Tarapacá: La derrota que Chile quiso negar

La división Cáceres y Ríos, reforzadas por grupos de otros cuerpos que iban renovándose en la altura, traían acribillados a los pocos valientes que habían resistido al plomo y a la sed; restos del Chacabuco y de la Artillería de Marina, y unos pocos Zapadores que Santa Cruz había conducido de la extrema izquierda a la pelea; los artilleros del valiente alférez Faz que había perdido la mitad de su gente, y uno que otro férreo soldado del 2° de la compañía del capitán Larraín que habían peleado en las lomas frente al pueblo. Esas reliquias era todo.

El plan estratégico del valeroso cuanto entendido coronel Cáceres era evidente, y se hallaba ya en el extremo de cumplirlo. Obligando a recular las dispersas reliquias de nuestro ejército hasta la altura de Huaraciña, se hacía en efecto dueño del camino y de la cuesta de aquel nombre, y así nos cortaba la retirada y cerraba herméticamente la quebrada para los que peleaban adentro: la tapa del ataúd iba a caer sobre unos cuantos centenares de bravos, y entonces se habría tenido noticias de la brillante división chilena de Tarapacá por los pájaros de presa que en sus ensangrentadas garras habrían esparcido sus despojos por el ancho desierto. La “encerrona al revés” iba a ser completa.

Cuando las compañías flanqueadoras subían a la cresta occidental de los farallones que cierran hacia el noroeste la quebrada de Tarapacá, no distaban a la verdad más de trescientos metros las divisiones peruanas que venían a atrancarlos, dispersadas en guerrilla y haciendo fuego en avance, al toque de sus cometas.

Pero no habían asomado del todo aquellos ala cuchilla, cuando corrieron a su bien venido encuentro todo lo que quedaba de pechos enteros en la infortunada división de Chile.

El coronel Arteaga y su intrépido ayudante don Jorge Wood, los comandantes Santa Cruz, Vergara y Toro Herrera; el subteniente don Lorenzo Fierro, alentadísimo mozo, natural de Montevideo y sobrino del presidente Latorre, que había venido a la guerra de Chile por amor a la guerra, entrando de soldado en el Chacabuco; el capitán ayudante de los Zapadores don Umitel Unutia, el subteniente Bianchi con su bandera de la Marina, salvada con milagrosos esfuerzos, y adelante de todos el capitán Moscoso, ayudante de aquel cuerpo, a quien se le vio cabalgando en caballos, en mulas y hasta en asnos en todas partes aquel día.

Aclamando a la tropa que llegaba de refresco se tendió ésta en guerrilla con un vigor y un entusiasmo que dejó atónitos a los peruanos que traían por suya la victoria dentro de sus cartucheras. Nuestra línea, aumentada con los rezagados y con combatientes que todavía podían mantenerse en pie, presentaba un frente de más de quinientos metros y podía contener unos cuatrocientos tiradores en dispersión, de ellos al menos un tercio de los rezagados de la mañana y de la marcha.

Los peruanos, por su parte, no bajaban a esa altura de la batalla de 800 a 900 hombres intensamente fatigados. Hada tres horas que se batían con incansable encarnizamiento bajo un sol de fuego, sin agua y sin reposo.

A la primera embestida retrocedieron a su tumo las diezmadas divisiones 2a y 5a del ejército de Tarapacá, y envalentonados los chilenos, comenzaron a avanzar recobrando paso a paso el terreno perdido desde el paraje en que el Zepita quitara en la mañana los cañones a Santa Cruz.

Mandaba en jefe aquella heroica línea que se ha llamado por algunos «la guerrilla salvadora”, un oficial anciano de pequeña estatura y rugoso rostro que se hada notable por andar montado en una muía. Era éste el segundo jefe de la Artillería de Marina don Maximiano Benavides, hombre valientísimo, ascendido desde soldado y que en aquel día memorable meredó ser ascendido a general, porque mandó en jefe la línea que rechazó al enemigo en todo nuestro frente.

Benavides andaba en el bajo “en el agua” cuando vio subir las compañías de Echanez, y reuniendo todos los dispersos de su cuerpo y de otros que encontró a mano, los llevó a la altura animándolos con palabras propias de rudo pero invencible corazón. “No hay que agacharse, niños” les gritaba como en Tacna. “¿No saben hijos de tales… que las balas vienen destinadas?…” Y azotando la cansada muía con la espada les gritaba todavía. “¡Adelante! ¡Adelante! y ¡Viva Chile!”.

