Tarapacá: La derrota que Chile quiso negar

A la tercera división se había agregado también la artillería de Castañón, que avergonzada de la pérdida de sus cañones, peleó allí con entereza en número de 180 hombres armados de carabinas Winchester.
El 3° provisional de Lima, comandante Zavala, presentaba también algunos pelotones en la división Bolognesi, después de su completa dispersión en San Francisco.

Se estuvieron mirando largo rato las dos fuerzas como para reconocerse. Sostenían algunos de los soldados de Garretón que la tropa que tenían al frente era muy semejante a la de la Artillería de Marina, y para cerciorarse levantaron una banderola chilena, primero en la espada del subteniente don Francisco 2° Moreno, noble mancebo de Valparaíso que ahí rindió voluntario la vida, y enseguida en el fusil de un soldado para hacerla más visible.

Una descarga cerrada de más de mil fusiles saludó entonces la insignia de la patria, cubriendo la columna de balas y de cadáveres, a la distancia de quinientos metros.
Se empeñó en el acto el combate, respondiendo el fuego Garretón con éxito terrible, porque estando la división Bolognesi en filas, la acribillaban sus diestros tiradores, apuntando siempre “al montón”.

Pero aquella valiente tropa se hallaba en la proporción de uno contra diez, cien contra mil; y el empeño desigual iba acabándola. Herido en un pie el valiente mozo que la mandaba, vio caer a su lado a sus dos cabos ayudantes, Carlos Bocaz, un muchacho de 28 años, y Bartolomé Oyarce, este último con un vuelco horrible, herido mitad por mitad en el corazón. Bocaz se batía por la primera vez, pero su compañero de órdenes era un conocido aventurero que había servido con el guerrillero boliviano Carrasco en sus correrías y asaltos contra Caracoles.

Continuaba el fuego con horrísono (que causa horror) estruendo, repetido por los ecos de la angosta quebrada, y momento por momento desaparecían los combatientes del morro, quedando al último 73 hombres de la compañía guerrillera (que era en ese día de 115) fuera de combate. Según las Estas de revistas, la compañía guerrillera de Garretón tuvo 7 cabos y 59 soldados muertos: total 66 y sólo siete heridos; gran total sin contarlos 73 oficiales, o sea más de los dos tercios del número con que entró al fuego.

Trepó entonces la fatal cuchilla el veterano capitán don Bernardo Necochea, llevando en el centro de su compañía, que era la segunda del primer batallón, la bandera virgen y gloriosa del regimiento.

La habían confiado aquella mañana, a falta de abanderado, al subteniente don Telésforo Barahona, mozo atlético y arrogante que tenía dos hermanos en la caballería y era hijo de un antiguo comisario de Santiago.

Batía éste en la altura el noble trapo en reto a las compactas hileras enemigas que avanzaban por las faldas ganando lentamente terreno cuando una bala le atravesó el hombro, robusto pilar del asta inmolada, y enseguida y sin soltarla otra le perforó el pecho.

Cayó entonces el heroico voluntario al suelo, tiñendo con la sangre, que le salió en abundancia por la boca y por la herida, la venerada insignia que aquel día sirviera alternativamente de mortaja a tantos bravos.

El valiente Barahona, voluntario aquel día de la gloria, había escrito a su padre desde el Alto de Pisagua estas rudas palabras de soldado que allí se cumplieron:

Parece que nos entramos al interior, y la cosa va a ser allí de los grandes diablos”.

¡Y tal lo fue!

Tomó enseguida el querido estandarte azul que reflejaba el suelo de la patria, y que por esto le ha sido devuelto, el cabo de su escolta Justo Urrutia y no abatió su asta hasta que hubo recibido tres balazos a los que el hercúleo bravo ha sobrevivido, el único entre veinte.

