­que les atribuya mérito, sino para que no se pueda decir que sólo ahora pienso en la confraternidad americana. Pertenezco en el Perú al número de los que han merecido el nombre de Quijotes, porque han creído que todos los acontecimientos americanos interesaban a esa nación y que debía tomar parte en ellos. Por eso espero que no se tendrá a mal que inserte aquí los documentos aludidos.

Con esto pongo fin a mis observaciones sobre la gue­rra, y voy a examinar las instituciones políticas de los pueblos hispanoamericanos.

 

CAPÍTULO IV

Instituciones chilenas.- Autoridad del presidente de la República.- Abusos eleccionarios.- Paz interna.- Re­soluciones.

Chile, según su Constitución política, es una repúbli­ca democrática; y a la verdad, si pensamos en que tiene congreso, presidente y municipalidades de elección
p­opular, poder judicial independiente de los otros poderes, y funcionarios políticos responsables, no podemos ne­gar que sus instituciones sean republicanas. Tampoco se puede menos que reconocer que la libertad individual está garantizada por las leyes. Pero entre la teoría y la práctica hay un divorcio tan grande, que la promesa se reduce a un ideal que todos desean; y cuya realización se alcanza sólo imperfectamente.

Varias son sin duda las causas que producen este re­sultado; pero entre ellas hay dos que tienen influencia decisiva, y que pueden formularse así: la tendencia de los gobernantes a ensanchar su poder y la apatía de los gobernados; o, como se dice en Chile, la lentitud del ca­rácter chileno para decidirse a obrar. La combinación de estas dos causas da todos los días resultados que favore­cen el despotismo y matan la libertad.

Diversos ejemplos de esto he tenido ocasión de pre­senciar durante mi residencia en Chile; y entre ellos bas­tará para mi objeto uno solo, que es más elocuente que todos los otros.

 

El presidente del Perú Francisco  García  Calderón Landa, fué prisionero en Quillota Chile.

Se practicaron, a fines de 1,881 y principios de 1,882, elecciones populares de senadores, diputados y munici­palidades. Me encontraba entonces prisionero en Quillota; y tuve la ocasión de ver que aun cuando había candi­datos apoyados por el gobierno y otros que sostenían la oposición, que según se me dijo, contaban con la volun­tad de la mayoría de los electores, la elección favoreció a los candidatos oficiales; y no hubo esa lucha o siquiera esa agitación que es natural, y que existe donde quiera que hay elecciones populares.

La explicación de este hecho se me dio por algunos vecinos. La autoridad política, me dijeron, tiene como deber principal el triunfo del gobierno en las elecciones. Si lo consigue, permanece en su puesto; y si es lo contra­rio, se lo reemplaza inmediatamente.

No fue Quillota el único lugar en que la autoridad coartó la libertad eleccionaria. En Santiago, según los diarios de esa capital, el intendente no sólo intervino en las elecciones, sino que falseó el voto popular, pues habiendo sido elegidos candidatos que no eran adictos al gobierno, al hacer el es­crutinio resultaron electos los que designó la autoridad.

Más tarde, hallándome en Santiago, se me confirmó por muchas personas la verdad de este ataque a la liber­tad eleccionaria. Unos me hablaban de él sonriéndose, como quien cuenta una travesura; y otros deplorando el hecho; pero todos estaban conformes en decir que las co­sas habían pasado como acabo de mencionarlas.

Y hubo todavía más. En determinadas provincias y departamentos, la opinión pública estaba pronunciada en favor de personas que por sus antecedentes políticos, por sus relaciones en la localidad y por sus méritos per­sonales podían obtener por sí solos los cargos de sena­dores y diputados.

Dejar que fueran elegidos libremen­te era mucho conceder y privarlos de toda elección no era posible. Para no caer en ninguno de estos extremos, se inventó un término medio, que consistió en presen­tar esos candidatos a otros pueblos distintos, en que no tenían influencia personal; y de ese modo la autoridad influyó en todas las elecciones y nadie pudo jactarse de que su triunfo se lo debía a sí mismo. Todos los electos debían llevar el sello ministerial.

No he hablado bien, empleando el calificativo mi­nisterial, sino que he debido decir presidencial porque en la época de las elecciones era ministro del Interior el señor don José Francisco Vergara, importante miembro del Partido Radical; y renunció su cartera, porque algu­nos de sus correligionarios políticos, que debían figurar

Chile tiene tendencias a la conquista y ha de perturbar muchas veces la paz del continente para librarse de conmociones intestinas(internas):

Como candidatos a diputaciones, fueron borrados de la lista oficial y reemplazados con otros. El presidente que­ría tener cámaras que fueran exclusivamente suyas; y ante esa consideración se hizo sordo a todas las demás.

Tan manifiestos ataques a la libertad eleccionaria deberían haber sido objeto de fuerte censura y hasta de manifestaciones hostiles a la autoridad. Así habría suce­dido en cualquiera de las otras repúblicas hispanoamericanas; pero nada de esto aconteció en Chile, o mejor dicho, la censura fue simplemente teórica; y el ataque a la libertad política se consumó impunemente. La prensa tronó contra la ilegalidad de las elecciones y denunció los abusos cometidos en ellas; pero llegado el momento de la instalación del Congreso, le perdonó su origen es­purio y le indicó la senda que debía seguir.

En general, la opinión pública sancionó este abuso de la fuerza, sino de un modo expreso, por lo menos tácitamente. Los unos veían en este acto el triunfo completo del Partido Liberal y la absoluta exclusión del Conservador de toda partici­pación en el gobierno; y esta pasión política o espíritu de partido fue más poderosa que cualquiera otra causa para echar un velo a los abusos, y en cierto modo legalizarlos. Los otros, y estos eran los más, veían el mal y lo deplora­ban privadamente, pero dejaban hacer; y, creyendo que el único remedio que podrían encontrarse era el de la rebelión, decían que en Chile toda revolución era impo­sible; y se horrorizaban ante la sola idea de perturbar la paz pública.

Presidente Julio Argentino Roca: del 12 de octubre de 1880 al 12 de octubre de 1886.

Fuente:

Hildebrant en sus trece.

 

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