El coronel Arteaga recorría también la línea de una ala a otra ala con imperturbable serenidad pero sombrío y silencio. Daba órdenes. Sólo al capitán Moscoso le había dicho al comunicarle sus últimas disposiciones de combate: ¡Voy a buscar la muerte!. Y en tales casos a los que así hablan y así se conducen es preciso creerles.

Los aniquilados batallones peruanos iban perdiendo visiblemente terreno hacia la cuesta de la Bisagra, y cada vez que el “viejecito de la mula” (así llamaban los soldados al arrogantísimo comandante Benavides), daba de viva voz, que repetían los oficiales a falta de cometa, la orden de “¡armen bayonetas!” había una reculada general en toda la línea enemiga. A esas horas todas las cajas habían sido rotas, los cometas estaban muertos y el único eco que acompañaba al estampido ronco de los rifles era el eterno ¡Viva Chile! de los que por su nombre morían. ¡Sublime momento de la batalla, tres veces perdida y ahora ganada!

Los peruanos perdían además en esa tenaz carga al capitán del Iquique Olivencia, escritor de esa ciudad, a los mayores Escobar y Bailón, este último muerto de sus heridas, y entre varios subalternos quedaban heridos el comandante Pfluker, hijo de un rico minero alemán, de Huancavelica, y los mayores La Puerta e Infantas, verdugo este último de los chilenos, y sospechado de ser chileno, en las cárceles del litoral.

Doloroso es decir que en Tarapacá pelearon unos pocos renegados contra Chile, y entre aquellos han sido señalados un Ortiz de Valparaíso, un Ugarte del Ayacucho, un Saavedra del Provisional de Lima y un Molina de la columna Tarapacá. Antes se habían batido en San Francisco contra su bandera un Francisco Gutiérrez y un Fermín Cáceres, de la columna Pasco.

Las perspectivas de la porfiada batalla, la más reñida de cuantas ha tenido Chile, sin excepción de Loncomilla, se cambiaban ahora a fondo. La ola de la victoria retrocedía para los peruanos.

Ya no eran ellos los que iban a quitamos el camino de Huaraciña, que era nuestra única línea de retirada. Éramos nosotros los que acosándolos, conlabayoneta en los riñones, comenzábamos a echarlos de espalda sobre su madriguera del pueblo, leño de tapias y arbolados, de donde seis horas hacía habían subido.

Por otra parte, legaba en ese momento con deplorable atraso un convoy de víveres y odres de agua que en sesenta mulas venía de Santa Catalina. Y al divisar la silueta de las bestias en los médanos, comenzó a correr en las filas de los chilenos la voz consoladora de haber llegado un refuerzo.

Había todavía entre aquellos hombres forjados en yunque de inmortales, almas en que la victoria hacía latir sus alas, pechos y fauces que articulaban con el eco estertor del acero los gritos de ¡Viva Chile! que para el soldado son gritos de victoria. Más por una irrisión del destino los odres de agua no pasaron de una docena y los cartuchos de cuatro mil, en ocho cajones de a 500. Lo demás era charqui y galleta. No.

Ni Moisés ni Molke presidieron jamás aquellas jornadas del desierto, terribles por sus fatigas y combates, más terribles por su eterna, inextinguible e incurable imprevisión.

En esos mismos momentos la valerosa caballería del alentado Villagrán que regresaba lentamente del bebedero de Quillahuasa, donde peleó a bala por el agua, aparecía en una cercana loma. Nada le había sido posible emprender por la naturaleza pedregosa del terreno y el largo rodeo a que la busca del bebedero le obligara en el lejano valle; pero apercibiéndola en el horizonte el coronel Arteaga y juzgando oportuno el momento, ordenó a su ayudante Wood fuera a ponerse a su cabeza como oficial de mayor graduación que el capitán que la mandaba.

Hincó sus espuelas en los ijares de su bruto el intrépido mestizo, y arengando con palabras fogosas a la tropa, la llevó al combate y la venganza. “¡Granaderos a caballo, cuenta él mismo que les dijo: estáis acostumbrados a vencer a los bravos araucanos y no marcháis adelante contra peruanos! No mi mayor, me contestaron, añade el bravo Wood, hoy en desgracia. Nosotros queremos pelear pero nos llevan en retirada ¡Viva mi mayor Wood! ¡Así sí que queremos que nos manden! Después formaron el escuadrón en batalla y lo dirigí sobre el enemigo al toque de degüello. La carga fue tan impetuosa que barrimos la llanura y hemos muerto unos sesenta cuícos”.

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