Pasó enseguida la noble insignia de Chile de mano en mano a los sargentos segundos Francisco Aravena, Timoteo Muñoz y José María Castañeda. Todos rindieron la vida pero no el honor del regimiento; y enseguida cupo igual destino a los cabos primeros José Domingo Pérez, Ruperto Echaurren y Benardino Gutiérrez, este último viejo catador de Yungay y Pan de Azúcar y asistente del comandante Vivar en Caracoles: todos también cayeron.

¿Cuándo, en cuál batalla de Chile y dé la América hubo jamás mayor ni más sangriento heroísmo?

Mientras todo esto tenía lugar a la derecha de la quebrada, batiéndose en el alto del poniente las subdivisiones de la izquierda y del centro, el impávido comandante Vivar avanzaba al trote por el fondo de la quebrada con tres compañías para asaltar al pueblo. Pero recibido de frente por las fuerzas de reserva que mandaba el general Buendía en persona en la plaza de Tarapacá y principalmente por la columna boliviana del comandante González Flor (la columna Loa), era a la vez fusilado de soslayo por las tropas de Bolognesi que, a su vez, tiraban “al montón” en la quebrada, al paso que diversos grupos perfilándose por el lado del poniente, apenas obtenían algún respiro en su entrevero con los Zapadores, disparaban hacia el bajo y lo barrían poniéndolo entre tres fuegos.

Fue ese, además, el fatal momento en que la Artillería de Marina comenzó a ametrallar a nuestros propios soldados en la quebrada, subiendo a deshacer su engaño, en medio de un diluvio de balas, el bravo ayudante Diego Garfias.

No hubo durante toda aquella jornada de titánicas arremetidas un combate más encarnizado que el que se trabó en los suburbios del escuálido pueblo de Tarapacá.

¿Comandante Eleuterio Ramírez: el jefe chileno, herido en un brazo, huyó refugiándose en una choza. El mito patriotero lo llama «el león de Tarapacá».

 

En otras partes se peleaba por el paso como los Zapadores contra el Zepita; en otras por el agua como los Granaderos en Quillahuasa, pero allí se peleaba por la posesión del campamento enemigo, que era el premio y la victoria.

Desplegaron indudable ardor en ese paraje los peruanos comandados por el general Buendía. Allí expiraba el valiente mayor Francisco Perla, segundo jefe de la columna Loa, y de la pequeña banda de artilleros caían heridos el sargento mayor Pastrana, el subteniente Pezet, nieto de un presidente del Perú, mestizo de inglesa, nacido en Londres, y tres bravos oficiales a quienes hemos visto más tarde curándose de horrorosas heridas en una misma alcoba, el alférez Carlos Arancibia, hijo de lima y de chileno, y los subtenientes Nicanor Málaga y Enrique Varela, este último niño y frágil como endeble caña pero valiente como una roca, ambos naturales de Arequipa.

Murió también allí en el puesto del deber, después del dolor del pánico y la fuga, el teniente de Artillería Felipe Flores, hijo del Cusco.

Afirman algunos que en el primer ímpetu de la carga, las compañías del 2o que mandaban los capitanes Necochea, los dos Garretón, Ignacio Silva y José Anacleto Valenzuela rebasaron el pueblo, y agrega un jefe chileno en su parte oficial (el mayor Echanez) que “lo tomaron”, ejecutando a su paso espantosa carnicería a la bayoneta. No vemos confirmado este dato en otros documentos; pero existen testimonios de visitantes de la quebrada histórica que acusan la terrible matanza de los que defendieron los suburbios.

Sólo en una punta, dice un oficial que escribió en aquel tiempo una interesante carta al diario Los Tiempos, sólo en una punta que se avanza del pueblo sobre la quebrada, en un espacio de unas pocas varas, dejaron los peruanos cincuenta y siete cadáveres, y entre ellos no encontré más que un soldado del 2° que lanzó su último suspiro teniendo asido del pelo a un cholo corpulento y en ademán de hincarle los dientes en el cuello. Es necesario haber visto aquello para formarse idea de lo que ha sido”.

No era menor el tributo de sangre que nuestros soldados pagaban a su valor en aquel horrible sitio. La compañía del capitán Necochea perdía todos sus sargentos con la excepción de su hijo, un niño de 16 años que fue hecho prisionero, y por niño tal vez perdonado. Se llamaban aquellos Lorenzo Lobo, Bonifacio Pérez, Ramón Barrios, todos veteranos con terceros premios, y un alentado mozo, Antonio Pizarra, natural de la Serena. Del resto de las clases quedaron en el campo 7 cabos de esa compañía, es decir, toda su dotación, y 45 soldados, con la singularidad de no haber sobrevivido sino un solo herido, afortunado como su nombre, porque se llamaba éste “Feliciano” Herrera. Todos los demás perecieron.

De la compañía del mayor de los Garretón (3° del 1°) que entró también al friego en esa parte, hubo 62 muertos y sólo tres heridos.
Y para entender el horror de esta matanza téngase presente que la compañía del capitán Larraín que se batió en el alto durante más de una hora a pecho descubierto, sólo tuvo 22 muertos y 11 heridos.
Pero no era esto todo.

En tan espantoso conflicto, verdadero abismo que se tragaba centenares de vidas en minutos, además de Gajardo, de Barahona y de Moreno, caían al rigor del plomo el subteniente don Tobías Morales, inteligente institutor de Talca, que había cambiado la cartilla por el rifle; era herido el teniente Aníbal Garretón y más adelante sucumbía aquel cabo Eugenio 2° Labra, de la primera compañía del segundo batallón, que a bordo del Rímac, al partir de Valparaíso, juró delante de su comandante y de la tropa volver victorioso, o no volver.

Pero la pérdida más irreparable de aquel encuentro y que vino a cambiar de hecho la faz del combate en aquel paraje fue la de los jefes que conducían las intrépidas compañías delanteras por el fondo de la quebrada.

Casi a un mismo tiempo, eran, en efecto, mortalmente heridos el comandante Vivar atravesado la ingle por una bala, y enseguida los capitanes Garretón y Garfias, bandeados ambos en el estómago. Se supo esto después por el cinturón de cuero del primero que apareció perforado por una bala bajo la pira cobarde que quemó a tantos mártires del honor y del deber.

Rodeados en todas direcciones por aquel círculo de friego, verdadero anillo de la muerte, comenzaron a batirse en retirada las fuerzas de Vivar sobre la compañía del capitán don José Ignacio Silva, que el comandante Ramírez había dejado de reserva a retaguardia, quedándose él personalmente con ella.

Igual movimiento hacían Necochea y Garretón que habían llegado cargando hasta las goteras del pueblo convertido en un lago de sangre, sangre de chilenos sacrificados a la impericia y al denuedo.

La derrota en la quebrada comenzaba casi al mismo tiempo que en el alto.
Era la hora exacta del medio día bajo un sol que quemaba las almas y la tierra.

A pocos pasos y mientras retrocedía haciendo fuego en retirada, encontró en efecto el capitán Necochea expirante a la sombra de un mofle al valiente capitán Garfias Fierro, quien, con el estómago atravesado por una bala, pedía con voz suplicante agua a los que pasaban. Se la dio el sargento Necochea de su caramayola, y el soldado agonizante, como el náufrago que aprieta la última tabla, se aferró del brazo del niño como para morir entre amigos.

Más adelante, en la retirada, está sentado en una piedra del camino el estoico Vivar con el bajo vientre bandeado, silencioso, pero sombrío e indomable. Sus soldados pasan, él los mira, pero no dice nada como la sombra del Dante. ¿Y qué podía decir un hombre de su temple a los que en esos momentos huían?

Unos pocos pasos más allá, y no lejos de una casa pajiza situada en el fondo de la quebrada, la dispersa columna compuesta de sólo treinta hombres encuentra al comandan­te Ramírez, taciturno, pero resuel­to como Vivar. Aún no está herido. Al contrario, tiene en una mano su anteojo de campaña y con la otra afirma por la rienda el hocico del brioso caballo chascón de Avaroa, el héroe calameño, que cupo en botín al vencedor.

Ramírez está a pie, pálido, pero impasible.

¡Mi comandante! le grita Necochea al llegar jadeante. Monte a caballo, que el enemigo llega.

“¿Cuantos hombres trae?” pre­gunta fríamente el comandante al capitán.

“¡Treinta, señor!”

Pero los peruanos llegan en la forma de un alud humano, haciendo resonarla agreste quebrada con sus alaridos de victoria. En ese mismo momento el comandante Ramírez monta a caballo y, al girar este vio­lentamente, es herido el jinete en un brazo y se dirige a la casa inmediata que hemos señalado, y fue allí donde sucumbió sin rendirse. Dentro de ella estaba el capitán J. A Garretón y las dos cantineras que le curaron y que en ese lugar infame fueron quemadas.

Se llamaban estas infelices y ani­mosas mujeres Juana N. y Leonor González, ambas honradas costure­ras de Santiago. Una tercera cantine­ra del regimiento, conocida antigua de los peruanos en Iquique por el nombre de María la grande, fue hecha prisionera y llevada a Arica, donde la mantuvieran largo tiempo.

No todo está perdido aun para el glorioso regimiento así sacrificado. El comandante ha caído, pero el es­tandarte flota orgulloso al aire, y lo lleva agazapado por los chircales el viejo cabo Gutiérrez, asistente de Vi­var, que lo ha recogido de en medio de un montón de cadáveres formado por su escolta. De repente el asta sagrada se inclina y el trapo tricolor cubre como un postrer sudario al bravo que lo salva. Los peruanos hicieron gran alharaca con la presa del estandarte del 2o que el gene­ral Buendía mandó extender en la noche de la batalla sobre una mesa, entre abrazos y felicitaciones, dando a entender que había sido quitado a viva fuerza en la pelea.

Al pobre hombre que lo recogió, un gendarme de Arequipa, de oficio sombrerero y natural de Acomayo, llamado Mariano Santos, le hicieron más tarde una apoteosis en Arica, regalándole el general Montero 300 soles en papel.

“En esos instantes, dice con más imaginación que ver­dad el narrador Molina, hablando de la aparición del estandarte en el campo de batalla, en esos instantes una aclamación general sube al cielo de en medio de los combatientes.

¿Qué sucede? A la distancia, rodea­do de una legión de vencedores, se presenta un hombre alto, de mus­culatura delicada, tostado por el sol y de altivo continente.

¿Quién es ese tipo de romano? ¡Ah! es Mariano de los Santos, del batallón Guardias de Arequipa, que trae una bandera que bate por los aires, en señal de victoria”.

¡Y cosa extraña! Sólo cuando los soldados no ven más el pabellón, comienzan a creerse derrotados y buscan un abrigo donde guarecerse.

Pero aun así, aquellos férreos titanes encuentran en su garganta seca por la sed, la pólvora y la ira, palabras festivas para hacerse enten­der. ¡Allí está la breva, mi capitán! le gritó un soldado a Necochea, se­ñalándole una casa aislada del valle en que hacían a esas horas Gas doce del día) heroica y porfiada resisten­cia los subtenientes don Abraham Valenzuela y don Carlos Arrieta, este último un valerosísimo hijo de San­tiago y descendiente de Moquegua.

A esas horas la jomada estaba totalmente malograda en el fondo del valle como en la cima, pero aún quedaba débil esperanza de recobro.

El comandante Ramírez, con mucho más tacto militar que el que se le ha atribuido, alabándose por sus críticos sólo su incompara­ble bravura, había dispuesto que el tercer jefe del regimiento, el mayor don Iiborio Echanez, subiera con la compañía de su hermano Pablo Nemoroso, natural de Angol, y la del capitán penquista don Manuel P. Cruzat a los cerros del oriente para flanquear a Bolognesi en su movimiento de avance.

Echanez trepó resueltamente por la falda; pero en el momento de la acción, brazo invisible detu­vo su aliento, vaciló en romper los fuegos en medio de los murmullos de la tropa, y dando por razón que era preciso sostener nuestras com­pañías rotas en el bajo, ordenó a los suyos descender otra vez al fondo del estero.

Uno de los soldados de la com­pañía del capitán Ramírez, llama­do Brandau, llegó hasta la súplica y hasta a la amenaza porque no se les dejaba pelear en el momento en que salvador instinto, certera y segunda vista del soldado, le daba secreta voz en rudo pecho.

Y a la verdad, habría sido tan oportuno aquel movimiento de flanco, que habiéndose dirigido en esos momentos a la quebrada el capitán Emilio Gana con la orden de hacer retroceder al 2°, volvió éste diciendo que esa medida era excusada porque cerca de la mitad de sus fuerzas iban envolviendo al enemigo por la altura.

Por esto y a causa de su fatal tardanza, cuando el mayor Echanez descendió a la quebrada, encontró ya en completa dispersión las com­pañías que, privadas de su apoyo, habían sido atacadas por el frente y los dos flancos, dejando en manos de los enemigos a sus dos jefes, a los capitanes Garfias, Silva, Garretón, al teniente Jorge Cotton, voluntario religioso de Caldera y a los subte­nientes Moreno, Barahona, Gajardo y Clodomiro Bascuñán. Este último, al decir de algunos, fue muerto por nuestros propios soldados que no le conocieron, al paso que Gajardo, hijo de un honrado industrial de San­tiago recientemente ascendido de sargento, y título de antiguo cadete, perecía, según se ha creído, al lado de su jefe el comandante Ramírez.

 

Mariano Santos se hace con el pabellón chileno del 2° de línea. Santos fue recibido apoteósicamente en Arica por el alto mando peruano.

 

Tal era hasta ese instante la hora exacta del medio día del 27 de no­viembre, hora sin brisas y sin espe­ranzas, la doble batalla de Tarapacá, peleada en el alto y en el bajo por divisiones inconexas y mutiladas del ejército chileno.

Contaba éste en esos angustiosos momentos dos tenientes coroneles, un sargento mayor, cuatro capita­nes, tres tenientes y ocho subtenien­tes, dieciséis oficiales muertos, y no menos de trescientos individuos de tropa, todos o casi todos heridos en la frente y en el pecho según el tes­timonio de sus propios adversarios.

Los enemigos, dice brutalmente el peruano Molina, llevaban el sello de la venganza donde el hombre elabo­ra todas las infamias… en la cabeza, o donde se guardan sus peores ins­tintos, el corazón”.

Los heridos por esto eran mu­cho menos, apenas un quinto de los muertos y entre los oficiales sucedió casi otro tanto. Y esos no serían, sin embargo, todos en aquel día triste y memorable.

Pero la pérdida que más profundamente afligiera el corazón de la República en aquella luctuosa jornada en que por la primera vez en larga historia dejó Chile sus cañones y su bandera en manos enemigas, fue la de los dos jefes del valeroso regimiento que había partido el primero a la guerra y que de ella no volvería sino como gloriosa y mutilada memoria.

Podía trazarse la filiación mili­tar del comandante don Eleuterio Ramírez hasta un soldado de Gra­nada que peleó en su reconquista contra Boabdil y sus abencerrajes; pero todos sus deudos conocidos en Chile, desde su bisabuelo el coro­nel don Lucas Molinas, descubridor del perdido Osomo, fueron solda­dos como lo eran hasta hacía poco cuatro de sus hermanos y su propio primogénito.

Sus cartas íntimas de la campa­ña acusan profundo desaliento de los hombres. Pero le lleva y le  sostiene la fe de su bandera, y perece defendiéndola. Herido al comien­zo del combate, rehusó retirarse, y encerrado en un rancho con dos mujeres y un puñado de valientes, heridos como él, rehusó rendirse. Y entonces infame pira consumó sus nobles restos, dejando sólo intacto el rostro iluminado por las llamas y el brazo, tronchado por las balas, que se enfrió sobre la abrazadera del revólver con que mató a su último adversario.

El subteniente Olmedo escapó en la quebrada quedándose toda aque­lla noche herido entre las chircas, sufriendo horribles tormentos.

Abandonado en el campo a con­secuencia de una herida que no le permitiría andar, fue llevado a la presencia del irritado coronel Bo­lognesi el bravo comandante Vivar, y al saber éste por el mismo cautivo que bajo la burda túnica del solda­do del 2° hablaba con un teniente coronel de Chile, le apóstrofo con ignominia, señalándole sus presillas de jefe, y diciéndole:

“ ¡Así peleamos los peruanos!”.

La noble víctima del honor se limitó a responder a su injusto in­sultador, señalándole sus gloriosas heridas, de cuyas resultas falleciera tranquilo y resignado tres días más tarde. El comandante Vivar recibió una herida en parte delicadísima del cuerpo y de necesidad mortal, y otra en una mano. Esta le incomodaba intensamente, y mientras estuvo en la ambulancia peruana se le hacía lavar a cada instante, poniéndole un chorro de agua un niño que para esto le dieron los de la ambulancia. De la otra herida no parecía preocuparse, tal vez porque la creía sin remedio o porque no le producía dolor. En la tarde del 30 de noviembre le sobrevino el delirio, pero alcanzó, antes de morir a las ocho de esa noche, a estrechar manos chilenas y que fueron para él de infinito consuelo.

Sus últimos pensamientos y sus últimos recuerdos trasmitidos a sus compañeros de dolor en la ambulancia fueron para el ausente Chile y su último ensueño en la fiebre postrimera fue un pedazo de Arauco del que era dueño y en el cual corría alegre arroyo cayendo con grato rumor de una cascada.

La batalla de Tarapacá había sido por la sed, y los bravos que guardaron su agonía morían pensando y recordando el agua.

Pero en la hora terrible de la jornada a que en esta relación hemos llegado, la batalla no estaba todavía del todo perdida y menos lo estaba decidida a fondo. Y ¡contraste singular! eran las vacilantes compañías del mayor Echanez las que estaban llamadas a restablecerla con noble esfuerzo conduciéndonos a paso de trote y briosas cargas a la bayoneta hasta las puertas de bien merecida victoria.

Es este episodio de combate, que todavía no será el postrero, el que enseguida vamos a contar.

Iban corridas ya largas horas desde que las dos compañías flanqueadoras del regimiento 2° de línea vagaban cerro arriba y cerro abajo, sin provecho y sin gloria, cuando al rayar el sol en su zenit, el mayor Echanez que las mandaba, descendía por segunda vez al fondo de la quebrada.

A esa hora la derrota era completa en la altura y en el bajo para los chilenos. Los pocos sobrevivientes de las compañías, que a las órdenes de los comandantes Ramírez y Vivar y de los capitanes Necochea, Silva, los dos Garretón y Valenzuela se habían batido como verdaderos leones enjaulados, adentro y adelante del abismo, retrocedían ahora agobiados de cansancio y de desesperación, pidiendo con roncos gritos pólvora, agua y venganza.

Incorporó el mayor Echanez muy oportunamente a muchos de estos dispersos en su columna, así como a soldados de diversos cuerpos y especialmente del Chacabuco, que, como bisoños, habían bajado al agua que desde la altura divisaban en escasos charcos e inaccesibles bebedores, cual en el festín de Tántalo.

Y enseguida animosamente subió la cuesta Huaraciña, por donde tres horas antes había descendido a la fatal quebrada.

¡Era ya tiempo!

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